Menos mal que aquí no hay que ponerles nota a las películas, porque casos como este no admiten una apreciación sencilla. Es, digamos, un maravilloso mamarracho (que no es lo mismo que poner 5/10 en el promedio de todos los “rubros”). No les va a gustar a quienes acudan al cine con el tipo de cabeza crítica que pide cierta coherencia a la anécdota, al tono y al desarrollo, que condena excesos que bordean el ridículo o caen en él, que reconoce un montón de referencias que no se excusan expresamente como citas, y perciben el intento de dignificarse adoptando, en forma medio difusa, una de las buenas causas político-ideológicas en boga. No voy a negar que son excelentes razones para rechazar este film, que, sin embargo, crea un clima muy particular, es un ejercicio de virtuosismo cinematográfico y contiene momentos impresionantes. Quienes sean capaces de desactivar o pasar a segundo plano el rechazo por los factores enumerados arriba tendrán la posibilidad de disfrutar de un interesante espectáculo audiovisual y sentir buenos escalofríos.

El protagonista, Lockhart, es un joven ejecutivo de Wall Street, un poco corrupto, como casi todos sus colegas. En medio de un lío empresarial-legal, es forzado a hacer un viaje a Suiza para tratar de traer de vuelta a uno de los directivos de su compañía, que se fue a hacer un tratamiento en un spa en los Alpes y no volvió. Allí se encuentra con un centro de salud totalmente aislado de la vida moderna, sin conexión a internet, con ese tipo de terapia que uno podía apreciar en la película 8 1/2: abundante ingestión de agua mineral, sauna, ejercicio al aire libre. La estadía de Lockhart en el spa se va prolongando indefinidamente, a medida que le descubren pequeños problemas de salud y lo someten a tratamiento, o lo retienen de otras maneras (para quienes no percibieron la referencia a La montaña mágica, hay una escena en que un enfermero está leyendo esa novela de Thomas Mann, explicitando la conexión). Al mismo tiempo, empieza a sospechar que pasan cosas raras y sórdidas en el establecimiento. Comienza a sentirse prisionero, pero existe siempre la posibilidad de que todo sea alucinación suya, debido al proceso de desintoxicación. Esas visiones -quizá reales- oscilan entre lo indefinidamente inquietante y lo francamente terrorífico.

La situación hace recordar a La isla siniestra (Martin Scorsese, 2010). Ese antecedente (en el que al final descubríamos que casi todo lo que habíamos visto eran alucinaciones del protagonista) ayuda a hacernos creer que varias de las visiones pesadillescas pueden ser parte del mundo interior de Lockhart. Y de ahí deriva uno de los principales ridículos del guion: hay por lo menos cuatro ocasiones en las que el protagonista, luego de haber asumido que tuvo alucinaciones y resignarse a que lo trataran los médicos del sanatorio, descubre alguna evidencia escalofriante de que todo era real: una corriente recorre la espina dorsal del espectador y además, justo en ese momento, los malos están a punto de descubrir a Lockhart enterándose de sus conspiraciones, pero la trama es empujada por un rato más de metraje, que va a terminar con el joven convencido de retomar el tratamiento... hasta su siguiente descubrimiento, que obviamente tendrá menos gracia.

Ese limbo entre las posibilidades de la paranoia y de la conspiración real remite también a El bebé de Rosemary, aludido (o imitado) en la presentación, en la que oímos un valsecito infantil tarareado por una voz femenina inocente -muy parecido al que hizo Krzysztof Komeda para aquella película de Roman Polanski-, mientras la cámara, como en ese film de 1968, se mueve entre edificios neoyorquinos. Es una de las muchas referencias a clásicos en La cura siniestra: también es polanskiana nuestra primera visión de Volmer desde la ventana del castillo (recuerda a El inquilino -1976-); los planos del auto acercándose al castillo en los Alpes, tomados desde un helicóptero o dron, evocan a El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Sobre todo hay toques de terror gótico: la aldea en la que los lugareños miran con temor a quienes suben hacia el castillo medieval; el negro sello del castillo, con serpientes entrelazadas que sugieren algo satánico; el portón de hierro decorado con esas mismas serpientes y que se abre solo; el empleado del castillo que es un pelado de pocas palabras y actitudes extrañas, y de noche transporta a escondidas lo que parecen ser cadáveres (no tiene nombre, pero debería llamarse Ígor); la gruta misteriosa. Hay una escena medio de zombis, cuando los pacientes del comedor empiezan a avanzar como autómatas hacia Lockhart. Hay una niña siniestra a la japonesa, de camisón largo y pelo lacio. Luego esa niña adquiere otro significado en la narrativa, que empieza a explotar el costado amedrentador de la adolescencia femenina, con la primera menstruación, la combinación de inocencia y una sexualidad a punto de estallar, y unos bichos vermiformes que la merodean, con potencialidad fálica y asociaciones demoníacas. Hay un doctor germano que aparentemente realiza horribles experimentos con sus pacientes, a lo Josef Mengele (y, como sucede con el refugiado nazi a lo Mengele de Marathon Man -John Schlesinger, 1976-, hay una escena de tortura dental). Hay un hombre de fuerza excepcional y rostro monstruosamente deforme que resiste a las llamas y amenaza a los buenos de la película. Hay sincronicidades que hacen pensar en alguna fuerza sobrenatural, como la correspondencia entre la muñequita bailarina y Hannah, o cuando el ejecutivo recibe una carta del sanatorio y, al mirar el sello negro con las serpientes, tiene un ataque cardíaco. En algunos casos, somos llevados a pensar en realidades paralelas, porque el montaje insinúa que están ocurriendo en forma simultánea cosas que implican a un mismo personaje en dos lugares distintos, pero uno de esos momentos puede ser un flashback o un flashforward. En el clímax, se arma una especie de ritual secreto en el que los participantes encapuchados se comportan en forma hierática, como en Ojos bien cerrados (1999), mientras suena un vals muy parecido al de Dmitri Shostakovich empleado en ese film de Kubrick. Hay otros momentos de uso irónico kubrickiano (anempático) de la música, como los experimentos médicos mientras suenan unas piezas idílicas de Beethoven. Los ingredientes se apilan como en el más absurdo de los folletines decimonónicos: hay una piscina con bichos acuáticos carnívoros, una poción para la vida eterna y un noble milenario tipo Conde de Saint-Germain, unos punks germanos agresivos que amenazan con violar a la muchacha, y una presunta moraleja vinculada con la enajenación, la soledad y la falta de ética de los altos ejecutivos de las finanzas (que pretende justificar a la película como metáfora política). Esa acumulación en ningún momento se plantea como un gesto posmodernista de transgresión estilística o de incursión risueña en lo bizarro (que uno podría esperar perfectamente del director Verbinski, prodigioso realizador de Piratas del Caribe y Rango). Lo que sugiere es sencillamente una situación de producción tomada por una obsesión pueril con las “referencias”.

Lo bueno es buenísimo: los climas oníricos, la capacidad de generar escalofríos con elementos que no son inherentemente terroríficos y que nos inquietan sin que sepamos exactamente por qué, y el hecho de que se cause miedo sin recurrir al artificio fácil de los sustos. Ese clima puede hacer que en forma insólita un vaso de agua o una pared de ladrillos claros se convierta en un factor amedrentador. El aspecto visual de la película es increíble, y un factor importante es que buena parte de la escenografía es real (el castillo de los Hohenzollern y espacios construidos en los gigantescos estudios alemanes de Babelsberg). Esa importancia de lo visual contribuye a tematizar elementos que participan en algunas de las alegorías (el recorrido por túneles y pasillos, con sus connotaciones de penetración sexual y también de ingreso a las tinieblas). Hay todo un interesante juego con simetrías (encuadres planimétricos -simétricos y tomados en forma perpendicular a la pared de fondo-), que actúan en el espectador sugiriendo una disposición obsesiva, freaky. Entre estas imágenes simétricas, la más impresionante es la que muestra un tren tomado desde el exterior con la cámara cercana a una de sus ventanillas: el vidrio espeja a la izquierda el paisaje que estamos viendo a la derecha). Toda la realización es virtuosa en el manejo de la cámara y del sonido, pero hay momentos especiales (como la toma en picado en que alguien agarra un pescado y lo deja caer en el tacho de basura, y el foco hiperveloz acompaña al pescado en su caída). Los actores principales (sobre todo DeHaan y Goth) rinden muy bien. Así que, del mismo modo en que algunos factores insignificantes ganan en el film, de forma no del todo explicable, un sentido fuerte y atemorizante, como quien no quiere la cosa esta película fallida y algo impresentable puede ser motivo de pesadillas e inquietudes, y permanecer insólitamente impresa en la memoria, mucho más de lo que a uno le gustaría admitir.

La cura siniestra (A Cure for Wellness)

Dirigida por Gore Verbinski. Estados Unidos/Alemania, 2017. Con Dane DeHaan, Mia Goth, Jason Isaacs. Movie Montevideo, Nuevocentro y Portones; shopping de Punta del Este.