Se llama Entre y lo formaron Gabriel Delacoste, Valeria España, Lucía Naser, Diego León Pérez, Santiago Pérez Castillo y Gabriela Sánchez (varios de ellos colaboradores habituales de la diaria). Busca ser “un espacio para la discusión, la investigación, la formación, la creación, la acción, la divulgación y el encuentro entre mundos como el arte, la técnica, la academia y la militancia, para poner en común y en fricción sus lógicas, potenciándose mutuamente”. Sus intenciones se manifiestan en el texto “Entre estética, ciencia y política”, que reproducimos en estas páginas, y en el sitio entre.uy/estetica-ciencia-y-politica, donde se anuncian charlas, seminarios, muestras artísticas y otras actividades iniciales previstas, a realizarse en Macachines 2382 (en el llamado “barrio jardín” del barrio montevideano Parque Rodó). A partir de esos planteos surgió este intercambio por correo electrónico.
Cuando les preguntamos qué los llevó a iniciar este proyecto colectivo, las respuestas dan cuenta de un común denominador y una diversidad. España, abogada y magíster en Derechos Humanos y Políticas Públicas, piensa que “el narcisismo de las pequeñas diferencias ha fisurado los espacios del activismo, la academia y la militancia”, y ve a Entre como un posible “elemento aglutinante de espacios y mundos que hace tiempo no se escuchan, como alternativa de los ámbitos obturados por la medianía y por la incapacidad de habilitar nuevas prácticas y narrativas”. Diego Pérez, casi licenciado en ciencia política, diseñador gráfico y fotógrafo, percibía “cierta inquietud en la izquierda, del cual no teníamos ni un lenguaje común para dar cuenta, ni podíamos hacerlo desde los espacios en los que estábamos insertos”, y que en varios de ellos “se discutían problemas parecidos, pero en una lógica compartimentada”. Delacoste, licenciado en Ciencia Política, dice que, cruzándose con gente de izquierda de su edad (cerca de los 30) en círculos de militancia y académicos, hace años que ve formarse el diagnóstico de que “la izquierda y la academia son excesivamente liberales y tecnocráticas”, que conduce a la “necesidad de otros espacios de producción intelectual colectiva, más abiertos y horizontales”, “para discutir y hacer cosas que siento que no puedo hacer en el Frente Amplio ni en las ciencias sociales”. Santiago Pérez, otro casi licenciado en Ciencia Política, se acerca a esta iniciativa desde su “identidad militante estudiantil, más que desde la académica”, y le parece que lo más interesante es ver cómo, de a poco, la interacción de distintas experiencias “empieza a producir cosas nuevas, preguntas necesarias y el tiempo necesario para responderlas”. Naser, licenciada en Sociología, magíster en Artes Escénicas y presidenta de la Asociación de Danza del Uruguay, se declara “obsesionada con la relación entre arte y política”, que ha intentado abordar mediante una gama de abordajes que va del estudio a la coreografía, hasta convencerse de que “es imposible hacer eso sola”, y considera que en Entre confluyen los deseos de juntar academia, arte y militancia, con “una enorme potencialidad”, en “un intento de zafar de la eterna deuda que te facturan los marcos institucionales”. Sánchez, diseñadora y artista gráfica, fue invitada para que contribuyera a “pensar la identidad visual” del proyecto, y terminó decidida a una participación más integral porque comparte que es necesario “crear y sostener espacios de intercambio y discusión sobre cómo asumimos la izquierda, cómo militamos, cómo nos relacionamos con el conocimiento y con las instituciones”. Las respuestas siguientes fueron asumidas en forma colectiva.
¿De qué modo están definiendo las diferencias entre “cultura nacional”, “cultura popular” y “cultura de masas”?
-Digamos que “cultura popular” implica una cultura que surge de o expresa o representa las prácticas y los gustos de las clases populares. Si bien existe y existió un campo de superposición entre ella y la cultura de masas, nos interesa marcar una diferencia, ya que el primer concepto implica un diálogo con lo popular y no sólo su interpelación en masa (sobre todo por parte de una cultura mercantilizada). “Cultura nacional” tiene también una superposición con las otras dos definiciones, pero implica específicamente una orientación hacia la construcción de la nación. Así, si bien lo popular, lo nacional y lo masivo refieren a grandes cantidades de personas, no tienen las mismas implicancias políticas. La izquierda apostó en los 60 a la construcción de una cultura nacional y popular, que fue desplazada por una cultura de masas mercantil y el neoliberalismo entre la dictadura y los 90. No necesariamente creemos que hay que construir lo nacional ni lo popular, ambos conceptos problemáticos, pero sí nos interesa discutir estas implicancias políticas para construir una cultura no neoliberal, que aprenda de lo hecho para bien y para mal.
¿No es un poco exagerado pensar que la izquierda uruguaya tuvo la hegemonía cultural en los 60? Es claro que predominaba en la Universidad de la República y en algunas disciplinas, como la literatura, pero no en la televisión, la prensa masiva o el carnaval. Tal vez adjudicarle hegemonía es justamente una idea funcional para quienes buscaron combatir las posiciones de izquierda en la cultura, especialmente desde los años 90.
-Quizá. Sin duda, la idea de una hegemonía de izquierda en la cultura es un arma de la derecha para presentarse como contrahegemónica y políticamente incorrecta. Hoy no existe hegemonía de izquierda, ni siquiera sabemos qué es una cultura de izquierda. Para afirmar que en los 60 (e incluso antes) la izquierda tuvo hegemonía en la cultura, pensamos no en un dominio total de los medios de comunicación, sino en el tipo de prácticas e ideas que estaban socialmente legitimadas desde las organizaciones de la sociedad, el Estado, la política, el arte, la intelectualidad y, digamos, la sensibilidad. Siguiendo a Amparo Menéndez-Carrión, podemos decir que fue hegemónica una polis basada en la construcción colectiva de lo público en torno a un eje plural e igualitario, en la que la izquierda tuvo un rol fundamental. De todas maneras, para el problema que queremos plantear no es central si esta construcción fue efectivamente hegemónica (¿cómo medir eso a ciencia cierta?), sino enfatizar la capacidad de la izquierda de ese momento para construir cultura (y de la cultura para construir izquierda), con una influencia que iba mucho más allá de su peso electoral. No necesariamente lo que hay que construir hoy es hegemonía (concepto que implica un grado de subordinación de lo hegemonizado), pero sí hay que pensar formas de contaminación y alianza entre diferentes campos, que rompan las autonomías y las despolitizaciones.
Dicen también que esa “hegemonía en la cultura que alcanzó la izquierda en los años 60 entró en crisis a la salida de la dictadura”. ¿Eso implica que la hegemonía cultural de la izquierda se mantuvo durante la dictadura?
-Una dictadura no construye hegemonía, sino que ejerce el dominio por la fuerza. En este sentido, es difícil saber quién tenía la hegemonía, al estar quienes podían disputarla censurados, presos o exiliados. Aun así, el insilio y la memoria lograron reproducir por lo menos parte de la cultura predictatorial, lo suficiente para que durante la dictadura la resistencia rimara con la cultura anterior. Recién a la salida de la dictadura se abre la disputa hegemónica, y es entonces cuando, después de unos años de apertura en los que la izquierda cultural tuvo una presencia importante, el neoliberalismo y los ataques a la cultura de izquierda son exitosos en el intento de quebrarla. La dictadura y las derrotas de la posdictadura (Pacto del Club Naval, voto amarillo en 1989, ruptura del Frente Amplio, quiebre del Partido Comunista, colapso de la cultura y las ciencias sociales de izquierda) tuvieron efectos de largo plazo en la cultura, que afectan la personalidad de la izquierda hasta hoy (no son gratis el exilio, la censura, los quiebres generacionales entre los jóvenes de la apertura y quienes volvieron a la salida de la dictadura, las concesiones de la izquierda impuestas por el miedo y el neoliberalismo, la melancolía), y necesitamos identificarlos para superarlos.
Dicen que, después de la dictadura “el pop” cuestionó a la “cultura nacional”. ¿Qué significa, en esa afirmación, “el pop”? ¿Lo que llaman “cultura nacional” previa no incluye nada que pueda considerarse pop, o piensan que nada que pueda llamarse pop merece considerarse “cultura nacional”?
-“Pop”, en este caso, es una manera abreviada y quizá no muy precisa de llamar a la cultura de masas importada del norte, sobre todo de Estados Unidos. Las fronteras y las temporalidades son difusas, y un texto del largo del nuestro no puede dar cuenta de las sutilezas que eso implica. Sin embargo, es notorio que en las décadas posteriores a la dictadura la penetración de la cultura estadounidense se intensifica, a través (pero no sólo) de la publicidad, la televisión por cable e internet, y que esto no es neutral, políticamente, en el marco de la implantación del neoliberalismo y de la “moderación” de la izquierda. No se trata de censurar en bloque a todo el pop ni a la cultura estadounidense, y menos aun a toda crítica a la cultura de izquierda anterior (nosotros mismos somos consumidores de pop, por qué negarlo), ni de pensar que hay que hacer lo mismo que en los 60, sino de volver a pensar políticamente lo que implican esas transformaciones, una posibilidad que hoy se encuentra censurada por el discurso antisesentista, liberal y mercantilizante, que domina las discusiones sobre el tema.
¿El “sesentismo” se volvió “melancólico, fosilizado y gris” sólo por la acción de factores externos a él?
-No. Escribimos “sesentismo” entre comillas porque no consideramos que sea una cosa, sino una representación de los 60 creada en la posdictadura por quienes atacan a la cultura de izquierda, y también por quienes la defienden transformándola en una pieza de museo, que debe ser homenajeada pero no recreada. El concepto de “sesentismo” es convocado cada vez que se quiere deslegitimar una práctica política desalineada por izquierda con el discurso de la democracia de los 80: que piense radicalmente, que quiera relacionar política y cultura, que busque vínculos entre la “alta cultura” y la cultura popular. Creemos que es fundamental reexaminar críticamente a los 60, pero también -y sobre todo- revisar y criticar a la cultura actualmente dominante, forjada en los 80, que impone la despolitización y la atomización de la cultura, y la moderación y tecnocratización de la izquierda. Estamos cansados de seguir matando a los 60 una y otra vez, aunque tampoco queremos salvarlos: esa no es nuestra pelea. Algún día tenemos que empezar a cuestionar a los 80.
¿En qué lugar del mapa que dibujan estaría, por ejemplo, el Jaime Roos de la década de los 80? ¿Y el Daniel Viglietti posdictadura? ¿El Cuarteto de Nos hasta Raro? ¿Buenos Muchachos? ¿Los libros de Gustavo Espinosa? ¿El cine de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll?
-Cada uno de esos casos requeriría un pensamiento detenido sobre su obra que no quisiéramos hacer al descuido (y no necesariamente estaríamos todos de acuerdo), pero que podríamos discutir estas semanas en el marco de los problemas que planteamos. Las relaciones entre cultura de izquierda, mercantilización, contracultura y cultura de elite están llenas de paradojas, y estamos lejos de decir que durante estos años de avance neoliberal no hubo expresiones críticas, interesantes y valiosas. Con ellas queremos intercambiar.
Cuando hablan de “lo nuevo” en la creación artística, se refieren a procedimientos de trabajo, no a criterios estéticos, y tampoco a “formas” o “contenidos” de lo que se crea. ¿Les parece suficiente, para producir una diferencia cualitativa, que se apueste a “formas colectivas de creación de lo común”?
-No es suficiente, pero es necesario. La forma de producción influye en la forma y el contenido de lo producido, y las prácticas desde las que se crea habilitan o no el tipo de cruces con lo político que nos interesa pensar y generar. Pero por cierto que el pensamiento sobre el arte no se reduce a esto, y es necesario pensar críticamente la relación entre arte y política en lo relativo a las formas y los contenidos propiamente estéticos. Es justamente la tensión entre procedimientos y resultados, o entre la fenomenología de la experiencia y la espectacularidad, la que nos llama a querer pensar juntos. En el arte se inventan todo el tiempo formas de hacer en colectivo que problematizan la individualidad, conflictúan los modos de grupalidad y las jerarquías, ponen en juego herramientas de la percepción y la sensibilidad muy olvidadas en las formas de relación social instrumental. Pero no siempre las estéticas resultantes logran comunicar o socializar toda esa potencia de los procesos. A su vez, el mercado cultural presiona para que haya resultado, para que exista “la obra”, para que comience el show y se “consuma” la cultura. Entonces se fuerza que cobre forma de “obra” algo cuya potencia quizá estuvo en el proceso o en la experiencia, y no en el resultado estético. Por su parte, la política está llena de procedimientos y formas de hacer que se dicen democráticas y colectivas, pero están vaciadas de su fuerza colectiva, de su capacidad de generar encuentros y comunalizar recursos y experiencias, de incitar a la implicación y a la participación. Se refuerza cada vez más la espectacularidad de un sistema político en el que pocos hacen y muchos miran. En el campo de “la política” se controlan los resultados, pero se van vaciando los procesos. Entonces, si ambos campos -el del arte y el de la política- tienen un lado débil en lo que hace a la relación entre productos y procesos, líderes y colectivos, intuimos que pueden aprender mucho al mirarse mutuamente.
Es muy llamativo el triángulo política-ciencia-estética que plantean, porque son campos que normalmente se toman de a dos. ¿Qué los llevó a formularlo así? ¿Es “ciencia” una manera de decir “ciencias sociales”? ¿O una forma de ampliar “tecnología”?
-Creemos que el tipo de problemas que encuentran la ciencia y el arte en su relación con la política son bastante más parecidos de lo que cualquiera de estos campos está dispuesto a admitir: el elitismo, la endogamia, la mercantilización y la despolitización campean a lo largo de la cultura, y sólo un pensamiento político (¿hace falta aclarar que no necesariamente partidario?) puede contrarrestar eso. Nos interesa pensar juntos estos problemas, sosteniendo que la ciencia es cultura, incluyendo las ciencias sociales, pero también las demás disciplinas, ya que cada una tiene su politicidad. Hay una política de la economía, del derecho, de la arquitectura, de la biología, de la informática, y también de las técnicas: el diseño, la comunicación, la gestión, la ingeniería. Cada campo sufre de alguna manera el dominio empresarial, y cada uno tiene su historia, sus disputas internas, su relación con diferentes fuerzas sociales y su capacidad de crear lo nuevo. Si entendemos que los problemas se parecen, debemos suponer que las luchas también, y por lo tanto necesitamos que las discusiones se nutran entre sí, en el entendido de que las disputas no son entre disciplinas o campos, sino, dentro de cada campo, entre quienes reproducen la dominación y quienes la combaten.