El anuncio, hace algo más de un año, de que se estaba produciendo una adaptación con actores de carne y hueso de la franquicia Ghost in the Shell fue bienvenido por los amantes del anime y el manga (es decir, del cine animado y el cómic japoneses). Ghost in the Shell es un manga de ciencia ficción cyberpunk creado por Masamune Shirow en 1989, que cuenta la historia de la mayor Motoko Kusanagi, una policía cuya consciencia es trasplantada a un cuerpo cibernético que le otorga habilidades excepcionales. Ese manga fue convertido en película en 1995 por Mamuru Oshii, y formó, junto con Akira (Katzushiro Otomo, 1988), la doble punta de lanza que popularizó en Occidente el anime japonés orientado al público adulto. Además, esos films son dos de los mayores exponentes de la estética cyberpunk, una corriente de la ciencia ficción que también tuvo su momento de gloria a fines de los años 80 y principios de los 90.
Ghost in the Shell tuvo varias secuelas animadas, y desde hacía años se hablaba de la posibilidad de que se la llevara al cine interpretada por actores. El proyecto demoró más de dos décadas en hacerse realidad, y llegó con una sorpresa que ha causado un gran revuelo previo: el rol del principal personaje, una militar japonesa, morocha y de rasgos asiáticos, sería interpretado por la rubia (teñida de negro para la ocasión) y completamente caucásica Scarlett Johannson, en lo que muchos consideran un caso flagrante de whitewashing, que en estos tiempos es considerado casi un crimen.
El fenómeno del whitewashing (blanqueo) en Hollywood es, básicamente, tan antiguo como la industria cinematográfica que uno relaciona con dicha localidad. Se trata de una costumbre heredada del teatro y el vodevil, donde actores blancos y de origen anglosajón solían interpretar -en forma muchas veces exagerada, estereotipada y grotesca, y otras veces en imitaciones respetuosas- a personajes de otras etnias, caracterizándose como negros (con el maquillaje conocido como blackface), asiáticos (yellowface), latinos o indios. Esa costumbre fue gradualmente percibida como racista, además de atentar contra la verosimilitud de los films y, a medida que los actores afroestadounidenses y de otras etnias se fueron abriendo paso en la industria cinematográfica, cayó en desuso, salvo en ocasiones en que dicha impostura era explícitamente reconocida como tal, es decir, con actores de una etnia interpretando a personajes que se hacen pasar por personas de otra etnia. Hoy en día, el blackface o el hacerse pasar por integrante de una etnia ajena es visto como un acto de discriminación, incluso en ámbitos tan inocentes y poco sospechosos de “apropiación” como las fiestas de disfraces, pero el whitewashing parece subsistir porfiadamente, y genera polémicas previas capaces de amenazar el desempeño de las películas en la taquilla.
Más que al puro racismo del que se suele acusar a los productores y directores cuando utilizan este recurso, el whitewashing se debe muchas veces a la simple comodidad de querer utilizar a las estrellas más taquilleras en todos los roles posibles -y a los actores les encantan los roles más distantes de su personalidad “real”, tanto en términos étnicos como de capacidades físico-psíquicas u orientaciones sexuales-, pero es por supuesto ofensivo para quienes lo ven como una acaparación de trabajos para los que otros actores tendrían mucho mejor physique du rôle. Pero más allá de los discursos en las entregas de premios Oscar, lo económico prima sobre lo ideológico, y lo cierto es que en los enormes y codiciados mercados asiáticos al público le encanta ver actores occidentales integrados en historias que originalmente se imaginaban con personajes asiáticos, de modo que, aunque las redes se llenen de protestas, no parece que la costumbre vaya a desaparecer. En cierta forma, el whitewashing, que parece haber recrudecido en los últimos años en obras ambientadas en el Lejano Oriente, es una forma de sinergia, aunque pueda ser percibido (correctamente, en muchos casos) como una forma de discriminación. Un buen ejemplo es la recientemente estrenada coproducción chino-estadounidense La gran muralla, dirigida por Zhang Yimou, el más famoso de los cineastas de China continental, que trata de un ámbito histórico estrictamente chino, pero tiene como héroe a un mercenario anglosajón (Matt Damon), que llega a salvar el día en lo que fue percibido en Occidente como un rol de superioridad físico-cultural (el héroe rubio que salva a las multitudes asiáticas), pero que no encontró esa resistencia en el gigantesco mercado chino, donde -lejos de las ardientes discusiones identitarias del ámbito cultural estadounidense- fue percibida simplemente como un film nacional con el atractivo extra de tener a una estrella internacional como protagonista.
En el caso de Ghost in the Shell, que se estrenará a fines de marzo, las protestas comenzaron apenas se supo de la elección de Johansson para el rol de la mayor Kusanagi -que ahora simplemente se llama “la Mayor”, para volver su identidad más universal-, pero recrudecieron cuando se conocieron los trailers, y la furia y los memes se multiplicaron en las redes. No es esta la opinión de Sam Yoshiba, director de la compañía dueña de los derechos de Ghost in the Shell, quien declaró: “Scarlett Johansson fue bien elegida. Ella tiene ese carisma cyberpunk. Y nosotros nunca habíamos imaginado en primer lugar que sería una actriz japonesa... Esta es una oportunidad de que una propiedad japonesa sea vista en todo el mundo”. Pero el crítico Pavan Shamdazi, de Asian Times, sostuvo en cambio que el problema no es sólo la actriz, sino que todos los elementos orientales, filosóficos o estéticos que impregnaban al manga original han sido diluidos en esta versión globalizada.
Para empeorar las cosas, y con esta polémica pendiente, la Paramount Pictures decidió lanzar una campaña viral llamada “Yo soy la Mayor”, en la cual se invitaba a los internautas a subir fotos propias autodefiniéndose, bajo la estética de la película y las frases de Johansson en el trailer (“yo soy cazada, yo estoy cazando, yo vengo por ellos, yo soy la Mayor”), con declaraciones de tipo “soy el (o la) mejor en tal o cual cosa”. Los ofendidos por el casting comenzaron a subir fotos de actrices japonesas con textos de “Yo debí haber sido elegida para el papel de Ghost in the Shell”, de Scarlett Johansson con la frase “Yo amo el feminismo blanco” o imágenes del personaje original con el texto “Yo soy la última víctima del whitewashing de Hollywood”. El resultado, que ha servido para reunir más de 100.000 firmas pidiendo que se vuelva a hacer el casting con una actriz japonesa en el papel, amenaza con volverse la mayor campaña -impulsada involuntariamente por la Paramount-, en contra del whitewashing en las películas estadounidenses, en lo que se ha vuelto un rebote divertido -pero intrínsecamente serio- de una de las costumbres residuales de una industria -la del cine estadounidense- que sueña con la globalización pero se niega a abandonar su etnocentrismo.