El 35º Festival Internacional de Cine, organizado por Cinemateca, está un poco más compacto que los anteriores: son menos días y menos películas. Sigue siendo el evento más masivo de cine en Uruguay y el más diversificado: es probable que en el resto del año no se vuelva a ver en una pantalla local otra película oriunda de Austria, Corea, Ecuador, Montenegro, Cuba, Nicaragua, Holanda, Moldavia, Portugal, Ucrania, Finlandia, Islandia, Macedonia, India, República Checa, Bosnia y Herzegovina o Líbano (y las que haya, con toda probabilidad, se verán en las pantallas de Cinemateca o en algún otro festival). Téngase en cuenta que por año, en todos los ámbitos, se suelen estrenar en Uruguay (incluidas exhibiciones no regulares, en festivales o cineclubes) unas 650 películas por año. Los casi 200 títulos de la edición 2017 del festival son muchos menos que los casi 300 del año pasado, pero siguen representando la tercera parte de las películas que se proyectan en pantallas locales. Quizá esa reducción haya sido uno de los factores para que hubiera una densidad mayor: en un régimen de dedicación máxima en el que se ven varias películas por día, no me tocó asistir a ningún título de relleno, nada que careciera de interés, algo muy raro en un festival. Por eso no concuerdo con la propaganda que muestra a una muchacha que va a una fiesta y se encuentra con una represora y autoritaria cámara de cine que le reprocha porque no va al festival. Para quienes aman el cine, o la ventana al mundo que a veces un conjunto amplio y bien seleccionado de películas puede significar, la fiesta es el festival. La mejor Semana de Turismo imaginable.

Se recomienda, con fervor

Cuatreros, de Albertina Carri (Argentina). El padre de la directora, el sociólogo Roberto Carri, permanece desaparecido desde que fue secuestrado por la dictadura en 1977. Su investigación Formas prerrevolucionarias de la violencia (1968) estaba centrada en el caso del bandolero social chaqueño Isidro Velázquez (1928- 1967). La película se refiere a este trabajo, lo cita y elabora sus ideas, pero dista de reducirse a un ensayo histórico-político-sociológico. En esencia, lo que vemos en pantalla es un collage vertiginoso de imágenes de archivo tomadas, sobre todo, en los años 60 y 70. En pocos casos conocemos su procedencia, y sólo podemos tratar de inferir, por su contenido, si se trata de ficción, testimonio documental, periodismo, publicidad o qué. Esas imágenes en movimiento a veces vienen de a una, o pueden convivir hasta cinco en la pantalla, dispuestas en distintos formatos. El ojo zarandea por las distintas imágenes, en el intento de vincularlas o de captarlas todas, o de elegir alguna más interesante que otra, o de intentar descifrar a cuál de ellas corresponde la banda sonora. Cuando esta no es la sonorización original de las imágenes ni una canción de época, consiste en la voz de la propia directora que hace una subnarración aun más vertiginosa, velozmente proferida, de conceptos, citas, opiniones personales, relatos, que entreveran una refinada articulación de ideas y una expresión informal, espontánea. El texto es irónico, incisivo, cuestionador, está brillantemente redactado y parcialmente argumentado, pero deja mucho librado a la intensidad de la expresión, construyendo a la autora del film como un personaje que también es foco del interés de los espectadores. Se habla de la tesis de Roberto Carri (de que el tipo de violencia practicada por Velázquez y otros integrantes de las capas populares, lejos de ser meramente la explosión desgobernada de un lumpen, puede verse como un acto político), de la vida personal de Albertina, del proceso de concepción de esta película, de algunas personalidades del cine argentino, de las diferencias entre la época vivida por sus padres revolucionarios y la que le tocó vivir a ella, del cine. Se usa un procedimiento particularísimo de corrimiento representativo: la subnarración se refiere a cuando dispararon a Velázquez, y en ese momento se ve la puerta de un auto de policía acribillado y, en otra subpantalla, la ejecución sumaria de un soldado vietnamita (creo). Una vez que entramos en el juego, al ver esas cosas es como si viéramos las escenas descritas, pero afectadas por un ruidito semiótico que al mismo tiempo funciona como generalización o abstracción, como reflexión sobre el hecho de comunicar/documentar/ilustrar, y además nos bañan en el contexto en que ocurrieron los hechos. Luego están las rimas visuales: una escena de un dibujo animado en el que aparece un tigre es seguida por una película en la que un tigre salta hacia la pantalla (¿propaganda de la Esso?). Una propaganda de pilas Eveready con aire futurista se contrapone a imágenes de ciencia ficción y periodismo amarillo sobre ovnis. Por momentos, los fragmentos parecen ser nomás colas de rollos de películas rayadas y deterioradas, y la banda visual adquiere un aire de cine experimental casi abstracto -son bienvenidas las pausas conceptuales entre tanta información figurativa-. Política y radical, inventiva, plena de energía, cuestionadora, originalísima y de una riqueza inagotable, es muy difícil que la suerte me llegue a deparar en el corto plazo otra película tan estimulante como esta. (Hoy, martes 11, a las 18.55 en Sala 2).

Pendular, de Júlia Murat (Brasil/Argentina/Francia). Esta película es tan especial como sus personajes, una pareja de artistas vinculados al arte contemporáneo (él es escultor y ella es bailarina) que viven y trabajan en el enorme espacio de una fábrica abandonada, espacio que la película sólo abandona por unos pocos minutos en todo el metraje. La tenue narrativa acompaña las oscilaciones, encuentros y desencuentros afectivos de la pareja. Pero es una narrativa tan elíptica que está al borde de no merecer este nombre: ellos se llevan mayormente bien, pero tienen sus problemitas, que al parecer se agudizan. Quizá se separaron, quizá se reconciliaron. Quizá él estuvo internado en un manicomio hace diez años, alguien en la familia de ella padecía una curiosa enfermedad, ¿y por qué será que en determinado momento se ve a uno de ellos llorando a solas? Es como si el dispositivo narrativo no fuera omnisciente y sólo hubiera tenido acceso en algunos momentos desperdigados en el tiempo y se tuviera que arreglar con eso. Lo concreto es lo cotidiano: la preparación de las esculturas, ensayos de danza, desayunos, charlas en la cama, sexo (casi explícito), partidos de fútbol entre amigos en el patio de la fábrica. La cámara a veces se concentra en fragmentos y detalles tomados con una rara intimidad, a veces los pone enteros en el espacio vasto y poblado de objetos interesantes, en unos planos generales de exquisita composición. Es especialmente bello ver la manera en que la danza impregna los gestos cotidianos de ella (pegar una cinta en el piso, bañarse, hacer el amor) y cómo los objetos cotidianos se integran a su danza (la coreografía con las sillas) y evocan las esculturas del compañero (las dos sillas apoyadas una contra otra se corresponden con la escultura del primer plano de la película, con dos trozos de madera recostados uno contra el otro). Luego de la función del viernes, en la conversación con el actor Rodrigo Bolzan, una sensible espectadora observó la manera en que, en el transcurrir de la película, las esculturas tienden a ablandarse: desde la piedra y la madera pesada y rígida, hasta objetos flexibles y que, justamente, dan pie a que la compañera baile sobre ellas y con ellas, esculturas que danzan. El resultado global es único: una combinación de retrato afectivo muy íntimo, de las repercusiones de ese convivio en el arte, y una zambullida muy compenetrada en un mundo que suele ser considerado demasiado elitista como para ser el objeto de una película narrativa. (Miércoles 12 a las 17.15 en cine Casablanca).

Flemish Heaven (Le ciel flamand), de Peter Monsaert (Bélgica). Un drama con algún lejano componente de film noir o thriller. Sylvie administra un burdel y esporádicamente actúa como prostituta. A su hijita de seis años la cría con total normalidad y tienen una relación afectuosa y sana. Pero un descuido lleva a un episodio de abuso sexual. La Policía, la propia Sylvie y el padre de la niña conducirán investigaciones paralelas. En ellas salen a luz aspectos sórdidos con los que linda la prostitución (el autoritarismo utilitario de Sylvie respecto de sus “muchachas”, algún cliente machista y racista, los límites difusos de qué tanto se está comprando de la persona cuando se paga por un rato con ella), y también cosas buenas, en la medida en que se manifiestan afectos que estaban ahogados. El horror del abuso actúa solo: la secuencia en cuestión (muy elíptica) es de una delicadeza y expresividad excepcionales. (Hoy, martes 11, a las 21.25 en Cinemateca 18).

Para estar atentos la próxima vez

La región salvaje, de Amat Escalante (México/Dinamarca/ Francia/Alemania/Noruega/ Suiza). Por un lado, es una crónica dramática sobre vínculos afectivos cruzados entre cuatro personajes treintañeros, en la que se ponen en evidencia aspectos nada lindos de la sociedad mexicana: machismo, violencia doméstica, homofobia, hipocresía, clasismo, abuso de poder de parte de una familia privilegiada. En ese cuadro naturalista se implanta el factor sobrenatural de una criatura extraterrestre con tentáculos, que tiene sexo con seres humanos (evoca Una mujer poseída, de Andrzej Zuławski y el sexo tentacular de los hentai), rodeado de simbolismos vagos pero potentes e inquietantes. Está tremendamente bien filmada y genera un clima único.

Personal Shopper, de Olivier Assayas (Francia/Alemania). La textura es relativamente convencional, salvo por una demora más grande que lo habitual en desvelar los componentes de la premisa: que Lewis es el mellizo de Maureen, que se murió hace poco; que el trabajo de Maureen consiste en seleccionar y comprar ropas y joyas para una mujer famosa. Esa línea se entrevera con una historia de fantasmas y visiones del más allá. Nunca llega a ser una película de terror, pero hay un par de tremendas escenas de miedo y tensión. Tampoco llega a ser un policial negro, aunque hay un asesinato y un misterioso anónimo que envía mensajes por chat. Tampoco es un comentario social sobre el jet set y la moda, pero tiene algo de eso. Hay una escena crucial (en un hotel) que da como para pasar un buen rato discutiendo sobre qué fue lo que ocurrió exactamente ahí, y el final es abierto. El director Assayas es tan capo, que todas las posibilidades en juego son interesantes y provocadoras.