Sin nada que perder, el título en español de Hell or High Water (por una vez, concedamos que era una expresión difícil de traducir, ya que su equivalente “contra viento y marea” perdería muchísimas connotaciones) es razonable en relación con el contenido de este film, pero además se asemeja al de otro con el que se lo ha comparado frecuentemente: Sin lugar para los débiles, de los hermanos Ethan y Joel Coen, ganadora del Oscar a mejor película de 2008. No hay ninguna casualidad en el parecido, porque ambas obras tienen mucho en común: presentan -en paralelo y en un similar plano de importancia- a personajes de ambos lados de la ley, se desarrollan en Texas, cerca de la ahora tan polémica frontera mexicana, y son obras fronterizas desde el punto de vista genérico, en parte westerns modernos y en parte policiales noir.
Pero una vez que pasamos por esos parecidos obvios, se trata de dos films muy distintos, ya que Sin nada que perder es una película mucho más simple y menos ambiciosa que la de los Coen, sin el trasfondo metafísico y casi sobrenatural que impregnaba a la novela de Cormac McCarthy en la que esta se basó. No tiene grandes matices metafóricos y es esencialmente una historia de policías y ladrones, aunque cargada de observaciones político-sociales muy propias de la actualidad. Desde el punto de vista argumental, cuenta la historia de los hermanos Toby y Tanner Howard (interpretados, respectivamente, por Chris Pine y Ben Foster), que están realizando una compleja serie de asaltos a distintas sucursales de un banco estatal. De inmediato comienzan a ser perseguidos por dos veteranos rangers de Texas (Jeff Bridges y Gil Birmingham), quienes van descubriendo el modus operandi y las motivaciones de los dos ladrones.
La película se plantea en cierta forma como una denuncia sobre la situación de los pequeños propietarios en las secas y poco confiables tierras tejanas, que poco a poco van siendo despojados de estas por un sistema bancario cuya voracidad no disminuyó con la crisis de 2008, y que, todavía desregulado e impune, sigue acosando a quienes se endeudaron durante esa crisis, provocada por el propio sistema bancario. Sin embargo, y aunque este trasfondo es evidente y conversado en el film, el componente político-económico de Sin nada que perder es secundario en relación con el eje de la trama, que está en las relaciones paralelas entre los dos hermanos criminales y los dos policías. Estos personajes son definidos con características próximas a los clichés del género (o de los dos géneros en los que se puede clasificar a este film), con un policía (Bridges) de lenguaje y humor incorrecto -e incluso algo racista- hacia su compañero mexicano, pero que sin embargo lo respeta y le tiene mucho afecto; o con un ex presidiario (Foster) que, a pesar de considerarse un hombre destruido en lo moral, está dispuesto a comportarse en forma heroica por su familia. El mérito de Sin nada que perder es la convicción y el talento con que vuelve a insuflarles vida a esos clichés.
Se trata de una obra de tono muy masculino y estructura muy clásica, que bien podría haber dirigido Walter Hill o alguno otro epígono de John Ford. Es decir que, a diferencia de la mencionada Sin lugar para los débiles, en la que los Coen se divertían (más allá de la oscuridad de su historia) con diversas asimetrías narrativas y resoluciones inesperadas, en este caso parece que el escocés David Mackenzie, director de la película, tuviera miedo de transgredir los códigos de un género y un ambiente tan estadounidense desde el punto de vista de un europeo. Mackenzie nunca busca ni encuentra la sorpresa o la novedad en términos formales, sino que simplemente pone toda su energía en contar bien su historia, y cuenta para ello con un par de actuaciones notables (Bridges hace lo que suele hacer desde El gran Lebowski -1998, justamente de los Coen-, pero lo hace especialmente bien, y Pine sorprende con una autoridad y contención que no se le imaginaban al verlo interpretar a James Kirk en películas de la franquicia Star Trek) y un guion muy trabajado y refinadamente escrito, lleno de apuntes humorísticos y de emoción asordinada.
Tan tradicional y controlada en sus objetivos evidentes es Sin nada que perder, que en algún momento puede parecer algo cerebral y artificiosa, pero la calidad del total es realmente alta. En muchos aspectos resulta la más lograda de las candidatas al Oscar a la mejor película de este año, y posiblemente la más entretenida y menos polémica. Además, contiene una breve (y justa) golpiza propinada por el personaje de Pine, que es de las más bonitas que se hayan visto en el cine reciente.
Sin nada que perder (Hell or High Water)
Dirigida por David Mackenzie. Estados Unidos, 2016. Con Jeff Bridges y Chris Pine. Life Cinemas 21 y Alfabeta; Movie Montevideo; shopping de Punta del Este.