Una de las mejores cualidades de la programación original de Netflix es su voluntad de asumir riesgos temáticos y formales. Pero, a diferencia de FX, AMC y otros canales que también han aprendido con el ejemplo de HBO y sus grandes apuestas temático-formales, Netflix parece haber optado por una saturación de nuevas series -que, como son estrenadas en bloques de temporadas enteras, no permiten su evaluación o rectificación sobre la marcha- a puro ensayo y error. Desde que lanzó House of Cards en 2013, ha producido cerca de 40 nuevas series originales de los más diversos géneros (un número que triplica o cuadriplica las novedades de cualquier otro canal de cable en ese período), y entre ellas ha habido golazos históricos como Stranger Things, Orange is the New Black o Unbreakable Kimmy Schmidt, pero también tremebundos pifies como Hemlock Grove o Marco Polo y, en la mayoría de los casos, productos con luces y sombras, como Sense8 o sus series basadas en superhéroes de Marvel. Pero posiblemente nunca habían hecho algo tan malo como la comedia (?) de horror Santa Clarita’s Diet.
El asunto es más o menos el siguiente: un día, una madre de familia de clase media-alta (Drew Barrymore), agente inmobiliaria al igual que su esposo (Timothy Olyphant), cuando está ofreciendo una casa a potenciales compradores, sufre un violentísimo e incontrolable ataque de vómitos que la desmaya. Cuando se despierta, descubre que no tiene pulso y que siente un hambre poderosa que sólo se satisface con carne humana. Es decir, que se convirtió en una zombi caníbal que, sin embargo, mantiene su racionalidad, con cierta cuota adicional de independencia y carácter, y ahí se supone que está la gracia: es una simpática madre cuarentona de suburbio californiano que -¡caramba, qué contradicción!- cada tanto despedaza y se come a algún desgraciado (siempre un hombre sexista, violento o que simplemente critique a sus hijos).
Para que se hagan una idea, Santa Clarita’s Diet es algo así como una mezcla de Amas de casa desesperadas con algunos toques de Sex & the City, bastante de la poco memorable serie Yo Zombie, y el gore y la violencia explícita y mordedora de The Walking Dead. No es precisamente la idea más atractiva a priori, pero el problema no es tanto el concepto sino la ejecución. Como si la paradoja normalidad burguesa/canibalismo zombi no fuera lo bastante guaranga y evidente, los guionistas la subrayan una y otra vez con los chistes más obvios imaginables. La sucesión de lugares comunes en plan de guiñada feminista es acalambrante: una parte de los hombres son subordinados y obedientes, atractivos, sensibles y más o menos cornudos; y los demás son violentos machistas, vendedores de drogas a infantes y violadores en potencia o propiamente dichos. En cambio, las mujeres se empoderan una o dos veces por episodio, son aventureras y excelentes luchadoras, y se la pasan haciendo chistes metafóricos -que después, claro, no son chistes- sobre matar justicieramente a tal o cual canalla y devorarle tal o cual parte. Aun así, la serie podría ser rescatable, pero lo impiden las insoportables y totalmente pasadas de rosca interpretaciones de su elenco, principalmente las de Barrymore y Olyphant, que gesticulan todas sus muecas de simpatía e hiperexpresión como si desconfiaran seriamente de la grabación del sonido. En una palabra: horrible, y no estamos hablando del género de horror.
Lo mejor que se puede decir es que los episodios son misericordiosamente breves, pero no obstante su pésima calidad general, la serie ha sido bastante bien recibida por la crítica, que ha destacado sus cualidades satíricas y sólo encontró reprochables sus excesos de violencia. Es cierto, hay mucha, pero no es precisamente eso lo que puede provocar el vómito al ver este, digamos, poco afortunado producto.