No disponemos de estadísticas, pero es notorio que en este 35º Festival Internacional de Cine hay mucha más gente en las salas que en las ediciones previas, y con ello algo del sabor de los festivales de las décadas de 1980 y 1990 (incluso alguna fila para entrar, encuentros fortuitos con otros espectadores asiduos con los que se puede intercambiar ideas y dar y recibir recomendaciones, circulación de energía cinéfila en la ciudad). Esto puede deberse a una campaña mediática más creativa y agresiva (incluido el mural en la fachada de la sala de 18 de Julio), a la notoria mejoría en las condiciones de proyección de algunas de las salas (en especial Cinemateca 18) y a una programación un poco menos numerosa pero más selectiva. Aquí van los comentarios de algunos títulos destacados. Todavía es posible ver algunos de ellos hasta el domingo.

El pacto de Adriana, de Lissette Orozco (Chile). En alguna medida, la directora está contando su propia historia: su tía simpática, fuerte, a la que ella reconoce como modelo, de pronto, en 2006, es acusada formalmente de haber sido torturadora durante la dictadura. Adriana Rivas, la Chani, había sido agente de la Dirección de Inteligencia Nacional y secretaria personal del general Manuel Contreras. Recién formada en cine y especializada en documental, Lissette Orozco decidió empezar a filmar las ocurrencias con la irme intención de demostrar la inocencia de la tía, que alega en forma obstinada y consistente que nunca en su vida vio siquiera a un preso político. De hecho, no todas las evidencias contra ella son sólidas: algunos expertos alegan que alguien en su posición “tiene que estar implicado”, pero es evidente que esto no constituye una prueba. La reacción de quienes organizan los escraches tiene algo de caza de brujas y asusta porque genera un clima en el que es muy difícil asumir socialmente la posibilidad de inocencia. Sin embargo, aparecen también testimonios directos e independientes que no sólo implican a Rivas, sino que la describen como una torturadora de particular crueldad y saña. Lo que tenemos entonces es a la documentalista enfrentando paulatinamente esas evidencias cada vez más difíciles de desconsiderar, e intentando investigar algo más por su propia cuenta. En algún sentido, esta película es un complemento de El acto de matar, de Joshua Oppenheimer: allí tenemos a torturadores que, en una Indonesia donde la dictadura obtuvo la victoria cultural, hablan con franqueza sobre sus atrocidades. Por estos lares, superada la Guerra Fría, la tortura y el asesinato no son valores aceptables, y el evidente sufrimiento de Adriana Rivas puede no ser sólo el de la acusación injusta y la perspectiva de un posible encarcelamiento, sino el de la dificultad de asumir, para la sociedad, para sus seres queridos y para ella misma, hechos monstruosos. Con la única excepción de un par de secuencias obviamente escenificadas (Lissette estudia sobre la dictadura y pone cara de consternación, mientras suena una música sentimental manipuladora), la película es de una contundencia emotiva y conceptual fuera de lo común. (Viernes 14 a las 17.30, sala Pocitos).

La chica sin nombre (La fille inconnue), de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne (Bélgica). Una joven doctora, en un momento tenso, se rehúsa a atender el timbre fuera del horario de consulta. Al día siguiente, al revisar la cámara de seguridad, se entera de que quien había llamado a la puerta era una joven africana que, desesperada, buscaba protección, y que fue encontrada muerta cerca de allí. Dominada por la culpa, la doctora se pone a investigar, en paralelo con la Policía, para intentar al menos hallar una pista sobre la identidad de la muchacha, para poder advertir a su familia. Como siempre, los Dardenne encuentran una manera original, precisa, elocuente y emotiva de hurgar en algún aspecto problemático de la sociedad europea actual. Quienes se hayan maravillado con Dos días, una noche (título de apertura de la edición 2015 de este mismo festival) quizá se decepcionen un poco con el carácter medio santo que tiene la protagonista de la nueva película: unidireccional en su propósito de purgar sus culpas y hacer el bien, ascética en su vivir, conquistando la cooperación de todos quienes la conocen gracias a su abnegada práctica médica, está dotada quizá de una suerte algo inverosímil en su investigación. Pero su búsqueda nos va a poner en contacto con la crudeza de la situación de los inmigrantes africanos, de la baja prostitución y de la estructura mafiosa que la suele rodear, del acoso sexual y, en términos generales, con una sociedad individualista a la que los directores no parecen perder la esperanza de mejorar, con un empeño sensible y solidario. (Clausura: domingo 15 a las 21.30, Cinemateca 18).

Park, de Sofía Exarchou (Grecia, Polonia). En cuestión de apenas 13 años, las inmediaciones de la villa olímpica de Atenas terminaron convertidas en una especie de cementerio de elefantes; una vastedad de ruinas hecha de estadios y gimnasios abandonados. Sofía Exarchou se dedica a filmar a un grupo de jóvenes perdidos, igual de abandonados por el Estado que esas instalaciones, que deambulan por los vestuarios y pistas rompiendo todo a su paso o, más bien, apropiándose del territorio a su manera. De alguna manera, el cine imponentemente físico de Park (una senda similar a la de las recientes Tilva Roš -Nikola Ležaic, 2010, Klip -Maja Milos, 2012- y La tribu -Myroslav Slaboshpytskyi, 2014-, en las que la imposibilidad de comunicación era rasgada por súbitas explosiones de sexualidad, temeridad y violencia) configura una especie de Juegos Olímpicos alternativos, un lado B de la elegancia de ciertas disciplinas que se practicaron en aquellos escenarios, convertidas al dialecto afásico de las nuevas generaciones, que hacen casi de todo en una especie de deforme lucha grecorromana. Esta situación de despojo se acopla a otras metáforas, como la de la situación de paria del país en la Unión Europea; pero, más allá de este interesante juego conceptual y metafórico, la película parece decir todo lo que quiere decir en los primeros 20 minutos, por lo que el resto del film se convierte en una sucesión algo insoportable de las mismas imágenes y las mismas escenas. (Viernes 14 a las 21.25, sala Cinemateca).

La idea de un lago, de Milagros Mumenthaler (Argentina/Suiza/ Catar). Esta película está basada en un libro de poemas y fotos de Guadalupe Gaona. A veces, desde Uruguay perdemos la perspectiva de la magnitud que tiene la cuestión de los desaparecidos políticos en Argentina: tanto la autora del libro como la directora y la actriz principal,Carla Crespo, son hijas de desaparecidos; también lo es la personaje principal, una fotógrafa que visita la espléndida casona de veraneo al borde de un lago, en el sur del país, donde vacacionaba cuando niña. Alternando el presente con flashbacks de la infancia y otros más recientes, la película explora aspectos que pueden ser comunes a cualquiera (la fuerza de los recuerdos de la infancia traídos por el reencuentro con un paisaje especial, dificultades de pareja, la viudez de la madre). Estos temas están entreverados con la situación de familiares de desaparecidos (convivir durante años con la perspectiva de que un día pueda regresar el ser querido ausente, los sentimientos encontrados que llevan a tratar de conocer la verdad pero también a huir de ella, teniendo en cuenta que implicará la evidencia de la muerte). Aparte de la belleza del paisaje y de la casa, hay algunas escenas dotadas de una magia especial, especialmente el chat entre la personaje principal y su madre, al tiempo que está retocando en la pantalla la única foto que conserva en la que aparece junto a su padre. También es muy linda la escena del juego de los niños en el bosque de noche, y el plano increíble en el que la niña se acerca a la cámara y sopla sobre ella: la pantalla se empaña y lentamente se van expandiendo las zonas de imagen neta, a medida que el lente se desempaña. En cambio, desentona un poco la secuencia de fantasía con el auto que lota en el lago, que parece un implante de un film de Jean-Pierre Jeunet en una obra muy distinta.

Las dos Irenes (As duas Irenes), de Fábio Meira (Brasil). Por un lado, es una crónica de coming of age: una chica de 13 años en un pueblo provinciano no identificado, en alguna época no especificada que parece ser la década de 1960, se enfrenta con las dudas y ansiedades del crecimiento y de la conformación de una identidad, problematizada por una familia algo conservadora y distante, cuya mayor carga de afectos y espontaneidad se da con la vieja empleada doméstica y, quizá, con la hermana pequeña. Pero Irene descubre que el padre lleva una doble vida: tiene otra familia, incluso una hija de la misma edad y con el mismo nombre que ella, Irene, y que es mucho más expansiva y emancipada que ella. Las dos se hacen amigas. La tensión en torno a si el secreto familiar se va a revelar está presente pero no domina el relato, que transcurre más bien como un retrato delicado, a veces bienhumorado, de la sexualidad que alora, de la amistad femenina, de las diferencias entre una familia burguesa y otra menos burguesa, del espacio nostálgico de una sociedad sin redes sociales y sin inseguridad, cuando hasta un pueblucho como el que se muestra tenía su sala de cine, local ideal para entretenerse y para probar los primeros besos.

El futuro perfecto, de Nele Wohlatz (Argentina). La sensación de desprotección e incomunicación de un extranjero en un país que no conoce ha sido retratada un sinfín de veces, pero hacía tiempo que no se lograba una que pareciera construida tan a la altura y a la medida de quien la cuenta. Xiaobin (o Beatriz, su nombre porteño) es una joven china que acaba de llegar a Buenos Aires. No tiene idea de la lengua ni de muchas de las costumbres, pero lejos de quedarse en la tranquilidad de su gueto, se muestra curiosa, va a clases de español e intenta ahorrar con un propósito que nunca nos es del todo revelado. La película podría quedarse en el retrato documental o afectado, pero opta, más que desarrollar una historia, contarla a partir de varias viñetas, en las que la narración y las dificultades idiomáticas se convierten tanto en la principal fuente de humor (casi siempre en un tono seco, propio de esas frases acartonadas que incluyen todos los materiales de lecturas de enseñanza de idiomas) como en el elemento fundamental que estructura las escenas. Más que El futuro perfecto, la película debería llamarse, siguiendo los términos gramaticales, El futuro condicional, sobre todo por la genial escena de Xiaobin hipotetizando lo que podría ser de su vida en el futuro (llevada genialmente a pantalla por ella misma), y por el aire de libertad que irradia todo el film, aun cuando retrata una situación por demás alienante. (Hoy a las 18.25, sala Pocitos).

El porvenir (L’avenir), de Mia Hansen-Løve (Francia). Hay algo que tienen películas como El porvenir que no tienen la mayoría de las películas -especialmente las estadounidenses- que retratan a intelectuales: uno los ve discutiendo sobre Arthur Schopenhauer, Blaise Pascal, Max Horkheimer, Theodor Adorno o Slavoj Žižek y no puede evitar creer que se trata de personas que realmente leyeron aquello de lo que están hablando. Este detalle podría ser trivial (quizá sea sólo el capricho de alguien que se cansa de la manera burda en que son retratados los intelectuales en las películas de Woody Allen), pero compone parte del tono y la credibilidad de El porvenir. En la última película de Mia Hansen-Løve, a la pobre Isabelle Huppert le pasa de todo: su madre alterna entre estados maníacos y depresivos, le quieren mutilar un libro para adaptarse al mínimo común denominador de los estudiantes, tiene problemas maritales y hay una evidente, aunque negada, tensión sexual con un ex alumno suyo. Todo lo que podría convertirse en un dramón o en una comedia de enredos se configura desde un tono mucho más pausado y menos chisporroteante, y de cierto modo nos muestra la manera en que, pese a todo, la vida continúa. A este tono, más contenido, se deben los momentos más altos de El porvenir, pero también una sensación general un poco chata que parece adjudicarse a esa porción de la sociedad que retrata. La directora nunca critica, satiriza o dialoga del todo con esta burguesía cultivada. Sin embargo, al revisar la posición ante el film, al fin de cuentas, parecería que los peros que pudiéramos ponerle estarían más asociados a nuestro reproche a ese tipo de subsección del primer mundo que a la película en sí.

Un secreto en la caja, de Javier Izquierdo (Ecuador/España). Es toda una experiencia ver esta película desde una relativa ignorancia. Sólo las personas avezadas en literatura latinoamericana sabrán de antemano que Marcelo Chiriboga fue en realidad un invento del mexicano Carlos Fuentes y del chileno José Donoso: una vez que Ecuador fue uno de los pocos países sudamericanos que no tuvieron su gran escritor en el boom literario latinoamericano, Fuentes y Donoso hicieron la broma de empezar a hacer referencias a esa supuesta eminencia. Quienes tengan presente este dato, sabrán que este “documental sobre Chiriboga” es un falso documental. Los espectadores no advertidos podrán pensar que están viendo un documental en serio sobre un artista importante del que nunca habían escuchado hablar, y recién pasada la mitad del film, cuando se hace una referencia a la desaparición de Ecuador como país, podrán empezar a apreciar retrospectivamente lo brillantes, sutiles y bien actuadas que son las caracterizaciones de los distintos entrevistados y del propio Chiriboga (de quien se habría conseguido una rara entrevista televisiva), de los episodios de la vida del escritor y las carátulas de las distintas ediciones de sus supuestos libros. En el todo tenemos -como en todo mockumentary- la fina reproducción de clichés de un documental barato, una broma aguda con aspectos de la crítica y de los estudios académicos sobre literatura, pero, sobre todo, un repaso ácido y desencantado de la historia reciente de Ecuador.

Crespo (la continuidad de la memoria), de Eduardo Crespo (Argentina). Construida como un cine-retrato hecho a retazos de filmaciones caseras e imágenes de archivo, Crespo (la continuidad de la memoria) tiene varias reminiscencias a Carta un padre, de Edgardo Cozarinsky. Las dos películas parten del intento de reconstrucción de una imagen huidiza del progenitor, y se arma una especie de triangulación o eje entre este, el director y su ciudad de origen. Crespo ahonda en esta búsqueda, aprovechando la triple referencialidad del apellido del director, el pueblo en que nació (Crespo, Entre Ríos) y la localidad actual en la que vive (Villa Crespo). Más allá del capricho o la casualidad, el joven realizador se aboca a encontrar -o moldear- las piezas de este puzle a partir de imágenes con varios aciertos poéticos: una escena familiar con el dedo del fotógrafo tapando la figura del padre, un pequeño pollo separado de la inconmensurable masa de aves, una lechuza que mira a los transeúntes desde las lápidas de un cementerio municipal, y el pelaje translúcido de los osos polares (como estas mismas capas invisibles del padre). La imagen de Eduardo Crespo en el asiento trasero del auto, al son de “Unforgettable”, vestido con la ropa de boy scout de su padre, es impactante; lo mismo podría decirse de mucho material en bruto de la película. Sin embargo, más allá de la profundidad y el impacto de varias de las imágenes capturadas, hay algo que no termina de cuajar del todo en los ritmos y, fundamentalmente, en la escritura del film. A pesar de todo, se trata de una buena carta de presentación de un director con interesante capacidad de ver y recordar.

Todo comenzó por el fin, de Luis Ospina (Colombia). Luis Ospina, Andrés Caicedo y Carlos Mayolo no son del todo conocidos por nuestras latitudes, pero conforman una auténtica joya del cine under colombiano. Responsables no sólo de una importantísima red cinematográfica informalmente llamada Caliwood, sino también de un auténtico movimiento, las películas del trío solían tocar, sin miedo al ridículo, géneros como el terror, el rock, el erotismo o la más dura sátira política. Con el anhelo exegético de que sea una película definitiva -también, a su manera, una película testamento-, Ospina ahonda en todos los actores del movimiento, hasta las mínimas subsecciones de aquella hermosa endogamia, en la que todos terminaron siendo hermanos, amigos, esposos y amantes. De casi tres horas y media de duración, el film tiene algo excesivo, un intento de decirlo todo e incluso de decir más que lo que podríamos procesar, algo que en algunas películas podría ser considerado un pecado, pero que en Todo comenzó por el fin parece hacerle honor a ese cine tan desbarrancado que ocurría alrededor de Ospina, Caicedo y Mayolo. Tal como sucede con el ingeniosísimo falso documental Tigre de papel, los personajes a veces parecen demasiado fascinantes para ser reales, pero cuando todo toma la forma de una puesta en escena, de súbito aparece la realidad, volviéndolo todo algo nuevo, haciéndonos repensar nuestro lugar como espectador. Una película que mira a la muerte (incluso la del director) sin agarrarse fuerte de la baranda.