Los defectos de la serie de libros infantiles (los primeros dos o tres) y juveniles (los restantes) protagonizados por Harry Potter y ambientados en el universo ficticio planteado por JK Rowling, que ahora se ha dado en llamar “mundo mágico” (“wizarding world”) son fáciles de señalar. Ya sea desde el punto de vista narrativo (por ejemplo, la autora evita, una y otra vez, describir las escenas más difíciles o complejas), en lo referido a la consistencia interna del universo ficcional (cada libro incorpora alguna que otra nueva regla de ese mundo, que habría sido especialmente relevante en las entregas anteriores) o en tanto fantasía épica o fantasía a secas (los “préstamos” de los grandes libros del género no sólo son evidentes, sino que no parecen especialmente desarrollados), pero nada de eso importa, en realidad, porque los siete libros publicados entre 1997 y 2007 son deliciosamente entretenidos y pródigos en personajes encantadores y aventuras. Sí, se puede objetar una y otra vez que el giratiempo de Harry Potter y el prisionero de Azkabán (1999) habría sido especialmente útil antes y después de lo acontecido en ese libro, pero del mismo modo en que los reparos hacia la facilidad con que los rebeldes destruyen la Estrella de la Muerte no le quitan ni una pizca de lustre a Star Wars para sus fans, los del mago de la cicatriz en forma de rayo han aprendido a pasar por alto ciertas inconsistencias.
La serie cuenta en líneas generales, por si alguien no lo sabe, el proceso de la reaparición de Lord Voldemort, el mago malvado más poderoso que jamás haya vivido; Harry Potter, con la ayuda de sus profesores y amigos, termina por derrotarlo y devolver el orden al mundo mágico. Los mejores momentos de la historia son oscuros y hasta fascinantes: la búsqueda de los horrocruxes (objetos que encierran parte del “alma” de quien los crea mágicamente, en un proceso que requiere asesinar a alguien) en los últimos libros y la “batalla de Hogwarts” cercana al final son buenos ejemplos, como también el torneo de los Tres Magos en Harry Potter y el cáliz de fuego (2000). A la vez, la serie funciona a la perfección como una Bildungsroman (“novela de aprendizaje”) y tiene en la interacción entre sus personajes (que son esquemáticos y a la vez detallados, lo cual no es fácil de lograr) uno de sus encantos más importantes, fuente de escenas memorables y hasta conmovedoras.
El año pasado se estrenó en Londres una obra teatral titulada Harry Potter and the Cursed Child, que regresa al mundo mágico y cuenta qué fue de Harry, Hermione, Ron y sus hijos 19 años después del final de Harry Potter y las reliquias de la muerte (2007). El libro, publicado en castellano hace poco con el título de Harry Potter y el legado maldito -y la estética de tapa de las siete novelas de la serie-, ofrece el texto que fue utilizado en los ensayos y se espera para más adelante en 2017 -al menos en inglés- una edición definitiva (es decir, con los cambios realizados después del estreno).
Conviene aclarar que el libro no fue escrito por JK Rowling. La escritora aportó la idea básica, esta fue refinada por John Tiffany (quien dirigiría la obra), y el texto fue puesto a punto por el dramaturgo Jack Thorne. Este esfuerzo grupal logró de alguna manera -como es lógico, teniendo en cuenta que se trataba de lograr un libreto- esquematizar y estilizar lo narrado, hasta el punto de que aquí y allá resulta algo predecible o simple por demás. Es posible, de todas formas, que Thorne y Tiffany no sólo hayan leído atentamente los siete libros de la serie, sino que además hayan logrado entender cabalmente cómo funcionan: en ese sentido, la interacción entre los personajes opera tan bien como en esas novelas, y la “novedad”, es decir, la relación entre Albus (hijo de Harry Potter y Ginny Weasley) y Scorpius (hijo de Draco Malfoy y Astoria Greengrass), y las aventuras de ambos muchachos, se mueve cómodamente dentro de las pautas fijadas por Rowling en sus libros. Quizá no haya grandes aportes al diseño del mundo mágico, y de hecho cabe señalar no pocas inconsistencias en relación con los textos “canónicos” de los siete volúmenes de la serie. Pero la forma del relato se corresponde con la de estos, que tienen cierto esquema de desarrollo en común (como todos los grandes relatos de HP Lovecraft funcionan más o menos del mismo modo en cuanto a la trama: hay una irrupción de lo extraño en el mundo cotidiano, se comprende que esa irrupción podría destruir a la humanidad, finalmente la irrupción se cancela pero el peligro sigue allí, latente). En este caso, y de acuerdo con la secuencia habitual en las novelas de Harry Potter, hay una serie de anuncios del regreso de su enemigo definitivo -o sea, de Voldemort- y luego la aparición, disimulada al principio, de un personaje que actúa como avatar del mago maligno. Sobre ese esquema básico, además, opera lo que podríamos llamar la “novela de personajes”, que libro tras libro se organiza como la ya mencionada Bildungsroman. Así, en Harry Potter y el legado maldito, el proceso de experiencia y crecimiento encuentra a un Harry cuarentón, que está aprendiendo a ser padre de un adolescente problemático, mientras que el chico en cuestión empieza a pasar por las distintas etapas de la educación mágica, con el peso de ser hijo de uno de los magos más famosos del mundo mágico. Esa pauta extra de complejidad es un aporte bienvenido, y si fuera sólo por ella, sin duda esta obra de teatro funcionaría a la perfección en la serie de relatos sobre Potter.
Depurando detalles
Hay, sin embargo, algunos asuntos que hacen pensar lo contrario. Para empezar, la atención puesta en Potter padre y Potter hijo relega al terreno de lo (aun más) esquemático a otros personajes, y el más perjudicado por esto es Ron Weasley -uno de los más entrañables, por cierto- que en las novelas va creciendo en estatura y dignidad y, por lo que se deja entrever, se convierte en un mago de relieve, mientras que en Harry Potter y el legado maldito lo vemos incluso más estúpido que en los primeros libros de la serie (hay una escena especialmente tonta en la que toma una varita mágica al revés). En un sentido similar, las referencias recurrentes a lo que se relató en los libros de Rowling llegan a trabajar en detrimento del logro del texto, no sólo porque a menudo parece gratuito que se nos vuelva a contar lo que ya sabemos (la “escena fundamental”, digamos, del primer encuentro entre Voldemort y Harry bebé), sino también porque asoman incluso algunas inconsistencias (habría que ver, en todo caso, si los autores pensaron en los libros como el canon de referencia o si en su lugar pusieron las películas, cosa bastante probable). En general, entonces, lo ofrecido resulta demasiado simple, básico si se quiere.
De hecho, lo que más se extraña es la voz narrativa de Rowling y su vocación (que acaso pueda ser vista como un defecto entrañable) de ofrecernos abundantísimos detalles que muchas veces carecen de importancia. Está claro que en la economía de una obra de teatro -como en la de una película- ese sacrificio es inevitable, pero en este caso parece fácil sentir que algo importante se ha perdido. O, al menos, aparece en el lector el deseo de que eventualmente Rowling publique una novela en la que cuente esta misma historia. En otras palabras, su mundo mágico tiene su mayor atractivo en los detalles (en su mera profusión, ya que no en su lógica rigurosa) y, por eso, quedará gusto a poco si extirpamos esa parte del producto final, salvo que lo hagamos muy bien, como pasa en las películas, quizá con la excepción de Harry Potter y la Orden del Fénix (2007, dirigida por David Yates), seguramente la que más se resintió de la traducción entre lenguajes y el pasaje de cientos de páginas -casi 900 en el original inglés, es la novela más extensa de la serie- poco más un par de horas -138 minutos, la segunda más breve de las adaptaciones al cine-.
Es interesante cómo Harry Potter y el legado maldito está pensado para su lectura en tanto libro (en oposición a su mera función relacionada con la puesta en escena); así, las didascalias trascienden, notoriamente, su función de indicaciones del dramaturgo a los intérpretes para la puesta en escena, y dialogan con nosotros, sin duda para hacernos la lectura más llevadera.
También vale la pena detenerse en un aspecto más de la obra. Buena parte de la trama involucra viajes en el tiempo y, entre las posibilidades existentes en ese terreno, asume la lógica de la serie de películas Volver al futuro, o sea que esos viajes (con los giratiempos que ya conocíamos, sólo que ahora con un poder amplificado, con desplazamientos que ya no son de algunas horas, sino de años o incluso de décadas) pueden alterar ciertos acontecimientos del pasado y determinar presentes alternativos. Esa unión de un tópico de la ciencia ficción con un contexto de fantasía funciona bien y parece plausible en el contexto del mundo mágico (además de que ofrece breves pantallazos de mundos tenebrosos que llegan a impactar al lector), por más que se la construya de modo ligero y esquemático y, si se la piensa bien, deje más interrogantes que respuestas (y, por supuesto, debatir este punto implicaría unos cuantos spoilers, así que es mejor dejarlo así).
Harry Potter y el legado maldito
De Jack Thorne, John Tiffany y JK Rowling. Salamandra, 333 páginas.