Amo el carnaval y a la vez no lo soporto. Me encanta ir al tablado y ver murgas, sobre todo porque me recuerdan a cuando de chico vivía en el exterior. Mis padres, junto a otros uruguayos, tenían una murga entre ellos, en la que incluso participaban algunos alemanes. Mientras el resto de los chiquilines iba al Velódromo con sus padres y se tiraba en cartones por las rampas pensadas para ciclistas -en las que además creo que nunca en mi vida vi una bicicleta-, yo tenía eso: un grupo de yoruguas cantando Jaime Roos y demás, intentando mantener vivo el recuerdo de aquel paisito que habían dejado por los más diversos motivos, pero que llevaban cada día en su corazoncito celeste.

Ya viviendo en Uruguay, con menos frío y más carnaval, podía darme el privilegio de ir a los tablados, a los de verdad. Ya no era escuchar aquellas voces semidesafinadas pero llenas de cariño, sino murga en serio. Grupos organizados, con letristas y ensayos barriales, buscando qué chiste político de coyuntura incluir para hacer estallar de risa a todo el Teatro de Verano. Y sí, es que en definitiva el carnaval cumple esa función sociológica de sacar de nosotros muchas cosas que todos pensamos y que nadie dice (o al menos, que a todos nos hacen gracia). Y así, durante varios años seguidos, iba a algún que otro tablado en febrero e intentaba ver a todas las murgas, como si llenara un álbum de figuritas.

Pero el carnaval no es sólo colores, chiste y diversión. En una nota anterior comentaba cómo la militancia política me distorsionó la mirada ante las distintas realidades sociales. Y así fue como aquellas bellas y nostálgicas visitas murgueras se volvieron cada vez menos recurrentes. Porque es cierto, uno se indigna con ciertos chistes, sobre todo aquellos basados en estereotipos y prejuicios sobre determinados grupos. Racismo, machismo, homo-lesbo-transfobia, por mencionar algunas características “graciosas”. Me indignaba, lo manifestaba y consecuentemente me preguntaban: ¿por qué venís, entonces? Y es verdad, uno al final deja de ir. La militancia me costó eso: reírme menos por cosas que antes eran “divertidas”.

Ojo, esto no significa que uno no pueda reírse de un gay por ser gay; la diferencia, y la indignación, es que el chiste consista en reírse de un gay por el prejuicio de lo que es ser gay. Que el chiste esté basado en una discriminación estereotipada, y no en aspectos que son parte de lo que es una identidad gay. De la misma forma, por ejemplo, en que se puede suponer que hace gracia proyectar a una mujer con todos sus estereotipos de género, invisibilizando la diversidad de mujeres que existen, sobre todo si se tiene en cuenta, además, la bajísima cuota femenina en las murgas.

El año pasado, La Gran Muñeca presentó su cuplé sobre el machismo, en el que pedían que no les gritaran más porque no eran unos machistas. Por un lado, tuve aquella reacción militante de indignarme y pensar que estos señores (y seguramente toda la sociedad) son un poco más machistas de lo que creen. Muy distinto es serlo pero no querer serlo, que es lo que nos pasa a la mayoría de nosotras y nosotros. Es esa, justamente, la eficacia de los sistemas de opresión: su permanencia y su capacidad de naturalización. La segunda reacción fue bastante menos conflictiva, y en definitiva es con la que quiero quedarme: qué bien esta gente que pone el tema sobre la mesa, por más que no me guste el cómo. Este año, Cayó la Cabra menciona explícitamente la organización de la diversidad sexual de la que formo parte, alabando que la diversidad sexual no sea sólo un movimiento de hombres gay hegemónicos.

Es cierto que, por suerte, el carnaval lentamente se va volviendo más respetuoso y que va incluyendo un enfoque de derechos humanos. Si el chiste antes era homo-lesbo-transfóbico, racista o machista, ahora lo es un poco menos, pero lo sigue siendo al fin. Hace unos días asesinaron a una bailarina de candombe, y no casualmente murió a manos de su ex pareja. Tanto la misoginia como la homo-lesbo-transfobia y el racismo son violentas, y no son para nada hechos aislados. Son acumulativos en la sociedad.

Que el letrista no se olvide de incluir determinados temas no es tarea de los letristas. La sociedad se siente representada y se ríe de aquello que las murgas actúan en cada tablado. Cuando empecemos a cuestionarnos como sociedad, por fin, vamos a poder reírnos de otra cosa que no sea a costa de los mismos oprimidos de siempre. Carnaval amado, no odioso.

Diego Puntigliano Casulo.