Un chiste un poco maligno, justito para quien mira el panorama artístico de hoy sospechosamente, y que escuché o leí (no recuerdo) por ahí hace un tiempo, preguntaba cómo es que pese a tantos curadores el arte contemporáneo sigue enfermo. Si ocurriera, como a veces ocurre y bien resumía Justiniano, nomina sunt consequentia rerum (los nombres son consecuencias de las cosas), podría resultar más gracioso. Sin embargo, los curadores en boga hoy ya no curan, y sólo heredaron el nombre de sus antecesores.(*) Hoy organizan, conceptualizan, bien o mal, según el caso. Empero, en un breve lapso se han vuelto, no sin polémicas, figuras medulares en el mundo del arte. Como pasa con otros roles de “nuestro” sector, Uruguay ha carecido de educación formal para convertirse en curador: no extraña, porque sí la hay para generar artistas, pero merma para todas las otras figuras del circuito plástico. Nada o casi nada, por lo menos hablando de algo “sólido”, para moldear críticos e historiadores del arte, connoisseurs, gestores de museos, etcétera. La noticia es que a partir de este año se abrirá un curso (privado) de “formación en curaduría”.

Ese curso -con una duración de dos años y que comenzará a impartirse en abril- está pensado como una “profundización de la relación entre la producción artística práctica y teórica y las potencialidades de esta en su contribución social y cultural”, y “abarcará todas las etapas inherentes al desarrollo de proyectos curatoriales” según la curadora y crítica Verónica Cordeiro, que será su única docente (aunque habrá visitas, presenciales y virtuales, de otros curadores nacionales y extranjeros). Para seguir (y acabar) con los datos, remito a la cuenta de Facebook Curar en contexto -ese es el título-, donde se puede acceder a más información.

El programa tiene una prometedora carga horaria, con un macizo total de casi 350 horas entre teoría y práctica; su descripción subraya un elemento que, dada la controvertida posición que el curador ha cubierto últimamente y que repasaré brevemente aquí, no está nada mal destacar: Cordeiro dice, terminando de ilustrar su criatura, que quiere formar “profesionales sensibles y comprometidos, con un sentido ético y responsable en su contribución al trabajo cultural”.

Al estrellato en medio siglo

Volvamos un poco al principio de la nota y simplifiquemos atrozmente: hasta el alba del siglo pasado los curadores eran básicamente los responsables de la conservación y gestión interna de las obras pertenecientes a instituciones para las que trabajaban (curar, por ende, era un verbo adherentísimo a su tarea). Pero de a poco -tal vez Alfred H Barr, al frente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, estuvo entre los primeros responsables de la transformación- el “curar” se ha vuelto una actividad que toma atribuciones cada vez más creativas, en detrimento de la posición didáctica que había prevalecido antes, y que genera, por supuesto, nuevos patrones en la edificación de cánones. Con la sacudida histórica de los años 60, también en el mundo del trabajo del arte la cuestión se ha complicado ulteriormente, debido a la aparición de curadores independientes, vale decir, desvinculados de los museos, libres fundamentalmente de “curar” acá y allá, también obras que todavía no pertenecían a ninguna colección.

Como siempre, es arduo establecer un momento preciso de real quiebre, aunque por lo general se considera fundamental la muestra que el suizo Harald Szeemann montó en 1969 en Berna, Live in your Head. When Attitudes Become Form (Vive [o “en vivo”, o “vivir”] en tu cabeza. Cuando las actitudes se vuelven forma), que reunía a la crema de la crema de la vanguardia europea y estadounidense, pero con un corte personalísimo que incluyó la publicación del diario del curador, quien pasaba así a tener el mismo peso (o uno mayor) que los artistas. De ahí en adelante, siempre pensando en el circuito mayor (vale decir, donde el Dinero con d mayúscula fluye), hubo toda una ascensión del rol, una “rockstarización” de esta figura, no sin fricciones con los mismos artistas por choques de egos, y, por lo menos desde los años 90, la creación de verdaderos “sellos” curatoriales que garantizan controversias (y, en general, ganancias), por ejemplo en las bienales. Esto ha incluido casos descomunales que trascendieron las revistas especializadas, logrando shockear al gran público, como cuando el italiano Germano Celant fue remunerado con 750.000 euros para que curara Arts & Foods en el marco de la Expo de Milán 2015 (aunque al final parece que a él “sólo” le dieron 200.000), provocando una catarata de quejas.

Es cierto que el peso de los curadores, y el propio concepto de la curaduría (mayoritariamente de lo contemporáneo) como marca, con excepciones, se insertó perfectamente en la explotación hipercapitalista del arte, a menudo presentando, casi perversamente, ideas y figuras integradísimas como si fueran apocalípticas. No es nada casual, entonces, que en de la última lista de las 100 personalidades más poderosas del universo artístico global, publicada en ArtReview, las primeras dos posiciones las ocupen curadores: Hans Ulrich Obrist (otro suizo) -el más famoso de todos- y el polaco Adam Szymczyk, ahora directores artísticos, respectivamente, de la galería Serpentine de Londres y de la última documenta alemana (huelga decir que, a nivel numérico, rige desvergonzadamente, también en este rubro, una preponderancia masculina).

Curarse en salud

Es inmensamente difícil y un poco pueril generalizar, pero existe el peligro señalado por el crítico canadiense David Balzer en su libro de 2014, Curationism: una especie de manía curatorial de nuestra época que invade todos los campos (hay aparentemente hasta menús de fast food “curados”), que funcionaría como elemento clave para la incrustación del arte en la mera especulación financiera de la era “digital y conexa”. Sin embargo, la curaduría es un universo enorme, y el posicionamiento geopolítico desde donde se ejerce transfigura, por supuesto, problemáticas y condiciones. El curador, esa figura anfibológica, siempre con una pata en la creatividad (el día a día con las obras y con los artistas, muertos o vivos) y otra en la burocracia (la negociación con las instituciones: en este sentido el término español de “comisario”,* con su eco policial, rinde más) se declina entonces de mil maneras y con posturas incluso opuestas. Y con la disyuntiva, ya tan debatida en otras áreas (la literatura, el cine), entre quienes “hacen sentir” la mano curatorial y quienes quieren que pase inadvertida, en aras de lo expuesto. Finalmente, que Curar en contexto, desde el arranque, se preocupe de la ética es, sin duda, muy saludable.

(*) La Real Academia Española prescribe, sin mucho acatamiento en América Latina, el uso de ese término, y ni siquiera registra en su diccionario que “curador” pueda significar lo que aquí significa.