Como es bastante sabido, en las últimas décadas el desarrollo de internet, de las conexiones de banda ancha y de archivos en formatos como el mp3 cambiaron radicalmente la forma en que se consume música, y determinaron una profunda crisis del antiguo mercado de venta de fonogramas, debido a intercambios masivos en la red que no implican pagos por parte de los usuarios. En la actualidad, y sin que todavía esté claro cómo va a terminar la historia, los servicios legales que ofrecen música mediante streaming predominan en el terreno del consumo pago, y las cuestiones más espinosas tienen que ver con otras formas de acceder a canciones o discos mediante internet sin pagar, con las eventuales alternativas al papel que desempeñaban las discográficas en el pasado, y en general con el tema de la remuneración de los artistas. Sin embargo, las leyes suelen correr de atrás a los hechos, y todavía hay grandes discusiones acerca de modelos normativos pensados -bien o mal- para un período ya casi anacrónico de “discos piratas” en soporte físico. Por ejemplo, en España.

A fines de los años 80, la legislación española incorporó, como las de otros países, el llamado “canon digital”. En aquel momento el razonamiento estatal fue que, dado que las “copias piratas” de obras protegidas por derechos de autor determinaban una pérdida de ingresos para los titulares de esos derechos, se los podía compensar pagándoles lo recaudado con una tasa a la fabricación o importación de equipos o materiales utilizables para “piratear” (vale decir, cualquier aparato que pudiera reproducir físicamente una obra en algún formato, incluyendo las fotocopiadoras; y también los soportes de las copias, incluyendo en aquel momento los casetes, y luego los CD o DVD “vírgenes”). Desde el inicio, esa iniciativa estatal fue muy controvertida, ya que en cada paso del razonamiento había presunciones discutibles. En primer lugar, los aparatos copiadores y los soportes físicos se pueden utilizar para muchas finalidades lícitas, y la tasa -que, obviamente, se trasladaba a su precio de venta al público- terminaba siendo pagada por muchas personas totalmente ajenas a la “piratería”. En segundo término, es bastante inverosímil -y sin duda inverificable- la idea de que cualquier persona que accede a una “copia pirata” estaría dispuesta o podría comprar una edición legal de la misma obra, de modo que el cálculo del presunto lucro cesante de los titulares de derechos es poco sólido. Por último, en este tipo de modelos de compensación, lo recaudado mediante el canon digital se suele distribuir entre esos titulares de derechos en función de sus ingresos por ventas legales (es decir, si los discos de un artista editados por determinada compañía son 10% del total de los discos vendidos, a ese artista y su compañía les corresponde 10% de lo que se cobra por tasas a los equipos y soportes necesarios para piratear un disco): esto implica suponer que quienes acceden a copias ilegales tienen preferencias exactamente iguales que quienes compran ediciones legales, y tal hipótesis, como la anterior, no sólo resulta inverificable, sino que además muy probablemente sea errónea.

En todo caso, a fines de 2007 el entonces jefe de gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, actualizó la normativa del canon digital, estableciendo tasas a las importaciones y ventas de fotocopiadoras, grabadoras de CD y DVD, reproductores de mp3 (¿se acuerdan de ellos?), agendas electrónicas (¿realmente se acuerdan?), teléfonos celulares y otros dispositivos portables en los que se pudiera almacenar o reproducir música. Esto actualizó también las controversias, por los mismos motivos que se mencionaron en el párrafo anterior y porque los montos de las tasas se fijaron, a partir de estimaciones poco precisas, a partir de un acuerdo entre empresas del sector, sin la participación de representantes del Estado ni de asociaciones de consumidores. La medida resultó sumamente impopular, y uno de sus enconados críticos fue Mariano Rajoy en la campaña de 2011 que lo llevó a ganar las elecciones. Llegado al gobierno, el líder del Partido Popular dejó sin efecto esa norma y la reemplazó con compensaciones monetarias muchísimo menores a las sociedades de gestión de derechos, procedentes del presupuesto general del Estado.

El pequeño problema es que tanto las disposiciones en la materia de Rodríguez Zapatero como las de Rajoy fueron consideradas incompatibles con las normas jurídicas comunes de la Unión Europea: las primeras, por su mencionado cobro indiscriminado a todos los compradores de los objetos que pagaban tasas; las segundas, porque los recursos del presupuesto general tienen orígenes aun más amplios. El Poder Judicial español decidió declarar nulas las medidas implantadas por Rajoy -las otras ya habían sido derogadas-, y ahora el gobierno trata de diseñar nuevas normas de canon digital, aunque parece difícil que conformen a todos, y más difícil todavía que tengan sentido si se siguen basando en la arcaica idea de una “piratería” que se realiza acumulando en el hogar disquitos rotulados con marcador indeleble. El único alivio del gobierno es que el Tribunal Supremo, máximo organismo del Poder Judicial, desestimó una demanda de las sociedades de gestión de derechos, que reclamaban indemnización por el brusco descenso de sus ingresos originados por el canon digital cuando Rajoy cambió el sistema establecido por Rodríguez Zapatero, y esos ingresos pasaron de 115 millones de euros en 2011 a sólo cinco millones en cada uno de los años siguientes.