Que “nuestro” primer artista polifacético de peso, Juan Manuel Besnes e Irigoyen, haya nacido en el año del comienzo de la Revolución Francesa, en la lidiante España y, más precisamente, en San Sebastián tiene algo de sugestivo: la Historia -mejor dicho, su metódica representación- será uno de sus intereses principales, aunque trasladada al continente y a Montevideo, la ciudad a donde llegó cuando tenía 20 años. Ahora, el renovado Museo Histórico Nacional (MHN) -posiblemente el más acogedor que tenemos en la actualidad, luego de una reforma importante que revitaliza la morada colonial de Juan Antonio Lavalleja y une cálidos ambientes amueblados en forma refinada con el banano exuberante del patio- le dedica una generosa y merecida retrospectiva.

Esta muestra, mediante un conjunto numéricamente importante de piezas y un corte férreamente didáctico, quiere reposicionar en el mapa de la memoria nacional, para mejor, a esta figura curiosa y primigenia de las artes visuales uruguayas. La movida comenzó hace unos años, cuando los curadores Ernesto Beretta y Adriana Calvelli, también restauradores, revisaron las piezas de Besnes e Irigoyen, custodiadas en su mayoría en el mismo MHN y en la Biblioteca Nacional, y dio comienzo la restauración de varias obras, algunas de ellas gravemente dañadas, sobre todo los dos “Alfabetos”, que han necesitado también de la reconstrucción e inserción de fragmentos perdidos (tareas realizadas con gran pericia y siempre dejándolos reconocibles, vale decir, con afinados criterios museológicos).

Es realmente loable el esfuerzo, entonces: si bien, por varios motivos, nunca hubiera podido tener el calibre de “canónico” de un Blanes (quien lo retrató) -incluso por razones técnicas, ya que en definitiva nunca fue un pintor excepcional-, Besnes, siempre a medio camino entre la actitud lúcida del cronista diligente y los caprichos del cultivador de lo bizarro (en esto fue parecido a su coetáneo, en el campo literario, Francisco Acuña de Figueroa), produjo un repertorio visual de diversos acontecimientos y costumbres, correspondientes a décadas de las que escasean los documentos iconográficos.

Del Viejo al Nuevo Mundo

Luego de unos cuantos años de “silencio” desde su llegada al Río de la Plata, es en 1823 que estalla su figura: de ahí en adelante, mediante el matrimonio con la patricia Juana Josefa Zamudio y su actividad en la adorada asociación benéfica Hermandad de la Caridad (coincidente con su entrada en la masonería), la presencia pública de Besnes e Irigoyen será constante y estuvo casi siempre alejada de posibles problemas con el poder (algo nada fácil, ya que, por cierto, vivió uno de los momentos más turbulentos y cambiantes de la historia regional). El desfile de retratos de personalidades destacadas que produjo -casi siempre acuarelas, su medio favorito, mientras que el óleo aparece muy tímidamente- es notable por su cantidad y variedad, del mercante al político: en este sentido, el artista fue continuador de una tradición por lo menos renacentista.

Sin embargo, Besnes se diferencia de quienes hasta aquel entonces habían pintado a la clase dominante montevideana (por ejemplo, el italiano Cayetano Gallino o el francés Amadeo Gras): como sugirió Gabriel Peluffo hace años, el trabajo de este artista nacido en el País Vasco salta de la pompa académica de aquellos a una “tradición ‘a-docta’ gráfico-artesanal”, algo que vuelve a sus obras más vividas y para nada encorsetadas, aunque están siempre al borde de lo ingenuo.

Pese a esa frescura, resulta inevitable cierta repetición formal -el uso del perfil, por ejemplo, o de rasgos más bien caricaturescos-; empero, Besnes va confiriendo, conscientemente, un tipo de visibilidad descontracturada a una sociedad que, de otra forma, habría quedado sepultada en los textos históricos. Con el plus de salidas extravagantes, como el notable retrato/mapa de un tal Juan García, cuya cabeza se funde con un plano topográfico de Arroyo del Sauce de 1832, dibujado por Francisco Poinsignon. Que un tipo parecido de mapa “humanizado” tuviera una larga tradición en el Viejo Mundo deja aun más al descubierto algo bastante evidente en general: en Besnes siempre está presente un bagaje alegórico-formal europeo, pero empleado con algo de ligereza y obsesión metafórica (hasta el nonsense por acumulación: se le nota en la foto que le sacaron en 1865, año de su muerte, donde aparece con todos los instrumentos y objetos que pudieran, de alguna manera, resumir su biografía).

Por cierto, en sus imágenes ese bagaje europeo se acompaña perpetuamente por lo local, vale decir que no se trata de simbolismos meramente nostálgicos de su tierra natal, sino de la inserción programática, en lo americano, de una tradición cercana (durante el “sitio de Montevideo”, la mayoría de los 30.000 habitantes de la urbe eran españoles y franceses). Perfecto epítome de esta actitud es la pieza más asombrosa y proteínica de la exposición, el huevo de ñandú decorado con la representación de la República Oriental en una especie de concentrado de alegorías que cubre toda su superficie. La “tela” es la cáscara del producto de un ave autóctona -la naturaleza- y el contenido temático está marcado por el modelo europeo a importar (también en su encarnación más moderna, aparece una locomotora) -la cultura-: si la segunda parece predominar, es cierto también que sin la primera no podría sostenerse.

Fotorreportero sin cámara

El rigor del Besnes cronista también seduce: en las salas dedicadas a la historia se amontonan acuarelas acerca de los acontecimientos más dispares (con una predilección, al parecer, por los temas navales), entre ellos, la muerte de Bernabé Rivera, el mencionado “sitio” y el encallamiento del vapor Gorgon en 1844: vistas que permiten tener un cuadro “objetivo” de la escena, sin perderse en virtuosismos; ninguna perspectiva aérea, más bien claridad general y, a menudo (sobre todo en las piezas de sus célebres álbumes), didascalias que explican qué está pasando y cuándo, con precisión maníaca pero sabrosísima para el historiador. Y para el urbanista: hay también series significativas de panoramas de Montevideo y sus construcciones que pueden rivalizar, por detallismo, con Google Maps.

Por cierto, no sólo se trataba de un registro personal o pensado para sus admiradores: como los curadores destacaron palpablemente al reproducir, en sala, parte de su taller de litografía, uno de los primeros de Uruguay (con instrumentos y todo), Besnes trabajó mucho utilizando ese medio, y colaboró con varios periódicos de su época. De hecho, la técnica litográfica era la única que había aprendido formalmente, gracias al belga José Gielis, y en 1843 se le otorgó el cargo de “Litógrafo del Estado”. Su labor tuvo, por lo tanto, una difusión masiva entre sus contemporáneos, que fijó en el imaginario colectivo diversos snapshots del desarrollo oriental.

Luego de un paréntesis curatorial, en el que se subrayan las inquietudes del artista en cuanto a sus utensilios de trabajo y se presenta la reconstrucción de un invento besnesiano, una “máquina para sacar vistas” que es un gran trípode dotado de un vidrio cuadriculado, además de sus apuntes sobre el uso de cámara oscura (extrañamente, como bien destaca Beretta, Besnes no parece haberse acercado nunca a la fotografía propiamente dicha, incipiente en sus tiempos), se abre la sala que ilumina el campo en el que este artista fue realmente un fuera de serie: la caligrafía.

Apogeo del firulete

Importante en el siglo XIX, como el mismo Beretta ha demostrado en su libro Mucho más que buena letra (2011), la caligrafía fue fundamental en la construcción de un país/ Estado ejemplarmente civilizado, o civilmente ejemplar, y los mayores calígrafos uruguayos fueron figuras respetadísimas. La gran habilidad de Besnes con plumas, plumillas, tintas y letras ya se vislumbra en algún diploma exhibido al principio del recorrido -con verdaderos tours de force de variaciones de letras e intrincadas soluciones ornamentales-, pero las piezas más reveladoras se pueden ver al final: varias alegorías dedicadas a celebridades de su tiempo, donde lo que más llama la atención es la aplicación audaz de los rizos; y sobre todo los ciclópeos “Alfabetos” números 1 y 2, dibujados respectivamente en 1828 y 1829. Son imponentes en su ambición (declarada): lucir la mayor cantidad de ejemplos diferentes de letras que fuera posible en un espacio generoso pero finito (aproximadamente de 1,80 metros por 75 centímetros), con un fondo “arquitectónico” embrolladísimo pero “limpio”, todo con fuerte olor a horror vacui.

En ellos, y sobre todo en el número 2, se insertan otra vez figuras alegóricas, en una especie de grutesca, además de las letras para formar alfabetos completos y aforismos, empleando -como en el mismo dibujo se aclara- “350 variaciones de letras correspondientes a la colección de 1.200”, que repasan la historia de las formas de escribir, agregándole así un febril capítulo oriental. Es fenomenal, por ejemplo, su versión del alfabeto antropomorfo, que no desdeña figuras locales, variación gustosa de aquellos nacidos en el Medioevo y que tuvieron su cúspide en el Alfabeto in sogno de Giuseppe Maria Mitelli, publicado en 1683. Estas dos obras de Besnes, dedicadas a su esposa, llenas de datos biográficos (incluso un autorretrato) y de trabajo, de aparatos conceptuales e iconográficos europeos y nativos, son especímenes privilegiados de su actitud de artista, dividida entre positivismo y barroco, precisión e impaciencia, humildad y pretensión, amateurismo y profesionalidad, elementos que sentaron las bases del arte local.

Juan Manuel Besnes e Irigoyen inventó, escribió y dibujó

Curadores Ernesto Beretta y Adriana Calvelli. Museo Histórico Nacional (Rincón 437), de miércoles a domingos de 11.00 a 16.45.