“El gigante enterrado es una novela excepcional”. “Leer este libro fue doloroso”. Cuando dos de los novelistas más influyentes de la literatura de fantasía y ciencia ficción de la actualidad comentan tan apasionadamente una obra como lo hicieron Neil Gaiman y Ursula K Le Guin con la última novela de Kazuo Ishiguro, se hace imposible no leerla.
En su reseña para la edición de The New York Times del 25 de febrero de 2015, Gaiman elogiaba la versatilidad del autor británico nacido en Japón, que con maestría había pasado de escribir novelas como Lo que queda del día (1989) o la distopía Nunca me abandones (2005) a enfrentarse a la fantasía, con una historia protagonizada por una pareja de ancianos britanos, Axl y Beatrice, que viven en una suerte de pueblo-madriguera en una Gran Bretaña medieval poblada de dragones, ogros y duendes. Ishiguro, destaca Gaiman, logró una obra que permanece por mucho tiempo en la mente del lector. Entonces, ¿por qué una escritora tan genial y crítica tan fina como Le Guin la critica negativamente?
El 2 de marzo del mismo año, la estadounidense escribió una furibunda entrada en su blog, en la que se quejaba de que Ishiguro, en una entrevista con The New York Times, se hubiera preguntado si sus lectores iban a entender lo que trataba de hacer o iban a decir “esto es fantasía”. Le Guin, defensora acérrima de la legitimidad del género en tanto literatura “seria” (hace unos años cuestionó también a la autora canadiense Margaret Atwood porque esta prefiere el término “ficción especulativa” a “ciencia ficción”), se quejaba de esa supuesta necesidad de escapar de la etiqueta y afirmaba que un autor que no aceptara completamente dicho rótulo no podía escribir una buena obra de fantasía valiéndose sólo de sus elementos superficiales. Es por eso que, al final de su breve crítica, comentó que para ella leer el libro fue como “mirar a un hombre caer desde un cable en las alturas mientras grita a la audiencia ‘¿Dirán que soy un funambulista?’”.
No es mi intención entrar en una discusión de sordos que, además, sucedió hace dos años, pero las críticas (y la consecuente defensa del autor) sirven para mostrar algunas de las dificultades de lectura que puede tener la novela. Es cierto que nos ubica en un tiempo casi mítico, en el que el rey Arturo murió recientemente pero su memoria (como la de Merlín) sigue viva y algunos de sus caballeros, como su sobrino Sir Gawain, aún cabalgan una Inglaterra habitada por britanos y sajones que por primera vez en mucho tiempo parecen vivir en paz. Así, nada falta: ni caballeros errantes, ni ríos encantados, ni despiadados guerreros, ni aldeas asoladas, ni monasterios con pasadizos secretos, ni bosques mágicos, ni islas de bruma, ni perros diabólicos, ni viudas temibles, ni barqueros misteriosos. Sin embargo, aunque lo que señala Le Guin sobrevuela la novela, que de veras no logra comprometerse con su costado mágico pero tampoco es realista, esto no funciona mayormente en su detrimento. De hecho, quiéralo o no, con El gigante enterrado Ishiguro escribió un maravilloso cuento de hadas.
La materia del olvido
En una conferencia de 1953 sobre Sir Gawain y el Caballero Verde, uno de los poemas más importantes de la lengua inglesa (escrito en el siglo XIV), JRR Tolkien decía que esa obra, que clasificó como cuento de hadas, “no trata de esas cosas antiguas”, sino que “recibe parte de su vitalidad, su carácter vívido y su tensión de ellas”. Lo mismo, salvando las distancias, se puede decir de El gigante enterrado.
No es una novela sobre ogros, ni sobre la última aventura de Sir Gawain, ni sobre la persecución de un dragón, sino que utiliza esos elementos del ciclo artúrico -que son parte de las tradiciones británicas y de la literatura, desde Chrétien de Troyes y Thomas Malory a las novelas de caballería castellanas y a William Shakespeare, desde Hartmann von Aue a Mark Twain y John Steinbeck- para escribir una historia con una profunda raíz moral, que no es nunca, como no lo son los mejores cuentos de hadas, una alegoría torpemente disfrazada, sino un complejo tejido realizado con la materia del olvido, en el que el tema determina una prosa simple pero envolvente (aunque a veces el pulso caiga y pueda resultar algo tediosa), que se sirve con maestría de la narración retrospectiva, la elipsis y el cambio de punto de vista y presenta, en un hallazgo estilístico, una multiplicidad de interpretaciones, por ejemplo cuando, mientras un personaje dice ver un grupo de ogros congelados en un lago, otro no ve nada; o cuando lo que para unos es un murciélago para otros es un niño muerto.
En una de las lecturas posibles, lo que tenemos de fondo es una cuestión religiosa que se trata desde el choque entre culturas. En el viaje de la pareja protagonista en busca de su hijo, a través de un país cubierto por lo que ellos llaman “niebla” y que es un olvido generalizado, se ponen en juego cuestiones fundamentales como la memoria individual, la historia colectiva, la identidad, el amor y el trauma. De este modo, la aventura se sitúa en el marco del afianzamiento de una religión, la cristiana, cuyo principal poder radica en la posibilidad de anular (mediante el sacramento de la confesión) el pasado, y de la resistencia de los pueblos paganos de origen germano, que tras la muerte del legendario Arturo comenzaban a ganar fuerza. Desde esta perspectiva, el tema central (y acaso eso pretendía Ishiguro cuando esperaba, tal vez erróneamente, que no se encasillara al libro como una novela de “fantasía”) no es otro que la posibilidad (o no) de una paz basada en el perdón.
El gigante enterrado
De Kazuo Ishiguro. Anagrama, Barcelona, 2016. 368 páginas.