La directora Alice Rohrwacher nació en 1982 en la Toscana, en una familia de apicultores, de padre alemán y madre italiana. Es precisamente el entorno retratado en esta película, cuya acción transcurre mayormente hace pocas décadas y tiene como protagonista a una niña de 12 años. Ignoro cuánto hay de autobiografía, pero lo cierto es que Rohrwacher quiso escribir y filmar sobre un medio que conoce a fondo.
Si la protagonista, que tiene el felliniano nombre de Gelsomina (como el personaje principal de La strada), fuera efectivamente el álter ego de la autora, estaríamos en 1994. Pero es difícil saberlo con certeza, porque Wolfgang, el patriarca de la familia, tiene algo de Capitán Fantástico: prescinde de la televisión y evita el contacto con otros elementos de la vida moderna. Su mentalidad es contracultural: menosprecia el dinero y la legalidad, lo exasperan la diseminación de agrotóxicos (que, además de hacer daño a la gente, mata a las abejas) y la manera en que las nuevas formas de organización económica y cultural están eliminando la sociedad rural, a medida que la tierra y el trabajo agropecuario pasan a manos de impersonales empresas transnacionales. Su vecino Portarena, sociable, fanático de los programas televisivos y que sueña con convertir su propiedad en una estancia de agroturismo, es para Wolfgang una de las encarnaciones de la decadencia.
Wolfgang es un personaje curioso, porque al mismo tiempo que parece defender las buenas causas, es también autoritario, intolerante, iracundo, prepotente, muchas veces descuidado con los suyos. La familia está endeudada, y sin embargo gasta plata en forma irresponsable. El personaje de Viggo Mortensen en la aludida Capitán Fantástico (Matt Ross, 2016) definitivamente captaba la empatía del espectador, más allá de sus defectos. En esta película, mucho más compleja y mucho menos manipuladora, es imposible empatizar francamente con Wolfgang. Nos terminamos acostumbrando a él. Luego de casi dos horas de metraje que transcurren a un ritmo cotidiano y con pocos sobresaltos, desarrollamos hacia el personaje esa sensación de familiaridad que uno tiene con alguien de su casa, al que quiere no tanto por alguna virtud que lo destaque como por arraigo, por sentido de pertenencia. Debido a ese arraigo, deseamos que las cosas le salgan bien, pero no deja de hartarnos que meta tanto la pata.
Gelsomina es aparentemente la mayor de cuatro hermanas (“aparentemente”, porque hay una joven mayor que ella, Cocò, que no se entiende bien qué es -¿hija de una pareja anterior de Wolfgang?, ¿hermana?-). Las niñas distan de idealizar al padre, y en su ausencia ensayan canciones y coreografías pop. Quedan fascinadas cuando se encuentran en una playa con la filmación de un programa televisivo con una estrella llamada Milly Catena (actuada por el único rostro reconocible del reparto, Monica Bellucci). Sin embargo, en cuanto hacen algo mal en el trabajo, se angustian por arreglarlo antes de que el padre las descubra y las increpe. La película no juzga nada en forma simple: en la escena en que las niñas derraman enormes cantidades de miel en el piso, nos damos cuenta del poco rigor que pueden tener los productores artesanales con respecto a la higiene del producto; por eso, al final de cuentas, no resulta tan villanesca la actitud del gobierno cuando impone cierta estandarización en los criterios bromatológicos (esta familia no tiene cómo costear la adaptación de su manera de producir, y esto es uno de los factores de tensión). Al mismo tiempo que Portarena encarna la enajenación y el progreso, es él quien trae a la madre y a la abuela, que entonan un canto polifónico tradicional, una escena que es como para erizar la piel.
La película tiene el estilo asociado actualmente con el realismo: cámara en mano que acompaña a los personajes en planos largos, únicamente con el sonido diegético (sin música incidental). Quizá la fotografía no sea necesariamente más esteticista que la de una película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, pero sin duda los paisajes de la costa toscana son mucho más deslumbrantes que los barrios pobres de Lieja, así que, aun sin exclamar “¡qué bella fotografía!”, el espectador termina haciendo su agroturismo virtual. Pero es uno sin los vicios asociados a lo turístico: junto a los paisajes y los toques exóticos, nos metemos con el cotidiano de la gente y podemos apreciar lo que hay allí de entrañable y también lo que tiene de desgastante e insípida rutina. Entre otros inconvenientes nada menores está la escasez de oportunidades para conocer gente del sexo opuesto: la carencia parece saltar en forma especialmente obvia en la escena en que Cocò intenta besar a Martin.
Dado que acompañamos casi toda la historia junto a Gelsomina, el realismo está impregnado de una percepción preadulta y mágica del mundo, que remite en alguna medida a Fellini (sobre todo a Amarcord -1973-): el gusto de estar en casa con los suyos, las epifanías, el valor de pequeños descubrimientos (el silbido de Martin), o de juegos sencillos pero misteriosos (el truco de que salgan abejas de la boca de Gelsomina), los encuentros absurdos y fascinantes (Milly Catena vestida de diosa etrusca en las ruinas de la necrópolis, un camello en el jardín, la cama familiar tendida en el medio del paisaje), lo interesante del trabajo con la miel y las abejas.
La introducción a la casa de los apicultores es un curioso enclave formalista en la textura realista predominante: unos cazadores la encuentran (¿en los 90? ¿en la actualidad?) y la escrutan con linternas. Entonces la cámara recorre cuatro o cinco detalles del interior (en los 90, seguro), que se iluminan tenuemente y luego son zambullidos de vuelta en la negrura, como si fueran observados con linternas. En esa sucesión de figuras congeladas, que recorremos con la combinación de movimiento de cámara y movimiento de foco luminoso, hay algo del inicio de El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961). De pronto la luz se estabiliza, uno de los personajes se mueve y empieza la acción.
Hacia el final, hay incursiones directas en la fantasía: mientras Gelsomina y Martin están dormidos, la cámara sube y contempla la pared de la cueva iluminada por un fuego (¿encendido por quién?), y en esa pared vemos las sombras de ambos personajes bailando. Siempre en el mismo plano, la cámara vuelve a bajar la mirada y vemos que Gelsomina y Martin siguen dormidos. Queda en duda incluso si el encuentro con Martin fue realidad o imaginado por la niña. Poco después en la película, y antes del enigmático plano final, tendremos una increíble transición entre pasado y presente también en un mismo plano: la familia está en la cama en el jardín, hay un paneo hacia el camello, y cuando la cámara regresa, la cama está vacía, y seguimos hacia la casa ya abandonada, medio ruinosa.
La película nunca regala ni define totalmente sentimientos. Es poco probable que al verla alguien llore, ría a carcajadas, se angustie mucho o desarrolle sentimientos muy fuertes hacia los personajes. Sin embargo, desde esa aparente neutralidad construye un mundo propio que permanece mucho tiempo con el espectador, como fuente de discusiones formales o temáticas, y sobre todo como una experiencia vívida, esa sensación de haber estado profundamente inmerso en el mundo que describe.
Las maravillas (Le meraviglie)
Dirigida por Alice Rohrwacher. Italia/ Suiza/Alemania, 2014. Con Maria Alexandra Lungu, Sam Louwyck y Monica Bellucci. Cinemateca 18.