Los abuelos suelen ocupar ese incómodo intersticio que se da entre el hondo cariño que uno puede sentir hacia ellos y las insólitas y terribles cosas que pueden salir de sus bocas. Ante esto, uno suele recurrir a ciertos malabares para dejar en suspenso la crítica o la indignación, aduciendo diferencias de concepción traídas por cambios políticos y generacionales con los que ellos no se pudieron acompasar (y de los que posiblemente nosotros también seamos, cuando lleguemos a viejos, portavoces, víctimas y victimarios). Dos filos de una misma tijera, en la que se combinan valores y esa certeza tan amarga como liberadora de estar de vuelta y no tener que preocuparse por las consecuencias de lo que uno dice o hace.

Para la mayoría de nosotros, todo eso es un simple derrotero cotidiano. La documentalista chilena Maite Alberdi se zambulló de lleno en la cuestión, retratando a su abuela Teresa y sus amigas en una serie de reuniones vespertinas mensuales para tomar el té (en una merienda/cena que, en Chile, es “la once” del título). Lo peculiar es la constancia con que se mantuvo el ritual, desde el final del liceo y durante 60 años, con una dinámica infatigable, registrada en fotografías que dejan ver cómo el tiempo fue dejando sus marcas, a tal punto que a veces es imposible identificar quién era quién.

La película muestra algunas de esas fotos comentadas por Teresa y las filmaciones de Alberdi durante años de reuniones, pero en primera instancia lo que predomina es, más que una historia contada mediante sucesivas imágenes del grupo de amigas, la tensión inherente a cuál de ellas ya no estará en cuadro de una celebración a otra. La directora hace uso de unas elipsis discretísimas y dolorosas, en las que muchas veces la ausencia de alguien se hace notar por sí sola, sin necesidad de una referencia explícita a su muerte. Hay muchas maneras de dar forma a estas desapariciones, pero Alberdi acierta en representar a la muerte en el filo de esas elipsis. Son partidas sin tragedia, como la mayoría de los fallecimientos de octogenarios, pero con el dejo melancólico de un montajista que edita sin explicaciones ni concesiones.

La otra pata del film es el complejo juego de identificaciones y contraidentificaciones con las señoras y sus discursos, algo que Alberdi ya había logrado con creces en la excelente El salvavidas (2011), otro documental, donde el tratamiento de personalidades opuestas era tal que, por momentos, parecíamos encontrarnos en un formato más cercano a la ficción.

Salvo -por momentos- Teresa, ninguna de las mujeres se abstiene de exponer su conservadurismo sobre temas referentes al matrimonio, la fidelidad, el rol de la mujer o la homosexualidad. Alberdi no es inocente con respecto a esto, y en la sala de montaje le imprimió un particular énfasis al desfasaje de valores entre ellas y muchos de nosotros. Lo obtenido con esta forma de presentárnoslas es que la directora logre causarnos el efecto de suspensión de juicio que solemos tener hacia nuestros abuelos con unas señoras que, en otras circunstancias o con otro trabajo de dirección, podrían haber caído sin dificultad en el casillero de viejas fachas.

Quizás en ese cuidado hay ciertos momentos donde da la impresión de que la directora, en busca de no dinamitar su puente empático con las ancianas, evitó incluir algunos tópicos que muy probablemente se hayan deslizado en tales reuniones, por ejemplo la posición de algunas de ellas ante el pinochetismo (tomando especialmente en cuenta que dos de las señoras son o fueron esposas de militares). Quizás abriendo el abanico hacia estos temas se habría ganado en complejidad, pero con el costo de producir un quiebre en la matriz identificatoria de muchos de los espectadores. Para nosotros terminarían siendo sólo unas pitucas pinochetistas, y eso, paradójicamente, habría descomplejizado nuestra reacción ante ellas en el intento de complejizarlas. Como siempre, es difícil escribir sobre cine desde lo que hubiésemos querido que fuese.

Aun tomando en cuenta este cuidado, Alberdi muestra un excelente pulso al sondear el ridículo y la tristeza, una extraña habilidad que se da en sus primerísimos planos de lo que las señoras comen o preparan: por momentos, la proximidad de la cámara -rescatando texturas y consistencias- parece presentarnos un manjar, pero otras veces esa cercanía que amplifica, como una lupa o microscopio, le da a lo filmado un tono bituminoso y desagradable. Esta forma de filmar la comida se condice con la manera en que se captura a las señoras; hay una zona de límites difusos en la que se captan coqueterías (por ejemplo, sus labios pintados y repintados) y a veces también se ahonda en las cataratas, los pequeños derrames y la piel cuarteada.

Lo más fascinante de la película son dos instancias en las que Francisca, hija de Teresa con síndrome de Down, interpreta para las veteranas una canción con su flauta. La cámara no le dedica mucho más que un cuadro a la chica, deteniéndose más que nada en los rostros atentos de las espectadoras, y por esos rostros agrietados circulan un sinfín de emociones contradictorias. La ejecución de la chica es pobre, la escena es invadida por una sensación de ridículo, y en la cara de las señoras se puede ver una ligera incomodidad, entremezclada con la compasión, el interés, el entusiasmo, la camaradería y la tristeza, pero de a poco nos damos cuenta de que esa escena es algo más que una súbita irrupción, o una cristalización del temple de las comensales. La intromisión de la música aparece como un extraño momento de suspensión, un recurso que (pese a ser completamente diferente en lo estético) tiene un efecto similar al de los lejanos planos generales que Yasujirō Ozu intercalaba entre los encuadres estáticos de las intervenciones de sus personajes, como si introdujera un momento de respiro o meditación. Debido a los problemas de ejecución de Francisca, es difícil siquiera captar una melodía, pero la dislocación genera un extraño mantra que, de alguna manera, termina hablando de la vida de las ancianas: la flauta parece decir “la canción existe, las notas están escritas, pero en la ejecución lo que tenemos es esto”, algo similar a evaluar, desde la decrepitud, en qué terminamos convirtiéndonos -física y emocionalmente-, a partir de la escritura de lo que fuimos y esperábamos ser.

La once

De Maite Alberdi. Chile, 2014. Con María Teresa Muñoz y Ximena Calderón.