Es curioso que en algunos círculos esta película se haya difundido como “de ciencia ficción”. Hay una dosis homeopática de ciencia ficción en ella, pero si la van a ver, no lo hagan por eso, porque se van a decepcionar. Concluida en 2015, la mayor parte de la acción se ubica en 2017; es, por lo tanto -levemente-, futurista. En ese futuro muy cercano, pesa sobre los personajes la inminencia de una guerra (quizá una guerra mundial), y las imágenes, que son realmente lo más espectacular del film, lidian con esa especie de “futurismo en el cotidiano” inaugurado en Alphaville (1965), de Jean-Luc Godard: hay muchos exteriores en un lugar llano cerca del mar, salpicado por construcciones inconclusas, estatuas monumentales del comunismo semidestruidas, un cielo constantemente nublado que a veces es gris y a veces lila, y unos puntos de luz amarilla o colorida. Los interiores son tomados a menudo de una manera extrañada: hay una secuencia en un ambiente enorme pero cerrado, y tardamos en darnos cuenta de que estamos ante una exposición de arte contemporáneo: de vez en cuando nos encontramos con algún objeto absurdo, y las personas caminan sin rumbo aparente, mirando alrededor, de modo que hasta que no entendemos el contexto su comportamiento es inexplicable, parecen todos medio locos.

Lo de 2017 obviamente evoca el centenario de la revolución rusa, y la película parece tener la intención de plantear una reflexión sobre el estado de la sociedad contemporánea, especialmente la de los pueblos alguna vez reunidos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Son siete episodios, todos ellos narrativos, pero todos abiertos en varios sentidos: ninguno propiamente concluye, ni en cuanto a la historia que narra ni en cuanto al sentido de esta. Están aparentemente desconectados entre sí, pero de pronto en los dos últimos volvemos a encontrar personajes de los episodios anteriores, y sus historias se prolongan (tampoco en estos casos van a concluir, simplemente se extienden un poco más, para desembocar en algo igualmente abierto).

Hay muchas características aquí del cine ruso posterior a Andréi Tarkovski: el clima es pesado, todos los personajes tienen expresiones tristes pero no llegan a exacerbar esa tristeza; van por el mundo con sus miradas perdidas, ensimismados, a veces hablan solos y enuncian algún lamento, hay prolongados silencios. A veces vemos al fondo a jóvenes que festejan, pero los personajes, aunque sean invitados a sumarse a la fiesta, nunca se conectan con ella. Los diálogos incluyen frases tipo “Nuestra ciudad es grande y confortable, pero nadie habla”, o “Algunas personas están genéticamente inclinadas a tener una visión complicada de la realidad”, pero esas ideas nunca se desarrollan ni reciben respuesta en una conversación congruente. Quizá algunas de esas frases perdidas pretendan tener un sentido irónico, como cuando una muchacha dice que las cifras deben haber sido exageradas, que nadie pondría a tanta gente en prisión por nada (aludiendo probablemente al estalinismo). Pero es una ironía tan polivalente que queda un poco a la defensiva: es posible que se esté llamando la atención sobre la enajenación del personaje que dice la frase, pero también que por medio de ella la película pretenda estar mostrando que ciertos datos son en efecto poco confiables, y también puede tratarse de una reflexión sobre las dificultades para acceder a la verdad. Hay, asimismo, versiones puramente visuales de ese tipo de posibles ironías, como cuando el personaje Valia se para de cabeza sobre la cabeza de una estatua de Lenin.

En medio de una conversación, alguien dice algo que no tiene nada que ver con esa conversación ni con nada que haya ocurrido antes (“¿Te conté que todas las noches veo explotar el sol en mi sueño? Extraño, ¿no?”), pero esa observación suelta nunca es registrada como algo extraño, y tampoco es retomada o desarrollada de modo que adquiera un significado más claro. Quizá esas frases sueltas tienen la intención de lucir poéticas, y la dinámica de los diálogos se propone evocar la incomunicación, o lo vano de pretender una comunicación que en realidad resulta imposible.

Otros dichos de los personajes se parecen más a reflexiones existenciales. Por ejemplo: “¿Quiénes somos nosotros? ¿Quién soy yo? Todo está entreverado. Pasado y futuro. Realidad y ficción”. O el pasaje en que alguien, mirando el vacío, lamenta: “Posmodernismo, modernización, globalización...” Y se pone a silbar la Marsellesa, antes de ocuparse de arreglar la moto de una amiga y dejar de lado la cuestión que lo había inquietado.

A veces todos esos recursos se mezclan, como cuando un arquitecto dice: “Mi trabajo consiste en poner bidés e inodoros uno al lado del otro”. Una señora le pregunta: “¿Qué es un bidé?” y, luego de una pausa, el arquitecto contesta: “No lo sé. No sé nada de nada. ¿Quiere venir a mi cumpleaños?”.

Al inicio de la película hay un momento perdido de humor, cuando un personaje es presentado a un grupo de ejecutivos japoneses y ellos se identifican como “Panasonic-Kurosawa-Harakiri-Sushi”. Pero las cosas no continúan por ese camino: todo lo demás son miradas perdidas, silencios, la inminencia de un vago colapso de todo por medios no totalmente explicados, y reflexiones melancólicas sobre un pasado que tampoco fue bueno.

A quienes no se dejen convencer por estos artificios y no conecten con ese desencanto existencial, o no se vean estimulados a desarrollar toda una serie de reflexiones sobre el mundo por esas escenas y diálogos, es decir, a quienes, como yo, asuman lisa y llanamente que están frente a un bodrio que no merece ni siquiera ser tildado de pretencioso, porque su única pretensión es lucir como algo que no sabe qué es, les queda el visual de Bajo nubes eléctricas para salvarlos del embole absoluto. Esta película fue la merecida ganadora del Oso de Plata a la fotografía en el Festival de Berlín: las composiciones son exquisitas, el juego de colores es muy particular, y hay unos movimientos laterales complejos en los que la cámara va revelando progresivamente aspectos de la situación (había alguien más al lado de un personaje, estábamos al lado de terrible monumento, pero no podíamos sospecharlo desde el otro ángulo) y que constituyen, para los ojos, un estímulo que no tiene parangón con ningún otro aspecto de la obra.

Bajo nubes eléctricas (Pod elektrícheskimi oblakami)

Dirigida por Alieksiey Guierman (hijo). Rusia / Ucrania / Polonia, 2015. Con Chulpán Jamátova, Louis Franck y Merab Ninidze. Cinemateca 18.