Dentro de su ofensiva en todos los campos para ser -si no lo es ya- el principal actor de la televisión mundial, desde hace unos años Netflix intenta convertirse en el canal dominante en el terreno de la comedia stand-up, en el que incursionó por primera vez en 2012 con un especial televisivo de Bill Burr, un comediante de mediana fama (y gran capacidad), que desde entonces se volvió uno de los grandes nombres del género. Antes se había limitado a distribuir filmaciones realizadas por otros canales, pero el stand-up era un género prácticamente monopolizado por HBO y Comedy Central. Este último se había convertido para el stand-up en algo similar a lo que fue MTV para la música en los años 80, un epicentro en el que no sólo una gran cantidad de humoristas podían emitir las grabaciones que quisieran de sus shows, sino que también producía series y programas de skteches protagonizados por ellos, sirviéndoles de plataforma para la diversificación de sus carreras. HBO, en cambio, aprovechó su prestigio y las enormes libertades temáticas y de lenguaje que ofrecía para producir especiales de la alta aristocracia de la comedia estadounidense, emitiendo clásicos como Delirious (1983), de Eddie Murphy; I'm Telling You for the Last Time (1999), de Jerry Seinfeld; Shameless (2003), de Louis CK; o el enorme, estremecedor, Life is Worth Losing It (2005), de George Carlin. De hecho, esos dos canales fueron los grandes responsables de la explosión popular del género a principios de este siglo y de su globalización, y una empresa con las ambiciones de Netflix no podía quedar fuera de eso.

Luego de aquel primer intento con Burr, Netflix -fiel a su costumbre actual de producir decenas de programas en forma un tanto indiscriminada- siguió estrenando especiales de stand-up de artistas más o menos conocidos, a ensayo y error, pero embocándola con más frecuencia de lo que pifiaba. Así, se fue convirtiendo en muy poco tiempo en una vidriera de lujo para comediantes en ascenso como Mike Birbiglia, Hannibal Buress o Frankie Boyle, logró grandes éxitos de crítica y público con figuras como Aziz Ansari -casi el mascarón de proa del canal en términos de comedia- o la genial Chelsea Peretti. En total, Netflix estrenó más de 60 unipersonales de stand-up en cinco años -una cifra demencial-, incluyendo humoristas no angloparlantes como Beppe Grillo, Felipe Neto, Dieter Nuhr o Gad Elmaleh. Prácticamente sacó de la cancha a la competencia, pero aún le faltaba contar con alguno de los grandes nombres de la comedia. Varios de los artistas que ya se pasaron a sus filas -el ya mencionado Ansari, Jeff Foxworthy, David Cross, Joe Rogan- son indudablemente populares y han crecido desde que sus especiales fueron emitidos por la cadena, pero esta no había conseguido un show propio -no de catálogo- de algún gigante como el físicamente diminuto Kevin Hart (el comediante más popular hoy en Estados Unidos), Louis CK, Sarah Silvermann o Chris Rock. Ahora eso se compensó con el estreno simultáneo del The Leather Special, un espectáculo producido para la cadena por la polémica pero exitosísima Amy Schumer, y con dos shows que marcaron el regreso de quien muchos consideran el mejor de los comediantes de stand-up de las últimas dos décadas, Dave Chappelle, quien por primera vez hace masivos los esquivos espectáculos que realiza desde desde hace tres años, bajo los títulos Deep in the Heart of Texas: Austin City Limits y The Age of Spin: Dave Chappelle Live at the Hollywood Palladium, filmados, respectivamente, en 2015 y 2016. Y el canal ya anuncia el cercano estreno de shows de otros colosos, como CK y Patton Oswalt.

Fueron dos grandes -y carísimas, por lo que se sabe- apuestas de Netflix, que causaron niveles similares de polémica y resultados diametralmente opuestos. Y, definitivamente, dos acontecimientos esenciales de un año -de una época, tal vez- en la que el stand-up y su capacidad para alborotar sensibilidades públicas van a ser cruciales.

Cuando no da el cuero

El ascenso de Amy Schumer y su conversión en la comediante femenina de stand-up más célebre de Estados Unidos -y una de las más populares en general- le llevó un buen tiempo, pero tuvo una súbita aceleración en los últimos tres años, en parte gracias al frecuentemente brillante programa de sketches que protagonizaba -Inside Amy Schumer-, y a una constante presencia en todo tipo de programas televisivos. Logró posicionarse como la principal representante de la comedia feminista, aunque en realidad lo que hace no suele tratar cuestiones de género, políticas o sociales, sino que se limita al shtik (palabra habitual entre los comediantes judíos para definir la característica distintiva de un humorista, o de un artista en general) de hacer humor sexual con una crudeza infrecuente -o incluso inédita- en la comedia femenina. Se puede argumentar que hay mujeres de su generación bastante más incisivas o creativas en el stand-up estadounidense -como la gran Maria Bamford o la conmovedora Tig Notaro-, pero Schumer demostró mucha osadía en la elaboración -mitad confesional, mitad caricaturesca- de su personaje escénico, tan promiscuo como desprejuiciado. Sin embargo, durante el conflictivo año pasado, la comediante -cuyo humor más bien simple y zafado la hizo muy popular entre la gente menos educada, acostumbrada al humor que aquí llamaríamos “verde” (y que en Estados Unidos se llama blue, azul)- no sólo expresó su apoyo a la candidatura de Hillary Clinton, sino que también hizo varios comentarios muy despectivos sobre los votantes de Donald Trump (decenas de los cuales abandonaron uno de sus espectáculos, luego de que ella se refirió en términos bastante ofensivos a su inteligencia), enfrentándose con una parte del público que la había hecho célebre y que la consideraba esencialmente ajena a lo partidario.

En este ambiente de resentimiento -que puede afectar a todos los artistas que asumieron una identificación política muy clara en las últimas elecciones-, Schumer presentó The Leather Special (el especial de cuero). El título alude a los (impresentables) enteritos de cuero en los que comediantes como Eddie Murphy y Andrew Dice Clay se enfundaron en los años 80 para hacer superpopulares shows de stand-up, y la propia Schumer hace el suyo metida en una prenda similar, muy poco favorecedora pero que da pie a varios chistes acerca de su estado físico. La elección de este atuendo es una referencia irónica a la obra de Murphy y Clay, caracterizada por su machismo, pero también un homenaje a esos comediantes, cuyo humor enfocado en lo sexual y lo físico puede considerarse precursor del de Schumer. Sobre todo, y como lo señaló la comediante, esta poco elegante indumentaria (que apuntaba a ser sexy y rockera) coincidió con la consagración definitiva de quienes la usaron, y Schumer confiaba en que ahora pasaría lo mismo, aunque el resultado fue muy distinto.

La comediante alega que, desde que se anunció su especial, numerosos trolls simpatizantes de Trump o simplemente misóginos decidieron boicotearlo, votando en masa en forma negativa dentro del sistema de valoración por estrellas que ofrecía Netflix para sus programas, y usando el espacio de comentarios para protestar por la mala calidad del programa y ridiculizar a la comediante. El hecho es que The Leather Special apenas promedió una estrella en la votación del público, y Netflix terminó eliminando ese sistema de evaluación (aunque negó que lo hubiera hecho debido a lo que pasó con el especial de Schumer), para volver al pulgar para arriba o para abajo. En todo caso, discutir sobre ese show se volvió un parteaguas -la tan mentada “grieta”- entre quienes se sentían representados o rechazados por el humor y la figura de Schumer. En ese campo de batalla mediático-ideológico, no quedaron muchas posibilidades de evaluar la auténtica calidad de The Leather Special. La crítica profesional fue bastante amable (aunque no totalmente entusiasta), pero eso pudo deberse a la simpatía hacia la carrera de la comediante (o la antipatía hacia sus detractores), porque lo cierto es que el especial es realmente malo.

La franqueza sexual algo autolesiva que caracterizaba a los shows de Schumer elevó la graduación de sus elementos chocantes. Hay un extenso segmento dedicado a su higiene íntima y ciertas características de sus genitales, que ya había explorado en su show para HBO de 2015, Amy Schumer Live at the Apollo, y que, al volverse previsible y poco novedoso, termina siendo simplemente grosero; hay una rutina sobre la consistencia y naturaleza del esperma que habría sido bastante desagradable en un show de Jorge Corona y que aquí es directamente grotesca. Toda una serie de recursos basados en la abyección del cuerpo propio o ajeno, que hace más flagrantes las limitaciones: cuando Schumer sale de este terreno, como en un pequeño discurso sobre el control de armas, la chatura y obviedad general son lo único notable de sus palabras. Prácticamente todo The Leather Special gira alrededor del físico y el sexo de la comediante, pero su capacidad para semihumillarse en vivo -que contrasta y entra en conflicto con su frecuente arrogancia- es sobre todo incómoda donde tendría que ser catártica o removedora, y el espectáculo termina siendo la pesadilla de cualquier público de stand-up: una exhibición íntima de alguien que actúa como si fuera muy graciosa y no lo es. Si a esto le sumamos alguna polémica sobre chistes robados (un pecado que se considera imperdonable en este género) y cierta saturación de la figura de Schumer -excesivamente expuesta en los dos últimos años-, se puede resumir a The Leather Special como un desastre del que le costará reponerse. Los actos de hostigamiento en su contra en la web son tan miserables y repulsivos como suele ser esta clase de campañas, pero el fracaso y la falta de simpatía de este especial no se debe a los trolls, sino que es entera responsabilidad de la comediante. Por suerte para Netflix, el de Schumer no fue el único especial humorístico con el que alborotó el avispero este marzo.

Para recuperar el título

Los dos especiales de Chappelle también motivaron resistencias y duras críticas, esta vez repartidas en medios de izquierda y de derecha, pero no hubo forma de dañar o siquiera opacar lo que es un regreso al mundo de la comedia similar a lo que fue el de Mohammed Alí al boxeo en 1974. Chappelle comenzó su carrera de comediante de stand-up en los años 90, y desde el principio se notó que era un superdotado. Coetáneo de Chris Rock y de Snoop Dogg, pertenecía a una generación de jóvenes negros inmersos simultáneamente en la cultura del hip hop y en los discos de comedia de Richard Pryor y Murphy; menos discursivo y arengador que Rock, irradiaba una particular autoridad callejera, que les daba gran credibilidad a sus relatos sobre pequeñas transas de drogas y escaramuzas con la Policía que, como en el mejor stand-up, no dependían del remate sino de la narración, en la que demostró ser un virtuoso, con un dominio de la voz absolutamente magistral. Pero a lo popular, inmediato y callejero de su humor le agregaba una gran claridad de argumentación, observadora y combativa, acerca de las relaciones raciales, y un amor por la cultura y el lenguaje que lo convertían en algo con lo que el mundo del stand-up había soñado desde hacía décadas: la combinación perfecta del estilo de sus dos mayores popes, Pryor y Carlin. Si a esto le sumamos una enorme capacidad para el humor físico, no extraña que Chappelle fuera considerado por muchos como el hombre más gracioso de Estados Unidos, lo que quedó plasmado en sus dos especiales de comedia de la década pasada -Killin' Them Softly (2000) y For What it's Worth (2004)-, así como en una serie de sketches, Chappelle's Show, que, sin convertirse en un fenómeno masivo, definió un modelo que seguirían humoristas como Key & Peele. Pero cuando parecía listo para conquistar el mundo, Dave Chappelle implosionó.

En 2005, en el apogeo de su fama y tras lograr un contrato astronómico con el canal Comedy Central, que le ofreció más de 50 millones de dólares por dos temporadas de Chappelle's Show, el comediante tuvo un extraño colapso anímico. Se retiró de los escenarios -y de Estados Unidos, ya que se fue por un tiempo a África-, expresando disgusto respecto de la comedia, de su público, de la televisión y de otros asuntos, a tal punto que se especuló mucho acerca de su salud física y mental. Paradójicamente, se volvió una especie de chiste para los medios (no para sus colegas, que le tienen un respeto casi religioso), que se preguntaban quién podía fumar tanta marihuana como para arruinar un contrato de 50 millones de dólares, pero la crisis de Chappelle era de origen existencial, no tóxico.

Desapareció de los escenarios, de las pantallas de cine y televisión y de todos los medios durante casi una década, y emergió sólo en un par de ocasiones para reclamar el récord del show de stand-up más largo: llegó a permanecer monologando en el escenario durante seis horas, en algo que no tenía mucho que ver con la comedia y que aumentó los rumores acerca del estado mental del humorista. Ese largo retiro de la escena pública hizo que el lugar de Chappelle como el comediante de stand-up más importante, o en todo caso el más promisorio, fuera ocupado por el reconvertido Louis CK, que en esos años revolucionó su show, asimilando el estilo de observaciones sociales, combativas y en permanente renovación de Carlin. O por el graciosísimo Kevin Hart, que desplazó no sólo a Chappelle sino también a Rock como el principal cómico de stand-up afroestadounidense, aunque sus desternillantes espectáculos fueran también amables y estuvieron exentos de controversia, algo que nunca le faltó al autor de Killin' them Softly.

En 2013, Chappelle (que vive con su familia en una aislada granja de Ohio) comenzó a presentarse con cierta frecuencia en los clubes de comedia de Los Ángeles y en otros centros urbanos, pero su nuevo material no se conoció masivamente, ya que el cómico es extremadamente celoso y vigilante en relación con las grabaciones piratas de sus shows. A fines del año pasado, se presentó como anfitrión en Saturday Night Live, donde fue recibido como si fuera un héroe resucitado y dio señales de estar en excelente forma, tanto en lo anímico como en lo humorístico. Era sólo cuestión de tiempo su regreso a la masividad, que llegó con el estreno simultáneo, la semana pasada, en Netflix, de este par de especiales, que recogen su repertorio de los dos últimos años.

La diferencia temporal entre las dos filmaciones es muy llamativa por los cambios físicos en Chappelle, aunque la diferencia indumentaria entre uno y otro show debe influir mucho, ya que el primero en orden cronológico, Deep in the Heart of Texas..., lo muestra musculoso y corpulento (el Chappelle más joven era flaquísimo), mientras que en The Age of Spin... aparece notoriamente más delgado. Pero también hay diferencias en el material humorístico; aunque las rutinas de Chappelle siempre fueron más bien atemporales, así como sus imitaciones y parodias, hay en Deep in the Heart of Texas... referencias de momento que ya suenan algo envejecidas, los chistes son un poco más duros y menos efectivos -para lo que es este hombre, aclaremos, cualquier otro comediante daría un riñón por uno de los momentos “menos efectivos” de Chappelle- y, frecuentemente sentado en el escenario, el comediante parece menos entusiasta y seguro que en el show posterior, en el que se lo nota con toda su confianza recuperada.

¿Qué tan buenos son entonces estos dos shows, casi una sobredosis de Chappelle luego de tanto silencio? Si se los compara con sus legendarios espectáculos de principios de la década pasada, tal vez no hay nada tan memorable como sus rutinas sobre la conveniencia de tener amigos blancos, o sobre la posibilidad de que la Policía lo confundiera con el ladrón que robó su propia casa, pero aquellas historias ya han pasado a ser clásicos atemporales del humor stand-up, y ejemplos de una concentración única, que no se repite en estos dos nuevos espectáculos. Pero aun si el ritmo es más irregular, la calidad sigue siendo impresionante, y su virulencia, chispa y valentía permanecen intactas.

Aunque las polémicas sobre el humor eran habituales cuando Chappelle se retiró de los escenarios hace más de diez años, el ámbito no se ha vuelto precisamente más tolerante hacia un humor transgresor como el suyo, pero es fascinante ver cómo el comediante hace esgrima con la infinita capacidad de los públicos actuales de indignarse ante un humor que en el fondo les interesa, aunque también les interese crucificar en redes y medios a los humoristas que no entienden o aprecian. Pero Chappelle no cae en el tentador juego del conflicto directo o de modificar sus rutinas para adecuarse a las susceptibilidades actuales, sino que simplemente hace lo que hace como si esa sensibilidad indignada no existiera. Esto no quiere decir que no sea consciente de su existencia: hay un trabajo casi experimental en términos de stand-up en el modo en que se acerca a figuras tan controvertidas como OJ Simpson o Bill Cosby, y subrepticiamente introduce, mediante el absurdo de las falsas oposiciones que tanto les gustan a los militantes, temas tabú para el humor actual, como la homosexualidad, el feminismo, la palabra nigger e incluso la violación, un tema sobre el que se ha debatido mucho si es posible tratar con humor, pero que en realidad nadie intenta siquiera tratar así. Es una muestra del talento de Chappelle que sea capaz de manejar estos asuntos no sólo con gracia, sino también abstrayéndolos de las convenciones de precaución a las que los comediantes tienen que adaptarse hoy en día, sin excusas ni eufemismos, dejando que los temas se justifiquen a sí mismos sin mayores explicaciones. Sería una ordinariez y un pecado descontextualizador resumir algunas de estas rutinas, pero hay que verlas para comprobar que, por ejemplo, una cosa es que un humorista imagine que un superhéroe gay es gracioso sólo por ser gay -como ocurrió, causando molestias, en un carnaval montevideano reciente-, y otra muy distinta es escuchar a Chappelle contar una historia imaginaria sobre un personaje similar.

Por supuesto, hubo gente a la que no le gustó, pero no sólo desde el puritanismo políticamente correcto. A unos cuantos conservadores de derecha no les cayeron nada bien las observaciones sobre prejuicios raciales que el comediante realiza constantemente. Pero al mismo tiempo, tanto de un lado como del otro, se ha coincidido en que el resultado es realmente gracioso y catártico. De hecho, en el mismo sistema de valoración por estrellas en el que Schumer había quedado tan mal parada, Chappelle consiguió la máxima aprobación de quienes vieron sus dos espectáculos. Tan sólo en The New Republic -un medio completamente de derecha pero simultáneamente cuidadoso en términos de corrección política- se comentó con sarcasmo que habría que explicarle al artista que ya no estamos en los años 80 o 90 (en alusión a las libertades que se toma con algunos temas), pero viendo estos especiales da la impresión de que Chappelle no sólo tiene eso bien claro, sino que además piensa que tampoco vivimos ya en 2015, cuando cualquier vigilante de las redes podía correr a los ponchazos a algún comediante inseguro, tan sólo porque no le había gustado su repertorio. Chappelle no era fácil de asustar antes de su crisis personal; evidentemente no lo es ahora, y basta con eso para que se vuelva obsoleta la timidez en la que había caído el stand-up en los últimos diez años, casualmente el período en el que estuvo ausente.

Cuando culmina The Age of Spin..., con una ovación final y un amague de despedida antes de que Chappelle cuente su última anécdota con OJ Simpson, que había dejado en el debe, uno tiene la impresión de que volvió el campeón y a los demás sólo les queda pelear por el segundo puesto.