Mi amistad con Teresa Amy no data de cuando fuimos compañeros del IAVA en 1967, en segundo año de Preparatorios de Derecho y Notariado, sino de mucho después, cuando empezó a venir a mi taller en los años 90. Desde entonces, primero como alumna y profesor, y después como amigos, compartimos nuestros proyectos de escritura y lo que pensábamos sobre cualquier asunto, en un diálogo que siguió hasta que almorzamos hace pocos días en un restorán de la Ciudad Vieja. Durante más de 20 años fuimos testigos uno del otro, supimos qué nos iba pasando, qué sentíamos respecto de ese Uruguay que veíamos modificarse, de sus figuras representativas, a un lado y al otro de lo modélico; sobre todo, hablábamos de películas, de discos, de libros, que pudieran eventualmente nutrirnos y mejorar nuestras escrituras y nuestras maneras de ver el mundo.

No tuvimos vidas parecidas más que por fechas, circunstancias y amigos en común. Sin embargo, la generación nos marcó más de lo que pensábamos. Me pregunto con quién más podría haber tenido esos diálogos, en uno u otro bar, en una u otra década, en los que desfilaban amores, depresiones, valores personales nuestros y ajenos, pero también posibles estímulos culturales y emocionales, tanto de lecturas como de viajes y experiencias, que nos proyectaban hacia adelante, hacia afuera. Esa imposibilidad de quedarse en un lugar, esa insatisfacción permanente, era y es una manera de estar al día con el Uruguay y el mundo que habíamos visto de chicos, ahí en el IAVA de 1967, y que siguieron, con variantes para ella y para mí, toda nuestra vida.

Pude participar, por suerte, en parte de su obra poética. Me dio el privilegio de presentar Retratos del merodeador en 1999 y de prologar Cuaderno de las islas en 2003. Su escritura era concisa e intensa, atenta a las variaciones de sonido de una palabra en distintas partes de un verso, pero, a mi entender, llegó a su mejor momento en sus últimos libros, Cortejo mínimo (2005), Jade (2011) y Brilla (2015). En esos diez años fue más allá de lo que había hecho, reveló una fibra de poeta (que es otra cosa que escribir poesía, tema del cual hablábamos mucho) muy personal e inteligente. Hay algo más: era una gran lectora de poesía, pero la suya no era una escritura “prestada” ni derivativa de nadie; el talento para describir imágenes, para medir con exactitud los períodos, para razonar por dentro de sus enunciados, es sólo suyo. Con los años adquirió además una soltura y una libertad para decir lo que quería decir; como si la fuerza de su personalidad, la intimidad con que conversaba de cosas personales, de política o de lecturas, hubiera podido pasar al papel con convicción.

Buena parte de ese cambio, tal vez, estuvo amparado en su papel de traductora. Ella estudió traductorado en la Universidad de la República, pero aprendió de verdad cuando trabajó con los versos de un poeta checo a quien amaba, Jan Skácel. La más larga de las noches (2002), una antología de su poesía, fue publicado en México con su prólogo y su traducción. Siguió con poetas macedonios, serbios, inspirada en las versiones de sus obras al francés, en un trabajo de fineza y paciencia cuyos resultados fueron recogidos en el excelente Un huésped en casa (2013), mezcla de diario personal y teoría poética. Teresa, aunque no quisiera reconocerlo, era además de poeta una intelectual de primera categoría, dueña de un criterio infalible para detectar no sólo brillos, sino también imposturas en las actitudes de sus (nuestros) congéneres.

Durante un tiempo, lamentablemente breve, dirigió un ciclo de poesía llamado “Cuerpo a cuerpo” en La Bodeguita del Sur, en San José y Andes. Por ahí pasaron Amanda Berenguer, Idea Vilariño, Orfila Bardesio, Roberto Echavarren, Alfredo Fressia, Elías Uriarte y lo mejor, no necesariamente lo más conocido, de la poesía uruguaya de los últimos años de la década del 90. Su calidez y su respeto por la escritura la convirtieron en una animadora de las noches poéticas de Montevideo de esa época, como lo había sido de mi taller el tiempo en que estuvo.

En dos ocasiones me hizo partícipe de un proyecto de lectura de la poesía de otros: en dos boliches, uno en Punta Carretas y otro en el Cordón, ambos leímos poemas de Vallejo, de Parra, de Cummings, de Leopardi, de Pessoa, de Pound, de Borges, de William Carlos Williams, de Octavio Paz , de Maiacovski y de muchos otros que habíamos elegido cuidadosamente, leyéndolos previamente en su casa o en la mía. Esas experiencias de gusto compartido, con todo lo que tuvieron de conmovedor y de constructivo, son en mi recuerdo una maravilla única.

Con el tiempo, las intervenciones de Teresa en el panorama poético uruguayo empezaron a escasear. En parte su timidez, en parte su rechazo a formar parte de iniciativas sin criterio estético, la redujeron a alguna lectura (como en el Festival Poético de Montevideo hace unos años), a la participación en festivales (Rosario, Villahermosa, Macedonia, por lo que recuerdo) y a la publicación de sus libros. Cuidaba su poesía como lo más preciado que tenía, y eso se nota en su último poemario, Brilla, dedicado a su adorado nieto Marco. Pocas veces se ha visto un libro más delicado, más de unión entre literatura y vida, y que al mismo tiempo no transa en ningún momento con lo que Jorge Medina Vidal (a quien ambos fuimos a ver un día para conversar de literatura) llamaba “hemorragia lírica”. Nada de golpes bajos, de chatura expresiva, de boberas escritas sólo por exhibir el yo: esa restricción ya alcanzaría para destacar su poesía, y sobre todo su actitud ante la literatura toda, pero no es lo único, por cierto.

Su vida poética quedó en la intimidad y en compañía de su esposo, el periodista y también poeta Roberto López Belloso. Cuando nos vimos por última vez me dijo que tenía un libro de poemas completo y una nueva traducción, que en algún momento publicaría.

Pero la condición de poeta de Teresa está muy lejos de dar la medida de su valor. Este no es sólo un artículo que reivindica su poesía a fin de sacarla de la relativa condición de sombra a que la redujo su aversión al lobby. Todas las carreras de poetas, o casi todas, en todos lados, tienen una relativa condición de sombra, y eso no hace mejor ni peor la escritura. Yo hablo de la singularidad de Teresa Amy: de su condición humana, que tuve la suerte de conocer como amiga de fierro en circunstancias difíciles, tanto para ella como para mí, en charlas telefónicas y personales a lo largo de muchos años. De la relación entre esa condición, que en su caso era de una profundidad insondable que no todos tenemos, y los versos que trabajó hasta el final, preservada en su soledad, pero también en la riqueza de dar todo lo mejor de sí misma a quienes quería. Todo. También su poesía.

Augurio

“me salpica de agua helada la piedra

que se cayó antracita herrumbre

destellante o de otro nombre

sin pensar que podría caer entre corales

cavidades pétreas y ya no verla

entre animales marinos

arrecifes ajorcas mar

salina y dunas y ese ir y venir que ahora entiendo

sobre la arena con el sol de cobre

antracita que lo refleja: elegante asesino

tras de mí

caen la piedra y la herrumbre

caen sin remedio:

él llega insoslayable”

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De Jade (Yaugurú, 2011)