“Muitos queriam ir para Miami. Eu quero ir para o Uruguai”, escribió el año pasado en una columna para O Globo. Con el paso del tiempo, el autor se ha convertido en una referencia constante entre los teatreros uruguayos, desde que dirigió seis puestas épicas en los años 80 y 90. En aquella época, mientras el teatro se reposicionaba luego de la censura y la represión, Aderbal Freire Filho sacudió el tembladeral escénico con un audaz énfasis en el cuerpo del actor. Por eso, muchos recuerdan sus trabajos en la Comedia Nacional o El Galpón: tantos años después, Jorge Bolani mantiene la sorpresa cuando evoca su capacidad de riesgo, y se emociona al revivir el último trabajo de Bebe Cerminara (Luces de bohemia, 1999), donde, en un gesto premonitorio, se despedía del público desde un ataúd. A Aderbal lo impactó tanto la noticia, que decidió volver a poner la obra con actores brasileños, manteniendo la música de Coriún Aharonián y la escenografía de Osvaldo Reyno.

El dramaturgo Sergio Blanco, que fue su asistente en Las fenicias (1995) y Molière (1998), dice que Freire fue uno de sus maestros: “Lo que aprendí esencialmente con él fue la noción del teatro del aquí y el ahora, del presente, del momento”. Y si bien admite que le enseñó muchísimo sobre el arte de la dirección, dice que lo que más lo marcó fue su mirada “brillante, clínica, severa, inteligente, sensible”. Cuando él tenía 13 años, fue a ver la célebre Mefisto (1985), y lo impactó tanto que volvió en otras seis ocasiones. Hoy sabe que su gran fascinación surgió a partir de “esa capacidad que Aderbal tenía para deconstruir la escena. De alguna manera, Mefisto fue el equivalente a la aparición del cubismo en Europa. Deconstruía la teatralidad, la actuación, el espacio escénico, la luz”.

Hace mucho tiempo que Freire se convirtió en uno de los referentes del teatro latinoamericano, siempre comprometido con la realidad social y con las nuevas formas de expresión teatral: fundó el Gremio Dramático Brasileño en 1973, fue premiado por singulares puestas, dirigió a actores como Wagner Moura (Tropa de elite, Narcos) y adaptó textos de autores como Nikolai Gogol, Guimarães Rosa, Vinícius de Moraes y hasta Felisberto Hernández. Desde 2012 conduce el programa de televisión Arte do artista, en el que utiliza escenografías de sus puestas para realizar “antientrevistas” con figuras de distintas disciplinas. Ahora vuelve a Montevideo para dirigir la versión local de Incendios, una obra visceral del libanés Wajdi Mouawad sobre la búsqueda de la identidad y los orígenes a través del conflicto entre cristianos y musulmanes, que se estrenará en El Galpón el 28 de abril. En un periférico bar del centro, conversamos con este cearense sobre su anterior versión de Incendios (que agotó entradas hasta bajar de cartel), sus orígenes, la situación que vive su país y su rabioso alegato por el teatro como arte del presente.

–Desde la adolescencia te vinculaste con grupos de teatro, y en los 70, cuando te mudaste a Río de Janeiro, trabajaste en una obra de Gogol que se hacía sobre un ómnibus. ¿Cómo recordás aquellos comienzos?

-En mi ciudad no había teatro profesional, pero empecé a hacerlo como aficionado a los 13 años. Estudiaba en un colegio que estaba al lado de la Facultad de Filosofía, donde había un grupo de teatro, y como no había varones estudiando filosofía, me llamaron. A eso le debo mi profesión. Cuando llegué a Río interpreté Diario de un loco en un ómnibus que recorría distintos barrios.

–Al poco tiempo fundaste el Gremio Dramático Brasileño.

-Ese fue mi primer intento de consolidar un grupo. Vivíamos en dictadura, y en aquel momento había recrudecido. Pero el teatro tenía una fuerte importancia social, porque aunque se peleara mucho contra la censura, hubiera muchísimos artistas exiliados y los grupos se desintegraran, el teatro seguía peleando. No se conformaba. Frente a la censura, el teatro decía más que la prensa, que los políticos opositores -acallados por exilio o por ausencia-. Por eso, en aquella época el teatro tuvo un papel de sustitución de la comunicación: decía algo. Aunque por momentos cerraran teatros y se crearan movimientos como el CCC (Comando de Caza de Comunistas), que amenazó obras como Roda viva, de Chico Buarque, en 1968 el teatro vivía un enfrentamiento, pero vivía. Hoy pierde mucha importancia social, porque frente al desarrollo de la televisión, de internet y demás, ya le importa poco a la sociedad. ¿Cuál es hoy la importancia social del teatro? Ninguna. Es terrible, pero el teatro ha perdido mucha de su presencia en la sociedad.

–Entonces, ¿qué pasa con el teatro en tiempos de estabilidad democrática?

-Hay menos gente que va al teatro y a la que le importa el teatro. Porque aunque haya perdido fuerza, podría mantener su importancia social. Como sucede en Europa, por ejemplo, donde la gente llena las salas porque le importa escuchar y vivir esa experiencia. A veces pienso que el teatro es eterno. Puede pasar por etapas como la actual, pero eso es parte de un ciclo. Cuanto más crezcan las aplicaciones informáticas que alejan a la gente de sus comunidades y de sus actos vivos, es más probable que el teatro vuelva a retomar su importancia. Va a llegar un tiempo en el que sólo existirá el teatro, y lo demás será por aplicaciones. Hoy el teatro vive una contradicción, ya que, por un lado, nunca fue tan expresivo ni tuvo una poética tan ilimitada y tan fuerte -que incluso se compara con la de los tiempos de Shakespeare-, y puede hacer lo que quiera, pero, por otro lado, la sociedad no tiene el entusiasmo por el arte teatral que tuvo en otras épocas. A veces se siente nostalgia, pero en verdad el teatro como poética, como medio de expresión y como posibilidad artística nunca fue tan fuerte como ahora. Lo que pasa es que, al tener tanta competencia, ha perdido su inserción. Otra razón puede ser que el teatro no hable de lo que la gente necesita oír, que no vuelva a ser el lugar de combate. Cuando vuelva a Brasil desde Montevideo quiero escribir un texto, reunir a algunos actores y hacer una puesta en la que vayamos discutiendo qué es un teatro político en este momento en particular, y que no sea un teatro panfletario. No quiero hacer un teatro que diga “fuera, Temer”, pero sí quiero que mi forma de expresión sea capaz de insertarse en esa discusión que se libra por los medios de comunicación, por las redes sociales, y volver a un teatro político. Ya no un teatro político que se limite a hablar contra la dictadura militar, y de los desaparecidos o los presos políticos -aunque eso siga siendo importante-; quiero hablar del ahora, que existe y es fuerte.

–¿Y el teatro no es siempre político?

-Siempre. A lo que apunto es a la contradicción actual entre su potencia y su poca presencia.

–¿Cómo se puede volver un medio para preservar y mejorar la salud del pueblo, como has planteado?

-Hay que seguir buscándolo. Hay que creer que es posible. Y, aunque sea para poca gente, que el teatro sea capaz de difundir ideas. Existe el teatro del entretenimiento, como siempre, pero sólo con que esté comprometido con la calidad artística, ya se convierte en un teatro de transformación. En la época de la dictadura, mucho del teatro político era simplista. Me acuerdo de que una vez discutí con alguien que intentaba separar al teatro político del buen teatro, y yo le decía que no, que se trataba de ir por un buen teatro político. Porque lo más político del teatro es su forma.

–¿Cómo surgió tu vínculo con Uruguay?

-La primera vez que vine fue a un festival de críticos [el Festival Internacional de Teatro organizado por la Asociación de Críticos Teatrales del Uruguay], y dicté dos talleres, uno para el teatro independiente y otro para la Comedia Nacional. Los actores de la Comedia me preguntaron si aceptaba venir a dirigirlos, les dije que sí, y cuando estrenamos, en 1985, fue justo cuando El Galpón volvía del exilio. Me acuerdo de que una noche fue Atahualpa [del Cioppo] a ver el espectáculo, y fue el primero que dijo: “Vamos a invitarlo a El Galpón”. Así, y porque Atahualpa me sugirió el texto de [Máximo] Gorki [Egor Bulichov y otros], fue que volví al año siguiente. Después hice más obras con la Comedia, pero con El Galpón nunca perdí el contacto.

–Tu Mefisto con la Comedia es una obra muy recordada, y para muchos fue una puesta que los marcó. ¿Cómo definirías tu trabajo y tus exploraciones escénicas?

-Me acuerdo de que cuando hice Mefisto tuvimos un buen tiempo provocando, saliendo de lo acostumbrado, forzando, cambiando, derribando defensas. Siempre tengo la inquietud de concebir al teatro como un diálogo permanente con el público, que provoque a su imaginación. Lo que hace rico al teatro es considerarlo un juego en el que el espectador es el realizador final. Cuando digo que en mi puesta de Moby Dick hay una ballena que habla, el público la acepta como una ballena.

–Hay un contrato de ficción.

-En ese contrato de ficción, ¿cómo se da la ilusión del teatro frente a la del cine? En el cine te sentás en la platea, y al principio firmás un contrato que dura hasta el final, y en el teatro también debe ser permanente. En un momento el rey toma una guitarra y comienza a tocarla, pero el rey no toca guitarra, entonces hay un acuerdo en que en ese momento no es el rey, sino el actor, el que toca. Un autor fundamental para comprender el teatro actual es Bertolt Brecht. Él nos muestra qué es épico y qué es dramático: lo narrativo es épico, lo dialógico es dramático. Y mucho más: el gesto de tomar agua de un vaso vacío es épico, y si el vaso tiene agua, es dramático. Creo que si Brecht siguiera vivo, hoy se dedicaría a lo que es lo más importante: la profunda integración entre lo épico y lo dramático. Ese es mi teatro. Por ejemplo, el títere es dramático y el titiritero es épico. Y para mí, en el teatro el actor es títere y titiritero a la vez.

–¿Desde el presente?

-Sí, eso es fundamental. Es lo que lo vuelve más presente, porque está sucediendo aquí y ahora. Por mucho tiempo quise hacer Moby Dick, hasta que un día dije: “Voy a comenzar por aquí”, en el capítulo 30 de la novela, cuando el protagonista -el capitán Ahab- sale por primera vez de su camarote y les habla a los marineros. En la obra todo empezaba cuando salía el actor, miraba al público como si fueran los marineros, y decía: “¿Qué hacen ustedes cuando ven a una ballena?”. Me pareció perfecto que un actor le preguntara eso al público, y que ese choque se volviera normal, sin un tono teatral; más bien como si dijera “el café está listo”. Esto ubica a la obra en un determinado lugar, como si se dijera: “Acá está la fantasía; imaginen”. La cuestión del presente es fundamental para el actor, porque si alguien “dice bien” [su texto], no está en el presente. Aprender una letra y mostrar cómo sabe decirla es del pasado. El actor no debe “saber la letra”, sino hablar por necesidad.

–¿Se vuelve una aventura contra el hábito?

-Para mí, más importante que la emoción, que el sentimiento, que la palabra, es la acción. La palabra y el sentimiento son consecuencia de la acción. El actor, al vivir determinada situación en escena, sabe qué tiene que decir y sentir. Esto se da en general. Y, por otro lado, no le temo a la forma, porque cuando se postuló un teatro nuevo en contra de un teatro viejo, cuando se planteó un teatro vivo contra un teatro muerto, comenzaron a clasificarse los mecanismos como nuevos y viejos. Por ejemplo, que el teatro incluyera una coreografía se consideraba viejo. Y yo no estoy de acuerdo; la coreografía es un dato, como las palabras. Vos vas a decir “ser o no ser”, y no “quizá ser... quizá bailar”. Es mejor si hacés una adaptación, pero si vas al texto, la palabra ya está. Y así, también puede darse una coreografía. Para que el teatro sea un juego de ilusión, es muy importante que la coreografía sea precisa, así el espectador sabrá que en ese momento está frente a un barco en el mar, y después en un salón de fiestas. Por ejemplo, me acuerdo de que en una escena de Mefisto los personajes estaban en un restaurante alemán muy lujoso, pero sólo teníamos unas mesas y un escenario abierto. El cine puede ir a una locación, pero nosotros no. Entonces, para montar un restaurante, los 12 actores se vestían de mozos y se paseaban con bandejas y con servilletas en el antebrazo, siguiendo una coreografía rigurosa: uno ponía esto, el otro levantaba algo, y eso transformaba el lugar en un restaurante de lujo; casi veías las arañas, que no existían. La coreografía es importante. Si creo que la coreografía es vieja, no puedo seguir el juego. Volviendo al comienzo, en el teatro el actor debe ser títere y titiritero, una dramaturgia escénica debe integrar lo épico y lo dramático. Y todo debería volverse un juego constante de ilusión: no es algo dado al comienzo y que después se olvida. La forma y el contenido no se pueden separar, y en ese sentido también me siento un coreógrafo.

–¿Y qué fue lo que más te interesó de Incendios?

-Que sea una visión del mundo moderno. Sobre todo lo que puede pasar en la civilización que vivimos. Los mismos permanentes y antiguos conflictos familiares y personales que cruzan temas eternos como el amor, la distancia, los recuerdos y el odio, siempre desde el presente. No conozco otra tragedia tan lograda en base a temas, personajes y situaciones modernas. Yo hice Las fenicias, he visto Edipo y Antígona en puestas contemporáneas, pero ninguna -por más bellas, fuertes y emocionantes que fueran- nos conmueve como esas tragedias conmovían a los griegos en su época. Y esta obra lo logra. Nunca aprendí tanto sobre la tragedia como con Incendios. Pienso que Incendios es enfrentarnos a lo que sentían en su época aquellos espectadores que veían una tragedia edipiana. Pero aquí creemos que es hoy, y por lo tanto nos invade esa situación de guerra, de conflictos por la religión. Esto genera que la obra se vuelva contemporánea, a partir de una estructura que la acerca a la tragedia (o a lo que, por la historia, sabemos que fue la tragedia). Hoy la tragedia griega ya no existe como tal. Que Medea mate a sus hijos es cruel, pero cómo lo hace Medea no me llega como esta historia: aquí la relación entre madre e hijo se reproduce de un modo desgarrador.

–¿El film de Denis Villenueve [nominado al Oscar como película extranjera en 2011] se volvió referencia en algún punto?

-¿Sabés que yo no había visto esa película? Cuando empecé la obra decidí no hacerlo, porque creí que me podía influenciar. Finalmente, cuando la vi antes del estreno, comprobé que la podría haber visto antes, porque son muy distintas. En la obra hay personajes fundamentales, como la gran amiga de Nawal, que en la película no existe. Por ejemplo, el proceso del hijo en la película es pequeño, pero en la pieza es uno de los pilares. Es que el cine, al comunicarse con imágenes, tiene que hacer una economía de la narración. Es la misma historia, pero es muy distinta. Desde hace un tiempo me importa muchísimo el diálogo entre cine y teatro. Apostar por un diálogo mudo, que nos muestre la diferencia entre los dos lenguajes, las dos poéticas. Cuando hice Sonata de otoño, de [Ingmar] Bergman, había una escena que era central en la película, en la que están las dos tocando el piano, pero en el teatro eso no se podía lograr, porque las dos actrices no sabían tocar, y el sonido no iba a venir desde el piano, sino de un parlante. Si quiero hacerlo realista, el teatro pierde frente al cine. Pero como no quiero imitarlo, el teatro ofrece más elementos: esa escena la hice sólo con una banqueta de piano, ubiqué a las dos frente a la platea para que tocaran en el aire. Y así, el sonido podría emitirse desde los parlantes sin problema. “Miren, es épico. Es como si fuera un piano”. Es épico, pero la escena es dramática. Y así dialogan.

–¿A qué creés que se debió el suceso de la puesta carioca?

-Una crítica muy poderosa dijo que en Brasil no teníamos guerras, pero la obra fue un éxito desde el primer día. No todos creían que dialogaba con la situación brasileña, pero lo hacía con todo: cada vez fue recrudeciendo más. Ahora [después del juicio político contra Dilma Rousseff] ese odio se ha vuelto un elemento más de acercamiento. Pienso que Incendios trasciende la situación nacional, a partir de la temática de la inmigración, la relación entre Oriente y Occidente y un énfasis muy fuerte en torno a la identidad. ¿Quiénes somos? La obra es la historia de una búsqueda, la madre quiere saber dónde está su hijo y quién fue su torturador, y los hijos buscan quién es su hermano, quién es su padre. Se trata de búsquedas.

–¿Cómo vivís la compleja situación política que atraviesa Brasil?

-No creo que en algún momento haya visto algo tan grave. Porque en la dictadura -que la viví- teníamos un enemigo conocido y común. Entre aquellos con quienes convivía no había nadie que no comulgara con la idea de enfrentarse a la dictadura militar. En este momento los medios formularon tales narrativas del golpe que muchos defendieron que no se trataba de un golpe. Se usó la corrupción para destruir a un partido que es el menos corrupto. Con ese discurso, con esa bandera de la lucha contra la corrupción, llevaron a la calle a millones de personas. Hoy muchos están arrepentidos, pero no todos. Y ellos siguen manejando ese discurso, por más que surjan pruebas en contra. Parece que hoy nada puede cambiar esa situación. Después de investigarlo, Lula no tiene más que un apartamento en una playa de clase media, y un sitio pequeño en un pueblo que ni siquiera es suyo. Es horrible. Por eso digo que nunca vi nada igual, porque es difícil enfrentarse a ese poder, a herramientas como la red de televisión O Globo. Con esto y la vieja clase política corrupta que se viste de salvadora; todo se vuelve un escarnio y un atropello. Además del cinismo y de las mentiras que muchos creen. Yo me vengo a vivir acá...

–Escribiste una columna acerca de esta situación, en la que reflexionabas sobre una nota de un diario estadounidense y el impacto que había causado, diciendo que en portugués eso no se entendía, que tenía que venir en inglés. El uruguayo César Charlone, que dirigió la serie de televisión 3%, decía que en Brasil muchos cambiaban a inglés el idioma porque en portugués les sonaba rara. ¿Qué está sucediendo por ahí?

-Es muy fuerte, muy fuerte. Miami y Orlando son capitales de Brasil. El capitalismo en Brasil llegó a un punto irrenunciable. El gobierno de izquierda generó que una parte de la población ascendiera. Por primera vez accedió a muchas cosas y fue dignificada. Una parte de esa población, en vez de ver lo que generó ese cambio -a nivel educativo, etcétera-, transó para el otro lado: “Ahora soy rico”. Se está dando como nunca ese modelo capitalista. Nunca hubo tantos periodistas y cronistas de derecha, y ese pensamiento nunca fue tan fuerte. Han surgido terribles revelaciones en contra de [el presidente Michel] Temer, y se toman como si fueran algo normal. No significan nada. Cuando comenzó este gobierno, se publicó un diálogo entre Sérgio Machado [ex presidente de una empresa vinculada a Petrobras] y Romero Jucá [dirigente cercano a Temer que, en la conversación, sugiere un pacto para poner fin a la operación Lava Jato y trama un golpe contra Rousseff], y todo quedó en nada. Cayó un ministro, y a los 15 días volvió a ser el principal consejero de Temer. En un momento hubo decapitaciones en una prisión, y se probó que los gobernadores habían pedido apoyo al ministro de Justicia, que este les había negado. Se mostró la carta pidiendo apoyo y su respuesta firmada. La prensa dijo: “Va a caer por la mentira monstruosa”, pero al poco tiempo ya asumía otro cargo. Ahora habló y preguntó: “¿De dónde viene tanto odio?”. De ti, hombre. En ese sentido, no veo ninguna esperanza posible.

–A Wagner Moura todos lo conocimos por Tropa de elite y la serie Narcos, pero vos ya lo habías dirigido en dos puestas.

-Es un gran actor. Primero hicimos Diluvio en tiempos de sequía y nos hicimos muy amigos. Después quisimos hacer otro proyecto juntos, y finalmente nos decidimos por Hamlet. Sinceramente, hizo un Hamlet inolvidable, porque fue vital, vehemente, no era ese Hamlet triste, sombrío y afectado. Hamlet es el primer personaje inteligente, que piensa. Es un filósofo, y pensar no es estar encerrado, sino pensar con el cuerpo. Porque aunque a veces parezca lo contrario, nuestros cuerpos piensan.