El director y guionista estadounidense Jonathan Demme murió ayer en su casa de Manhattan (Nueva York), víctima de un cáncer de esófago por el que venía tratándose desde comienzos de esta década. Aunque había comenzado su carrera en los años 70, fue en los 80 cuando Demme se convirtió en un nombre importante y en uno de los escasos cineastas que mantuvieron el espíritu de originalidad próxima a la estética rockera que había caracterizado a la generación de gigantes que integraron, entre otros, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich y William Friedkin. De hecho, Demme comenzó, como muchos de los cineastas de aquella generación, trabajando en películas de clase B con el legendario productor y director Roger Corman, quien le dio la oportunidad de dirigir su primera película, una obra barata del subgénero de “mujeres en prisión” llamada Caged Heat (1974), que el novel director llevó adelante con profesionalismo y algunas novedades formales. Luego trabajó constantemente en televisión, films menores y algunos tempranos videoclips durante los años siguientes, pero recién en 1984 logró hacer conocido su nombre al filmar un impactante show de Talking Heads que, convertido en documental, dio vueltas al mundo -y le dio vuelta la cabeza a una generación- bajo el nombre de Stop Making Sense.

Se puede discutir, más allá de lo impecable del trabajo del director en términos técnicos, cuánto le correspondía a Demme de auténtico mérito por Stop Making Sense y cuánto a David Byrne y la banda, quienes estructuraron el impactante espectáculo, pero en todo caso el nombre del cineasta quedó ligado con el concepto de modernidad que encarnaba Talking Heads, algo que reforzaría con la película Totalmente salvaje (1986), una mezcla de policial y road movie que continuaba la temática de Después de hora (1985), de Scorsese, al presentar a un banquero yuppie (Jef Daniels) cuya ordenada y materialista vida es revolucionada por la llegada de la maravilla en forma de mujer encarnada por Melanie Griffith. Aunque no fue un fenómeno de taquilla, la película tuvo el éxito suficiente para convertir a Griffith en una estrella y a Demme en un nombre conocido como sinónimo de profesionalismo actualizado y cool.

Ese éxito fue continuado por el de otra comedia policial -Casada con la mafia (1988), con una Michelle Pfeiffer en su apogeo-, pero la consagración definitiva le llegaría con la adaptación de una novela de Thomas Harris sobre un par de asesinos en serie y una detective que debe recurrir a uno de ellos para capturar al otro: El silencio de los inocentes (1991). Esta película ha sido tantas veces imitada (y continuada) que para los menores de 30 años debe ser difícil imaginar lo impactante y novedosa que fue en su momento. Ganadora de los cinco premios Oscar de mayor importancia (mejor película, mejor actriz, mejor actor, mejor director y mejor guion adaptado), El silencio de los inocentes fue una de las distinguidas con más justicia por la Academia en las últimas décadas, en parte porque nadie esperaba que ganara a causa de su violencia gráfica y su crudeza general (aunque no tenga un género muy definido, se la considera también el primer film de horror que consiguió el premio a mejor película). Representante máxima del interés por los asesinos en serie que distinguió a los años 90, se trata de una obra perturbadora, perfecta en las memorables interpretaciones de Anthony Hopkins y Jodie Foster, dirigida con pulso virtuoso por Demme y que obsequió a la historia del cine uno de sus personajes más inquietantes (el Hannibal Lecter interpretado por Hopkins).

Sólo aquella película alcanzaría para considerar a Demme uno de los directores más importantes de los 90, pero su film siguiente, Philadelphia (1993) lo vería inmerso con éxito en el territorio del drama de ribetes sociales. La primera superproducción de Hollywood en tratar directamente el tema de la epidemia del sida también fue pionera en su intención de ofrecer una visión comprensiva, empática y familiar sobre la homosexualidad, le valió a Tom Hanks un Oscar y ofreció una también premiada banda de sonido excepcional, con dos memorables canciones a cargo de Bruce Springsteen y Neil Young.

Después de esos hitos, Demme no volvería a crear ninguna película tan notoria, pero esto no quiere decir que perdiera el pulso, sino más bien simplemente que empezó a fallarle el olfato comercial. Realizó una irregular pero por momentos brillante adaptación de Toni Morrison (Beloved, 1998), una efectiva remake de El embajador del miedo (2004) y, a falta de uno, tres documentales sobre conciertos de Neil Young: Heart of Gold (2005), Trunk Show (2009) y Journeys (2012). También alcanzó un último éxito de crítica, aunque sin impresionar demasiado en la taquilla, con el drama Rachel is Getting Married, en el que este eterno melómano le dio un papel y parte de la banda sonora a otro de sus ídolos, Robyn Hitchcock. Su último trabajo, de 2016, fue la filmación para Netflix de un concierto de Justin Timberlake.

Al saberse de su muerte, David Byrne -cuyo nombre siempre estará ligado al de Demme gracias a Stop Making Sense- destacó, además del amor por la gente común que se manifestó en la obra del director, su habilidad para introducir la música en sus películas, y recordó su “increíble generosidad” a la hora de incluir a la banda en el proceso de posproducción de aquel documental y escuchar lo que ellos tenían para decir, así como su capacidad para ver el espectáculo de Talking Heads “casi como una obra teatral en la que los personajes y sus peculiaridades serían presentados al público, de modo que fuera conociendo a los integrantes del grupo como personas, cada una con su personalidad distintiva”, y que en cierto sentido los espectadores llegaran a ver a los músicos como sus amigos.