Dejo en claro desde el principio los (relativamente caprichosos) elementos que me impulsaron a juntar dos exposiciones que, teóricamente, no tienen nada que ver entre sí: comparten el segundo piso del Museo Nacional de Artes Visuales y la curadora, Alicia Haber, pero sobre todo son caras de un mismo universo, el de lo “sartorial” y la voluntad de escenificar algo ominoso (aun en el sentido freudiano), perturbador. Máximamente, ejemplifican maneras de hacerlo casi antitéticas, pero ambas eficaces a la postre.

Por un lado, tenemos una parca retrospectiva del trabajo en las dos últimas décadas de Gerardo Goldwasser: Vaivén. A diferencia de la muestra Repeat-me (de 2010, en el Blanes), aquí la raíz de la entera acción estética goldwasseriana se explicita ya desde el texto en la pared: su abuelo, judío, fue sastre y cautivo en el campo de concentración nazi de Buchenwald (al que sobrevivió gracias a su profesión); su padre y su tío también fueron sastres.

La sala, aprestada en estilo minimal, casi vacía, se llena, por ende y enseguida, del trauma insanable: Goldwasser parece cimentarse en una especie de batalla entre un autobiografismo desbordante, que tiene que lidiar con lo indecible de su historia familiar, y la necesidad de contenerlo formalmente, eludiendo a toda costa la espectacularización, pero diciéndolo. Racionalidad, limpieza, despojo son sus palabras clave. Retoma los instrumentos de trabajo de sus ancestros y los priva de su funcionalidad y del color (preside un duro blanco y negro, interrumpido sólo por el beige de la madera cruda en aisladas ocasiones), otorgándoles nuevos sentidos. Los moldes de sastre -elegidos entre los que se manejaban en el negocio familiar- se vuelven patrones entreverados para crear monocromos blancos y abstractos sobre papel, movimientos “gofrados” y silenciosos (el silencio es invocado tanto por Haber como por Verónica Cordeiro en los textos del catálogo, y su retórica es, en Vaivén, ruidosísima).

Las piezas flirtean, tímidas pero elocuentes, en algunos casos con las sombras de los mínimos relieves opacos (Marcados, 2016-2017) y en otros con los reflejos del PVC (Brillantes, 2017). En Medidas rígidas (2014) se reducen a una barra de madera dividida en repetidas medidas estándar, pero mudas, insolventes. La reiteración no sólo es uno de los recursos más utilizados, sino tal vez la tónica general. Se halla en las pisadas de la escalera empotrada en la pared de La trepadora (1999), en las 85 mangas militares, izquierdas y derechas, de Guiño (2010), clavadas precariamente con alfileres (que pierden quizá un poco de su fuerza por la calidad del fieltro utilizado). Pero no estamos, por suerte, dentro del recinto fumoso de la repetición como transgresión de Gilles Deleuze; en cambio, la insistencia hace erupcionar la función dialéctica -los individuos que forman inexorablemente un colectivo- y sus tragedias -la predominancia de una masa sobre otra, la reducción a número de la singularidad-, sin apelar a efectos fáciles. Incluso la presencia de la figura humana -siete fotos de, parece, “pruebas” de medición, que cortan la cabeza del modelo a la altura de los ojos, negándolos (El saludo, 2000-2017)- logra no distraer de la inquietante rarefacción del conjunto. Círculo (2016) tal vez sea la pieza que resume mejor esta representación de la irrepresentabilidad del espectro histórico, declinado al singular (el singular Goldwasser): un elemento banal (un burlete relleno de arena) repetido hasta formar la línea discontinua, en el piso, de un círculo de ocho metros de diámetro, espacio casi imperceptible de “concentración”, en el que entrar y salir es aterradoramente fácil.

Al minimalismo, la sobriedad y el laconismo de Goldwasser, Olga Bettas parece contraponer una instalación que acumula desaforadamente misterio, oscuridad y lobreguez. El espacio abierto de Vaivén, con su blanco y sus luces que encandilan, es sustituido, en la retina del espectador, por el corredor tenebroso y un poco claustrofóbico de Molinos de viento. El gran fondo rojo carmín (entre lo cardenalicio y lo sanguíneo) de las paredes, y la oscuridad interrumpida por faros que iluminan dramáticamente las esculturas, trasudan pathos, quizá, incluso, de forma excesivamente mecánica. Ahí reaparece el medio textil como forma de creación, pero saltan los patrones, la simetría, la severidad, incluso la bidimensionalidad de la tela, y detona el modus operandi de Bettas, que confecciona una suerte de bultos disformes. En un par de casos -las largas criaturas en los “extremos” de la muestra-, aún retienen fragmentos antropomorfos; en otros, se constriñen, se aglutinan, se hinchan y se doblan hasta convertirse en pura teratología. Con sabio uso de los colores, las texturas y una veta metatextual -las puntadas casi siempre a la vista-, las encarnaciones más inquietantes de Bettas aprovechan el elemento sexual en forma muy persuasiva. La primera pieza, una especie de vulva que cuelga del techo, es la perfecta introducción a esta galería de enigmáticos prodigios (raíz etimológica de “monstruo”), y rememora la potente serie Nidos que ocultan secretos de la artista, exhibida hace diez años. La conexión básica entre repulsión y deseo se condensa rotundamente en el “racimo” de senos que podría funcionar como un juguete perverso y que cita, en un solo golpe, a Hans Bellmer (casi literalmente), a Louise Bourgeois y, naturalmente, a Artemisa de Éfeso. Haber menciona un posible bestiario contemporáneo (basado libremente en la obra de Marosa di Giorgio): reflexión sugestiva. Empero, contrariamente a los medievales, el bestiario de Bettas no es acompañado por explicaciones escritas de lo representado, y ni siquiera incluye títulos (salvo el genérico “instalación”): queda indeterminado. Aquí lo inquietante, con sus contradicciones, no es identificado y ubicado: sorbe gozoso de lo inconsciente. Y estamos, como en Vaivén, dentro de abismos difíciles de verbalizar, que es forzoso atravesar.

Muestras

Vaivén, de Gerardo Goldwasser; hasta el 23 de abril. Molinos de viento, de Olga Bettas; hasta el 7 de mayo. Ambas curadas por Alicia Haber, en el Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283).