Es bastante desatinado suponer que alguien “inventó” en cierto momento el rock and roll, pero si fuera preciso elegir a una sola persona, habría argumentos sólidos para que fuera Charles Edward Anderson Berry, muchísimo más conocido como Chuck Berry, quien falleció el sábado a los 90 años de edad, en su casa de Missouri, cerca de donde había nacido.

Berry fue una enorme influencia inicial para grupos como The Rolling Stones, The Beatles y The Beach Boys (y, por transitiva, para casi todo el rock que vino después). Irrumpió combinando elementos esenciales del género, más allá de lo rítmico y lo bailable: entre ellos, el protagonismo de la guitarra eléctrica, la expresión fuertemente individual de un músico que, además de tocar ese instrumento, cantaba sistemáticamente sus propias composiciones, el aporte de una presencia escénica espectacular y desafiante (vale la pena buscar en internet viejas filmaciones, en especial las que muestran el asombro y la fascinación del público), letras que iban más allá de los tópicos románticos y, por la suma de esos y otros factores, la representación cultural de una juventud que empezó a tener conciencia de sí y a manifestarla por oposición al mundo de sus mayores. Por eso John Lennon decía, como se ha reiterado en los obituarios, que “si hubiera que darle otro nombre al rock and roll, podría ser Chuck Berry”.

Hablamos de lo que fue identificado como rock and roll en Estados Unidos en los años 50, tras un largo proceso de diferenciación en el que numerosos artistas realizaron aportes decisivos, y no de la etiqueta “rock”, utilizada -desde los 60 hasta hoy- para referirse a una variedad mucho más amplia de creaciones musicales, que durante algunas décadas marcó rumbos para la cultura juvenil en el mundo anglosajón y su enorme área de influencia. Aquel rock and roll fue una cruza de formas afroestadounidenses, como el rhythm and blues -hijo a su vez del blues- y el boogie woogie, con una tradición de la música country cultivada sobre todo por blancos en el oeste de Estados Unidos, cuyas vastas raíces abarcan desde el folclore de las islas británicas hasta México. Y Berry se instaló a brillar precisamente en esa encrucijada. Su primera grabación y su primer éxito, “Maybellene” (1955), es básicamente una canción vaquera tocada como un rhythm and blues de ritmo marcado, con una narración muy bien construida que habla sobre autos y amores juveniles, y el tipo de intervenciones en guitarra -armonizadas y ya con un poco de distorsión- que se volverían la marca de fábrica del artista. Fue recibida con entusiasmo de los dos lados de las barreras racistas de la época, y no habría pasado lo mismo con “Wee Wee Hours”, el lado B de aquel disco simple, un blues poco memorable que Berry había pensado que sería el lado A: la idea de destacar “Maybellene” fue del productor Leonard Chess, dueño junto con su hermano Phil del legendario sello discográfico de Chicago que llevó su apellido, y resultó muy redituable.

(Al parecer, el éxito de aquella canción tuvo algo que ver con que al influyente disc jockey radial Alan Freed -el gran difusor del término “rock and roll”- se le adjudicó un crédito falso de coautor, que era un incentivo para que la difundiera porque la venta del disco le reportaba ganancias, pero no hay que atribuirle a esta anécdota un peso decisivo, ya que este tipo de “estímulos” a los disc jockeys -incluyendo el pago directo en efectivo, la llamada payola- eran moneda corriente hasta que se hicieron públicos).

De todos modos, y por más mestizos que fueran el repertorio y el público de Berry, este era indisimulablemente negro, y el lugar de “rey del rock and roll”, por el que podían competir con sobrados méritos él y varios otros afroestadounidenses, le fue adjudicado por la industria del entretenimiento a un blanco que cantaba cosas de negros: Elvis Presley, que tenía innegables virtudes, pero al que le queda grande el hecho de que, cuando el Rock and Roll Hall of Fame decidió honrar a Berry en 1986, las autoridades de esa institución hayan sostenido, con la intención de elogiarlo, que “después de Elvis Presley, sólo Chuck Berry tuvo más influencia en la formación y el desarrollo del rock and roll”.

Méritos y deméritos

Su faceta de letrista (uno de los talentos que marca una distancia importantísima entre él y un intérprete como Presley) es mucho menos conocida que la introducción de “Johnny B Goode”, pero no menos notable. Lejos de ser, como el personaje de esa canción, alguien que “nunca aprendió a leer o escribir demasiado bien”, Berry tenía un talento especial para la aliteración, el ritmo interno y la narración. Podía contar historias simples con una riqueza de lenguaje que nunca resultaba recargada (como en la metafórica “Maybellene” o “You Can't Catch Me”); o historias complejas con gran economía de recursos (como “Tulane”); o historias engañosas como la de “Memphis, Tennessee”, en la que nos hace creer que oímos a un hombre tratando de hablar por teléfono, sin éxito, con su novia, pero al final nos enteramos de que está separado y quiere comunicarse con su hija de seis años. Podía personificar a un sujeto social emergente que reclamaba espacio, como en “Rock and Roll Music” y “Roll Over Beethoven”, pero lo hacía con un tono liviano y humorístico que lo vacunaba contra la solemnidad y la arrogancia. Podía reivindicar la belleza de los negros en forma indirecta y con mucha cancha en “Brown-Eyed Handsome Man”, o, con la misma sutileza que muchos adultos pasaban por alto pero los involucrados entendían, el descontento de los jóvenes, en general (“Too Much Monkey Business”) o particularmente con la educación en “School Days”, donde la vida que vale la pena pasa por otra parte.

Sus biografías contienen datos contradictorios, a menudo aportados por él mismo. Se sabe que venía de una familia de clase media baja, y que antes de hacerse famoso estuvo en un reformatorio por robo, y trabajó como peluquero de mujeres y en una fábrica de autos. Sobre otros asuntos no era alguien especialmente inclinado a dar detalles, y sus razones tenía: luego de unos cuatro años en la cresta de la ola, con hits como “Rock and Roll Music”, “Sweet Little Sixteen” y “Johnny B Goode”, fue arrestado por cruzar fronteras estatales con una menor de edad sin permiso de sus padres, y volvió a la cárcel. Cuando salió, en 1964, estaba bastante amargado y tenía motivos: varias bandas de muchachos blancos estaban haciendo mucho dinero con sus canciones. Eso aumentó su prestigio, pero desde el punto de vista compositivo, luego de que fue liberado Berry no produjo nada sustancialmente nuevo. Así pasó el resto de los años 60, un período en el cual se valoraba especialmente el cambio acelerado hacia nuevos horizontes, y en los 70 ya estaba definitivamente instalado en el circuito de oldies. Tampoco lo ayudaron mucho su temperamento irascible (hay anécdotas muy conocidas sobre algún piñazo a colegas que lo admiraban), ni la decisión de maximizar ganancias prescindiendo de una banda estable: confiaba en que por todas partes había músicos locales que conocían sus canciones, y muy a menudo ni siquiera se molestaba en ensayar con ellos (ni en dirigirles la palabra); el resultado, en forma muy previsible, eran espectáculos bastante deslucidos y llenos de desinteligencias.

Pese a la veneración de varias generaciones de músicos, al consenso crítico sobre su importancia y a homenajes como el documental Hail! Hail! Rock 'n' Roll (1987, con la participación de pesos pesados como Keith Richards, Eric Clapton y Linda Ronstadt), su gran éxito de la segunda mitad del siglo XX fue “My Ding-A-Ling”, una especie de chiste verde escolar, y sus discos de larga duración no quedaron en el recuerdo, aunque incluso el último que grabó en estudio, Rock It (1979) es muy disfrutable. El 18 de octubre del año pasado, cuando cumplió 90, anunció que iba a grabar otro titulado Chuck, con sus hijos Charles e Ingrid (que, en los últimos años, lo acompañaban en presentaciones algo erráticas y penosas como la que realizó en Uruguay en 2013). Ese trabajo seguramente será editado en forma póstuma, con el atractivo publicitario adicional de la muerte reciente, pero no hace falta ser adivino para considerar muy poco probable que agregue puntos a una obra que ya estaba básicamente concluida hace más de medio siglo. Lo que sí puede pasar es que, con motivo del último puñado de canciones que el viejo Berry tenía guardadas, los críticos y el público tengan una excusa para redescubrir los enormes valores de esa obra. Eso siempre valdrá la pena.