Claro que es espantoso que vayas en auto con tu marido, padre de tus hijos, y que de pronto su cabeza explote a pocos centímetros de la tuya, y que su muerte violenta y repentina signifique no sólo que perdiste un ser querido, quedando viuda y madre sola, sino que además te tenés que buscar otro lugar para vivir en pocos días y cambiar de ocupación (“ocupación” en este caso son las tareas de primera dama). Es un buen disparador para una película dramática, triste. Pero el tratamiento de Jackie es más que eso: toda la película elabora el dolor, explora pesadillas traumáticas y morbosas. La música camerística de Mica Levi es muy bonita y original, pero suena casi todo el tiempo con su espíritu homogéneamente grave, luctuoso. Incluso tiene un pasaje (ese con la melodía de flauta) que está claramente inspirado en uno de los temas que hizo Hanns Eisler para Noche y niebla (1955), el terrible documental de Alain Resnais sobre los campos de concentración nazis. Es decir, parece encarar el trauma de Jacqueline Kennedy y las decisiones que tiene que tomar en los días siguientes al asesinato de su esposo, John F Kennedy, como si implicaran uno de los dolores extremos de la condición humana. Y claro que no lo son.

No le deseo a nadie lo que le pasó a ella el 22 de noviembre de 1963, pero no es peor que, ponele, la situación del protagonista de Manchester junto al mar -que tiene un tratamiento comparativamente austero-, o la de una anónima mujer pobre cuyo marido fue linchado por el Ku Klux Klan. Es decir, si el destino me impusiera elegir, sí o sí, a una persona para que le tocara pasar por esa situación, pensando en términos estrictamente personales y haciendo el cálculo del menor dolor posible frente a la situación, creo que elegiría a Jackie Kennedy o a alguien como ella: una tipa rica, mimada, joven, bonita, que no llevaba una vida conyugal especialmente feliz, que sólo tuvo que disponer los lineamientos de un entierro complejo pero pagado con fondos ajenos -y con el apoyo de miles de personas diligentemente encargadas de cuanto detalle hubiera que tener en cuenta-, y que tenía el atractivo suficiente como para casarse cinco años después con uno de los hombres más ricos del planeta.

Por supuesto que el caso de Jackie Kennedy es interesante para tratarlo en una película: fue una figura pública, hubo razones de Estado involucradas en sus decisiones, genera mayor curiosidad a priori que el de una persona ficticia o menos conocida. Pero esta exploración solemne y mórbida del dolor parece partir de la asunción inconsciente de que las reinas sufren más que el común de la gente, que heredamos de la tragedia griega, pasando por la ópera barroca y plasmada en tiempos más recientes en la expresión drama queen. Esa asunción ha tendido a abaratarse en las revistas de chismes, que buscan que nos apiademos porque tal estrella de televisión fue engañada por su novio, pero sigue viva en su costado “noble” en Estados Unidos, quizá el país del mundo que más consistentemente otorga un estatuto heroico, sobrehumano, a sus jefes de gobierno, lo cual propicia proyectar la noción de que una “gran persona” tiene sentimientos más intensos y más merecedores de piedad que el resto de la gente. El artificio de atribuir ese sentido trágico al dolor de Jackie induce, por medio de una trampa lógica de falsa bicondicionalidad, a que tendamos a sentirla como una reina en un nivel metafórico. Lo de “reina”, aunque suena poco democrático, se aplica especialmente a ella, que fue quien lanzó, en la entrevista que le dio a la revista Life dos semanas después del asesinato, la metáfora del gobierno de Kennedy como Camelot -la corte del rey Arturo-. La expresión sigue vigente hasta hoy y la película insiste en ella. En una exageración aun más extravagante, hay incluso un cura que le dice a Jackie que fue elegida para que las obras de Dios pudieran revelarse en ella, y la frase gana peso porque el cura está interpretado por el gran John Hurt, con toda su nobleza.

Para reforzar ese proceso, los productores llamaron para dirigir el proyecto al director chileno Pablo Larraín, en el momento en que se expandía su fama internacional. Larraín hace “cine de arte”, sus películas no suelen tener un formato muy clásico, su nombre y el tratamiento que da a la historia pueden aumentar el prestigio de la producción, y lograr que se tome a este film más en serio que, por ejemplo, a La dama de hierro (Phyllida Lloyd, 2012). El guion está lleno de guiños “filosóficos” y frases pomposas como “Hombres comunes luchando por un mundo mejor”, o de preguntas tipo “¿Qué es real? ¿qué es actuación?”, o si el Dios omnipresente también estaba “en la bala que mató a Jack”.

No es una biopic, en el sentido de que no pretende cubrir toda la vida de Jacqueline Bouvier. Su temporalidad está comprendida entre dos entrevistas: el especial televisivo A Tour of the White House with Mrs John F. Kennedy, aquí fechado como de 1961, y la ya mencionada para la revista Life (de fines de 1963). La primera fue en verdad de 1962, y quizá se haya corrido la fecha deliberadamente para justificar un sentido de evolución, desde la muchacha tímida de aquel especial, que hacía lo que le decían que hiciera, a la figura segura de sí misma, corajuda y decidida a imponer su voluntad que aparece en la entrevista de 1963, y que parece haber sido curtida por la tragedia y por el peso de las responsabilidades que tuvo que asumir en la coordinación de las ceremonias fúnebres. (Aunque no aporta nada al comentario sobre Jackie, no resisto a la tentación de observar que A Tour of the White House fue dirigida por Franklin Schaffner, quien seis años después haría El planeta de los simios).

Además del período cubierto, se exagera (o más bien se inventa) la evolución personal de la protagonista en ese período, el arco de desarrollo del personaje. A pesar de que Natalie Portman hizo un trabajo virtuosístico de emulación del acento, la colocación de la voz y la gestualidad de Jackie (y todo un equipo se esforzó por reproducir peinados, maquillaje y vestidos), es notorio, especialmente en las tomas de la imitación ficcional de A Tour of the White House, que al personaje de esta película lo sobrecargaron de inseguridades, momentos introspectivos, miradas a la secretaria que sugiere piques o a la marca en el lugar al que está pautado que se dirija, y en general de un aire de inocencia que hace pensar en una niña, simultáneamente nerviosa y orgullosa, leyendo un poema en la fiesta de fin de año en la escuela. No hay nada de eso en el programa real con la Jacqueline Kennedy verdadera, que se puede ver en Youtube. Si Jackie Kennedy hubiera tenido ese aire infantil e inseguro, no habría podido ser el ideal de ama de casa para toda la civilización occidental en el período previo a The Beatles. Una ama de casa ideal suave y subordinada a su marido, pero que usufructuaba una cuota de poder en el ámbito doméstico que la ocupaba, donde debía mostrar autoridad y firmeza (y tanto mejor si lo hacía con elegancia y recatada femineidad). Dicen que Jacqueline Kennedy tenía esas dos facetas: en público aparecía delicada y aparentemente sumisa, pero en privado, según testigos, podía ser autoritaria y decidida. La película amplía el contraste a niveles que bordean el trastorno psiquiátrico.

La mayoría de las imágenes aplican un curioso criterio: aunque la acción sea relativamente estática y esté tomada de cerca, la cámara se balancea todo el tiempo alrededor de los personajes. Los primeros planos usan un gran angular exagerado, un poquito deformante. Estos rasgos de estilo, sumados a la música, al montaje fragmentado y a la cronología entreverada, contribuyen a una sensación constante de zarandeo, de mareo o de ensueño, porque nunca hay firmeza.

En la entrevista de Jackie con Life, ella explicita verbalmente sus recuerdos y sentimientos, y muchas veces la imagen corta para que veamos las escenas que su voz sigue comentando. Eso propicia una identificación del público con el reportero: Jackie le habla, nosotros escuchamos lo mismo que él, y la recreación de esos diálogos con el periodista tiene un estilo de filmación más objetivo, con la cámara menos volátil. Así se da pie al artificio medio burdo de poner en el reportero la reacción con la que nos deberíamos identificar, la moraleja de la película. Al inicio, lo vemos medio escéptico y en una postura de superioridad, pero pronto la decisión y solidez de Jackie lo empiezan a desarmar, y al final no puede contener expresiones de admiración. Lo que hizo Jackie, según él (y, con él, según la película) fue obrar como una madre para un país traumatizado, favorecer las ceremonias que permitieron procesar y canalizar ese dolor, y (tanto en los arriesgados ritos fúnebres como, antes, cuando reformó la Casa Blanca) percibir la necesidad de que hubiera símbolos de integración, permanencia, dignidad y magnificencia, para que la gente pudiera compenetrarse con la idea de seguir desarrollando ese gran país.

Hay también un marcado morbo en la película: alusiones verbales al ruido de la bala cuando atravesó el cráneo del presidente, los sesos desperdigados en el capó y en la frente de Jackie, su vestido rosado manchado de sangre, y la reserva para el final de la representación explícita del impacto de la tercera bala, con todo su gore. Eso funciona de forma compleja en múltiples planos: es el contrapunto dialéctico de la magnificencia aludida en otras partes, y un marcador más de la obra como una película adulta que encara el dolor de frente y sin circunloquios; contribuye a acercar el sufrimiento de los Kennedy al estatuto de martirio, y regala a los espectadores los procesos perversos que acercan la idolatría a la curiosidad casi pornográfica sobre detalles íntimos de las figuras con poder (piénsese en las descripciones detalladas de Monica Lewinsky acerca de sus relaciones con el siguiente presidente carilindo, también del Partido Demócrata).

Es medio raro ver a Larraín, un director chileno de izquierda, totalmente consciente del papel nefasto de Estados Unidos en el apoyo a una dictadura en su país, prestándose a ser el catalizador de una obra acrítica, que potencia símbolos patrióticos de grandeza estadounidense. Ojalá que haya sido sólo un breve acto de hipocresía, a fin de ganarse un lugar y de obtener recursos para hacer otro tipo de cosas.

Jackie

Dirigida por Pablo Larraín. Chile/Francia/Estados Unidos, 2016. Con Natalie Portman, Peter Sarsgaard y Greta Gerwig. Se estrena hoy.