El mexicano Juan Rulfo perteneció a un grupo de escritores que, en medio del boom de la literatura latinoamericana, y antes o después del ascenso a la condición de estrellas internacionales de autores como el peruano Mario Vargas Llosa, el colombiano Gabriel García Márquez y el también mexicano Carlos Fuentes, optaron por el silencio y el perfil bajo. El autor de Pedro Páramo (1955), nacido Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, desconfiaba de la profesionalización y la espectacularización de su oficio, al igual que nuestro compatriota Juan Carlos Onetti y que el peruano José María Arguedas. Cada uno de ellos lidió con la fama como pudo, y sus modos de ser y de enfrentar el mundo los convirtieron en leyendas vivientes. Rulfo no se suicidó como Arguedas ni se refugió en la cama por años como Onetti, pero mantuvo un gran misterio sobre su persona.

Entre los fantasmas, los silencios y las voces, el mexicano se impuso como uno de los grandes creadores que fundaron un verdadero -y, en su caso, polvoriento- mundo propio. O, como decía el argentino David Viñas, su obra puede entenderse como “el significado fundamental, más elaborado y conciso, de la polvareda de significantes que flota por encima de México”. A él le bastaron tres obras breves: una gran colección de 17 cuentos, El llano en llamas (1953); su novela breve El gallo de oro, que escribió de 1956 a 1958 pero recién se publicó en 1980, aunque antes ya había sido adaptada al cine por Arturo Ripstein y Roberto Gavaldón; y la ya mencionada Pedro Páramo, breve y maravillosa, que, a juicio de Gabriel García Márquez, era “si no la mejor, si no la más larga, si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana”, y que en su momento marcó el quiebre de la “novela revolucionaria”.

Eduardo Becerra, docente de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Autónoma de Madrid, señaló hace poco que “para Juan Rulfo siempre sobraban las palabras. Una vez, incluso, confesó que no tiró Pedro Páramo al fuego sólo porque se lo impidieron. Yo creo que, si por él fuera, habría dejado sólo las ocho primeras páginas”.

El 16 de mayo de este año se cumplirán 100 años del nacimiento de Rulfo, y para celebrarlo varias instituciones mexicanas y españolas han organizado numerosas actividades que se extenderán hasta fin de año, y que intentarán abarcar todas las facetas de este cuentista, novelista, fotógrafo y editor.

En paralelo a los actos, coloquios y exposiciones, la editorial argentina Eterna Cadencia editó un tomo con su obra reunida (que, cabe destacarlo, tiene en nuestro país el precio bastante accesible de 660 pesos), y la mexicana RM publicará 11 volúmenes que abarcarán no sólo su breve obra narrativa -con traducciones a lenguas nativas mexicanas como el náhuatl-, sino también una biografía a cargo del investigador Alberto Vidal, sus ensayos (que abordaron una amplia gama de temas, desde la arquitectura hasta la cuestión de los pueblos indígenas), estudios críticos y una compilación de sus trabajos como fotógrafo.

Un año después de la publicación de Pedro Páramo, Rulfo se sumó a un particular proyecto fotográfico, sobre la zona de los ferrocarriles al norte de la ciudad de México. El director de cine Roberto Gavaldón filmaba allí el cortometraje documental Terminal del Valle de México y la película La escondida, protagonizada por la popular actriz mexicana María Félix, e invitó a Rulfo a sumarse como fotógrafo. Más allá de su valor documental, los registros del artista retratan el conflicto entre la gran ciudad y un medio de transporte que había producido mutaciones en ella: calles repletas de autos cortadas por el paso del ferrocarril, cruces de vías, peatones, casas precarias que convivían con el paso de las máquinas, humos, mujeres con agua caliente para lavar la ropa. Parece que Rulfo, por medio de sus imágenes, hubiera logrado un retrato profundo de la capital de su país durante la década de 1940. Al ver las imágenes (en la página de la Universidad Nacional Autónoma de México -UNAM- se puede acceder a una selección), uno se da cuenta de que en ellas está presente la misma poesía que recorre el mundo de Pedro Páramo y El llano en llamas, esta vez concentrada en una serie de fotografías desoladoras.

Desde el año pasado, en los municipios de Jalisco donde Rulfo creció y desarrolló su obra, se está construyendo la primera ruta cultural del país, denominada El realismo mágico de Juan. Así es como se seguirán sus pasos literarios por Sayula, con el Centro Cultural El Páramo; en Tuxcacuesco, con el Complejo Cultural Juan Rulfo; y en San Gabriel, con el mirador Vine a Comala. Como dato curioso, este año se estrenará en Zúrich una ópera basada en Pedro Páramo. Cuesta imaginarse un Rulfo suizo, y mucho más una compatibilidad entre el lenguaje operístico y esa obra, pero dicen que lo que vale es la intención (como en el caso de otra ópera, española, titulada La ciudad de las mentiras y basada en cuatro relatos de Onetti, que tampoco es el escritor que uno más asocia con los brillos del bel canto).

De todos modos, Pedro Páramo se convirtió en una clave para comprender la vida en el desierto y las secuelas de las traiciones que vivió la revolución mexicana, sacudida por la contrarrevolución cristera y por la defección de algunos en sus propias filas. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, dice el protagonista, y más adelante agrega: “Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera [...]. Todavía antes me había dicho: -No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio”. Y nadie duda de que Rulfo sabía de lo que hablaba.