Geográficamente africana y políticamente europea, Lampedusa es el más insigne enclave de la crisis humanitaria de los últimos años. A medio camino entre Sicilia y la costa de Túnez, se convirtió en la principal puerta de entrada a Europa de cerca de 400.000 migrantes sirios, eritreos y nigerianos, una cifra que supera astronómicamente la de los 6.000 habitantes fijos de la isla, personas fundamentalmente dedicadas a la pesca y minoritariamente al turismo, sobre una porción de tierra árida y rocosa que apenas supera los 20 kilómetros cuadrados de extensión.

Sin embargo, en este juego de cifras, el principal número que parte los ojos es el de las 20.000 personas que se han ahogado en los últimos 20 años cuando intentaban llegar al continente europeo. Dolorosos videos han circulado en forma viral, y hay fotos ganadoras de premios al periodismo, testimonios y actos políticos, pero pese a todas las campañas de concientización y a los malabares diplomáticos, los cuerpos siguen siendo traídos por las olas, o descubiertos en esa especie de ataúdes flotantes que son las embarcaciones que quedan a la deriva en el mar Mediterráneo.

Es en este marco que el director Gianfranco Rosi (de origen eritreo) decidió retratar la crisis de Lampedusa, pero de una forma notoriamente diferente de la que se suele emplear en los medios de comunicación masiva. Afincado en un cine observacional (el que documenta sólo con las imágenes y los diálogos tal como están montados, sin subnarración oral ni escrita), Rosi se para con un pie del lado de la visión europea y con otro del lado de la crisis de los africanos que son rescatados/detenidos por las guardias costeras que rodean la isla. En este juego de oposiciones sigue, por un lado, a Samuel, de 12 años (un niño fascinante en su histrionismo y modismos de adulto: realmente, no podría encontrarse algo más italiano que él, y si no lo vemos actuando en una película de ficción en los próximos años el cine habrá fracasado rotundamente), a quien le dedica una paciencia cálida y minuciosa al dejar testimonio de cada una de sus ocurrencias o acciones. Por otro lado, se centra en las actividades de la guardia costera, representada con un enfoque mucho más impersonal, aun cuando se introducen en escena los náufragos a los que esta debe asistir.

En esto último radica uno de los mayores logros de Fuego en el mar. Casi en ningún momento vemos los rostros de los rescatistas, siempre ataviados con trajes especiales para prevenir cualquier enfermedad cuyo contagio pueda llegar, junto a los migrantes, en las malogradas y precarias embarcaciones. Así, vestidos con equipos que parecen de astronauta, se nos presentan como personajes más cercanos a alienígenas provenientes de una nave madre que a personas genuinamente afectadas por lo que ocurre a su alrededor. La mayoría de las veces que se filma a los gigantescos barcos rescatistas, se los registra de una forma en que dan la impresión de algo lejano y despoblado, casi como si funcionaran sin la intervención de seres humanos, sólo en contacto real con nuestra especie mediante la captación de mensajes en los que se pide auxilio, que llegan desde otras embarcaciones captadas por radar. Así, las naves de rescate se asemejan a grandes ballenas de acero que avanzan lentamente por el Mediterráneo, ajenas a las emociones y los dramas humanos (habría que destacar como precedente de este particular tratamiento el documental Leviatán -Lucien Castaing-Taylor y Véréna Parave, 2012-, en el que se registraba la actividad de un pesquero como si el barco fuera un organismo vivo, borroneándose la actividad de los hombres).

Fuego en el mar podría ceñirse a un discurso humanista, pero sólo pretende poner las imágenes para que el espectador decida. El tratamiento de los rescatistas hacia los náufragos (muchas veces deshidratados, y en no pocas ocasiones, muertos) es despersonalizado, pero no llega a ser cruel. Se ubica en un extraño espacio entre lo frío y lo atento, así como la naturaleza de su intervención, que consiste tanto en salvar a quienes fracasan en su intento de ingresar de forma irregular a Italia como en “regularizar” la situación de esas personas (lo cual, no pocas veces, significa encaminarlas a ser deportadas).

Quizá el terreno en el que parecen menos claras las decisiones estéticas y narrativas de la película es en lo referido a cómo son retratados los africanos (algo que puede ser más laxo en otros subgéneros documentales, pero que en el cine más observacional tiende a volverse un asunto de vida o muerte). En una primera instancia, el tratamiento del film parece asimilarlos al tono deshumanizado de los rescatistas, tomándolos como un flujo de cuerpos sin individualidad que funciona básicamente desde su posición de carga o sobrecarga de los barcos. Esto se muestra diáfanamente en una de las ominosas escenas finales del film, en la que se presenta, en contraposición con la cubierta de una embarcación, el interior colmado de cadáveres, cuerpos sin rostro ni historia que visualmente operan como un fondo oscuro y gigantesco debajo de la parte emergente de un iceberg. Sin embargo, en otros momentos el director se siente tentado a darles contexto a estos rostros, como en el registro de un partido de fútbol disputado sobre la cubierta de un barco, o en el pasaje más poderoso del film, cuando vemos el canto ritual de un grupo de nigerianos, que cuenta todo el derrotero de supervivencia: la persecución por parte de Estado Islámico, las cárceles de Libia, el propio naufragio del que fueron rescatados. Posiblemente sea una de las escenas y alegatos más poderosos que haya dado el cine documental (y el cine en general) en los últimos diez años, pero desde el punto de vista formal queda extrañamente encastrada con el resto de la película, aun cuando le da una vitalidad inusitada.

A esta idea de la deshumanización de los rescatistas y los rescatados se contrapone el retrato cercano y cálido de los habitantes de la zona, especialmente el de Samuel. En este punto, el film parece bastante claro: tal como relata la abuela de Samuel respecto de algunas imágenes de tiempos de guerra, la crisis humanitaria es como un fuego rojo que aparece flotando en el mar, allá, a lo lejos.

Hay una metáfora bélica que se continúa en la fascinación de Samuel por construir hondas, matar pájaros o disparar al aire con escopetas imaginarias. Sin embargo, la escena más representativa es la de su visita a un oftalmólogo (que guarda muchas similitudes con The Look of Silence -2014-, de Joshua Oppenheimer), que le receta para su ambliopía ponerse un parche en el ojo activo, a fin de empezar a entrenar al otro (con el que casi nunca suele ver). La metáfora parece estar clara: quizá es tiempo de que se deje de ver con ojos europeos los problemas de los africanos, para empezar a comprender la realidad desde otro punto de vista que, durante mucho tiempo, no se ha incorporado.

Fuego en el mar (Fuocoammare)

Dirigida por Gianfranco Rosi. Italia/ Francia, 2016. Con Samuele Pucillo y Pietro Bartolo. Cinemateca 18.