Alguien dijo, y probablemente con razón, que las mayores creaciones de la humanidad son el lenguaje y la ciudad. Ambas, a partir de estructuras sencillas, se han demostrado capaces de responder con infinitas variantes a las demandas más complejas; y ambas, juntas, constituyen los pilares imprescindibles de la vida en sociedad.

Las ciudades en particular alcanzan tal grado de diversidad que, al comparar casos extremos, uno se pregunta si deben seguir siendo nombradas con la misma palabra. Si es así -como efectivamente lo es- y son ciudades Melo y Nueva Delhi, Chicago, Quito, Tokio o Puerto Príncipe, es porque en todos los casos, y desde siempre, lo que articula los componentes más diversos es el espacio público.

Calles, plazas, parques y paseos son los escenarios privilegiados de la vida en sociedad. Lugares de articulación, encuentro y conflicto en los que individuos y colectivos se expresan, se ven, conviven. Es desde ese espacio público que las ciudades se ven a sí mismas y es por su espacio público que las recordamos. Es, más allá de su conformación o su materialidad, el cauce por el que la vida social luye con la mayor libertad, con la menor predeterminación.

Lugar del encuentro casual, de la soledad elegida, del festejo deportivo o de la protesta masiva. Donde cada uno es actor y espectador de un espectáculo siempre distinto.

Es precisamente este carácter de escenario lo que afirma la necesidad de su neutralidad. Es público, es de todos y no es buena cosa que una parte de sus posibles usuarios sienta que un nombre, un símbolo o una imagen le digan que “ahí mejor no”.

Y no es buena cosa, además, porque es innecesario. Al espacio público se asoman, y en él se muestran, las más diversas expresiones de instituciones, grupos o empresas. Desde el espacio público el ciudadano percibe los símbolos de su historia, la corporización de las instituciones que regulan su vida y las más variadas presencias de distintos tipos de poder que pautan su vida o aspiran a hacerlo.

Por eso resulta tan inapropiada, tan extemporánea la pretensión de la iglesia católica de signar un espacio comunitario con el endeble argumento de que ha escenificado en él reuniones de carácter religioso. Es como si se reclamara algún tipo de caracterización de 18 de Julio con el argumento de que durante muchos años albergó la procesión de Corpus Christi, o una de la playa desde la cual se bendecían las aguas cada 8 de diciembre.

Sería bueno, tal vez, hacer el intento de imaginar cómo serían las iglesias si no dieran cara al espacio público. Qué sentido tendría el esfuerzo material y artístico que alumbró esas fachadas, esos volúmenes y hasta el sonido de sus campanas. Imaginar asimismo la campaña de las balconeras navideñas instrumentada con pasacalles, pegatinas o pintadas. Tal vez se concluya que el espacio público es un excelente resonador, pero se violenta cuando un grupo lo quiere transformar en emisor.

Si no es así y se opta por la polémica, parece ser hora de esgrimir argumentos consistentes, que no se recuesten en errores puntuales con sesgos demagógicos cuando está toda la historia de la ciudad para desmentirlos.

Parece ser hora de reconocer que, como en tantos órdenes de la vida comunitaria, la construcción del bien común implica a veces la gozosa renuncia a la aspiración grupal.