La noche más larga de la literatura. El libro irlandés de los muertos. Un sondeo de las tinieblas. La abnihilización de la etimología y del átomo. En palabras de Norah, “ese chop suey que Jim está escribiendo” y, si buscamos un poco más, llegamos a acaso la mejor definición o descripción de Finnegans Wake (1939) en el libro ReJoyce (1965), de Anthony Burguess: “the first-ever fabricated mountain” (la primera montaña artificial). Es decir: quienes se hayan acercado al libro sin duda sintonizarán con la idea de algo que parece trascender lo “meramente” hecho por un ser humano para de alguna manera acercarse a lo inmenso e inabarcable, y a la vez, sin embargo, a la sugerencia de patrones, de pautas generativas. “Los poemas -escribió Burguess a continuación de su metáfora de la montaña artificial- los escriben ilusos como William Blake, pero sólo Joyce pudo hacer un Wake”.

Dicen que, cuando se le preguntó a sir Edmund Hillary por qué quiso escalar el Everest, la respuesta fue “porque está ahí”; lo mismo podría decirse de Finnegans Wake: está ahí, como un monstruo en su guarida; llegado el momento hay que afrontarlo. Y escalar.

Tarea nada fácil, por cierto. Los lectores que se ven empantanados ante un texto comparativamente sencillo como el tercer capítulo de Ulises sin duda tienen todo el derecho a tirar por la ventana un libro que parece un vasto licuado (“pegajoso”, lo llamó JG Ballard) de juegos multilingües de palabras cuya trama, si la hay (en el sentido en que hay algo llamado “trama” que muchos libros “poseen”), es programáticamente inasible, que parece cargado de incertidumbre en cuanto a la presencia o no de “personajes” definidos, y que abierto al azar arroja media docena de alusiones escondidas dentro de una homofonía del inglés con -por ejemplo- el kiswahili y el sánscrito.

Ya que lo mencionamos recién, se cuenta que Joyce dio con una gramática de kiswahili un día y, feliz, se puso a revisar los capítulos del libro insertando aquí y allá juegos de palabras con esa lengua sudafricana. ¿Arbitrariedad?; ¿provocación?; ¿mero gusto decadente intelectual pequeñoburgués esnob retorcido masturbatorio por los acertijos y por burlarse del lector y la crítica?

Quizá una de las mayores virtudes de Finnegans Wake es que responder sí o no a esas preguntas es igualmente difícil. Joyce, en cualquier caso, se encargó de referirse en varias ocasiones a su método de trabajo con esta obra, que hasta avanzada la década de 1930 fue conocida como Work in progress (“obra en construcción”), mientras sus episodios eran publicados en revistas: “Puedo justificar cada línea de mi libro”, dijo, y buena parte de la crítica se dedicaría a buscar o reproducir o cuestionar la naturaleza de esa justificación.

De hecho, diez años antes de que saliera Finnegans Wake de la imprenta fue publicado el libro Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress (“Nuestra exagminación sobre su factualización para la encaminación de Work in Progress”), que compila 12 ensayos sobre diferentes aspectos de lo que entonces era y probablemente fuera a ser el libro llamado entonces Work in progress. Uno de esos artículos estaba firmado por Samuel Beckett e incluía una fórmula que resonaría en toda la crítica posterior de Finnegans Wake: la idea de que no es un libro “sobre algo” sino “una cosa en sí misma”.

Una vez más, sin embargo, hay que dar algunas vueltas; es cierto que Finnegans Wake desafía la lógica de significado y significante y que sería difícil encontrarle algo como un “referente” a neologismos como “crossmess parzel”, pero no menos cierto es que -haciendo el equivalente lector de entrecerrar los ojos ante determinado tipo de representación pictórica- ciertos patrones parecen volverse visibles, emerger, configurarse. Y lo que encontramos parece una novela: hay un protagonista o héroe, su esposa, sus hijos gemelos, su hija menor, una historia familiar y un conflicto, seguido por un retorno o restauración. ¿Suficientemente vago como para poder referirse a... todo? Justamente: una manera de pensar Finnegans Wake es justamente la idea -acaso en su encarnación más lograda en la historia de la literatura- de un “libro total”, donde a los esquemas narrativos más básicos se superponen (y se interpenetran) alusiones a toda la historia, las artes y, en general, la cultura humanas.

La noche de Totumcalmum

Una de las posibles claves con las que insistió Joyce al referirse a su proyecto fue la idea de Finnegans Wake como la “reconstrucción” de una noche. Recordemos que en 1922 había sido publicado Ulises, famosamente la narración de un día -el 16 de junio de 1904- y parte del siguiente en Dublín, y por ello es sin duda tentador señalar que después de escribir el día más célebre de la literatura, Joyce se abocó a narrar la noche más oscura. Pero para hacerlo no había manera de usar las palabras en sus conexiones diurnas, en su lógica de todos los días; había que llevar a la lengua a un territorio donde todo es posible, donde se rompe la linealidad y una palabra puede sostener varios pensamientos al mismo tiempo. Así, la metáfora de Finnegans Wake como un largo sueño ha generado algunas de las mejores lecturas del libro, entre ellas el excelente Joyce’s Book of the Dark (1986), de John Bishop, que propone la idea de “oscuridad” como una guía del proceso de composición, para un libro tan “oscuro” (por lo ininteligible y por referirse a la noche) como “acerca de” la oscuridad. A la vez, plantea Bishop, los múltiples textos egipcios conocidos como El libro de los muertos servirían de modelo o guía, lo que además “justificaría” la hiperabundancia (no hay prácticamente página alguna que no las contenga) de alusiones a deidades y localizaciones egipcias. Siguiendo a Bishop, entonces, el libro reconstruiría el pasaje del sol por el inframundo en la mitología egipcia, sólo que en lugar del astro el que emerge/despierta al otro día sería el “protagonista”, que en las últimas páginas se llama Porter pero que a lo largo del libro aparece con nombres diversos, reunidos bajo la sigla HCE.

Este HCE, entonces, sufre una “caída” y/o comete un crimen y es juzgado, sentenciado a muerte, velado y sepultado, para regresar hacia el final del libro. Mientras tanto, sus hijos luchan por tomar su lugar y su esposa intenta exponer su inocencia. Sobre la naturaleza de la “caída” han corrido los proverbiales ríos de tinta, pero generalmente se apela a un posible delito de exhibicionismo en un parque o, incluso, a una relación incestuosa con su hija. HCE, por momentos, es también Finn McCool, un gigante mítico irlandés, y una suerte de héroe civilizador, constructor de ciudades, pero en otras ocasiones es Tim Finnegan, el borracho que se cae de un andamio y es dado por muerto en la canción popular irlandesa/americana “Finnegan’s Wake”. Acaso Porter es su nombre “real”, o acaso es nada más que otra de las tantas máscaras con las que ese “alguien” o “algo” -¿una mente colectiva?; ¿el lenguaje?; ¿la historia humana?; ¿los libros anteriores de Joyce, como sugiere Margot Norris?- sueña y se sueña.

Suelta los lazos de la parla

Es fácil comprender por qué Finnegans Wake ha sido tantas veces propuesto como “intraducible”. Sin embargo, las traducciones no han escaseado (de hecho, hace poco fue publicada una al chino), y aunque algunas -como la francesa Veillée Pinouilles, de Halphé Mihcel, publicada en internet- se proponen explícitamente como reescrituras o reinterpretaciones, otras acometen la tarea de ofrecerse como versiones completas (palabra por palabra, digamos) del texto y presentarse como una “traducción” en el sentido más inmediato del término.

En español estaban disponibles hasta hace un año sólo la traducción de un capítulo (“Anna Livia Plurabelle”, el octavo de la primera parte), a cargo del español Francisco García Tortosa, y un curioso compendio o resumen propuesto por Víctor Pozanco. Este último generalmente es considerado un fallo estrepitoso, pero dado que su autor aclara en el prólogo que su “versión [...] sólo pretende hacer inteligible lo esencial”, cabe argumentar que su texto es, en relación con Finnegans Wake, el equivalente de una versión de 40 páginas de Moby Dick para niños. Por supuesto que es inevitable, de paso, preguntarse qué es lo “esencial” en Finnegans Wake, si hay en verdad algo “esencial” o, en última instancia, con qué criterios habría que separar lo “esencial” de lo “accesorio”. Y antes de declarar fracasado el esfuerzo de Pozanco hay que pensar cómo se puede juzgar críticamente la traducción de un libro único; qué es lo que debería traducirse, cómo y a qué lengua.

En cualquier caso, igualmente problemática parece la traducción de Tortosa, que si bien se ve más exhaustiva y esforzada, carece casi siempre de musicalidad y termina por sonar grotesca, cuando el capítulo original es ante todo fluido y fluvial. Pero esa edición -bilingüe-, a cargo de la editorial Cátedra, incorpora un prólogo extenso e interesante y un útil resumen argumental.

El año pasado, finalmente, fue publicada en Argentina la primera traducción completa al español, a cargo de Marcelo Zabaloy, cuya excelente versión de Ulises había aparecido en 2015 en la misma editorial, Cuenco de Plata. Ante todo, dada la magnitud de la tarea y el esfuerzo implícito, sería especialmente ingrato y estúpido ponerse a buscar “errores”, y en un sentido inmediato sólo queda el asombro ante el logro y la audacia de Zabaloy, ante quien hay que sacarse -varias veces- el proverbial sombrero. La edición misma, además, está especialmente bien cuidada, y fue una gran idea diagramar el texto de modo que su paginación coincida con la de la edición en uso del texto original, lo cual vuelve fácil contrastar y comparar.

Después, por supuesto, cada lector podrá tener sus preferencias y sus impresiones, pero está claro que pedirle a cualquier escritor/traductor/crítico o intelectual a secas que logre, con su traducción o recreación, algo “equivalente” al trabajo más asombroso de uno de los escritores más poderosos de todos los tiempos es demasiado pedir. Desde esa idea puede señalarse, sin ánimo de ofrecer una crítica negativa, que en general el inglés y la panlengua de Joyce suenan en Finnegans Wake con una musicalidad y un aplomo que Zabaloy no siempre logró reproducir. Pero, justamente, lo maravilloso es que en algunos lugares -y a gran escala- sí lo logró. En el último párrafo, por ejemplo, la emotividad deslumbrante del original parece reproducida casi a la perfección, del mismo modo en que Zabaloy recrea con precisión el cambio de tono narrativo al comienzo de la tercera de las divisiones o “libros” del texto y, especialmente, ciertas zonas de esa sección en las que la lógica onírica parece atenuarse y sentimos que nos acercamos a un despertar.

Si bien el libro tolera (y para algunos demanda) una lectura no lineal ni continua ni “total”, leerlo página tras página implica una experiencia de la que no se sale incambiado; en esa línea, el trabajo de Zabaloy logra reproducir los vaivenes del texto original, recrear lo impenetrable de algunas de sus zonas, lo luminoso de otras y, por suerte, el humor de todas y cada una de sus páginas.

Sin duda habrá quien se queje de ciertas referencias a la cultura y la historia argentinas incorporadas por Zabaloy, pero hacerlo equivale a no comprender que el propio Joyce echó mano a su propia memoria de su infancia y su adolescencia en Irlanda, a los dichos recurrentes de sus familiares y amigos, a eslóganes publicitarios, a chistes privados; es cierto que en algunos casos las opciones son llamativas, pero todas ellas funcionan: quedan asimiladas a la máquina productora de neologismos que activamos al abrir el libro y siempre -como ante cualquier palabrajo de Joyce- podemos desdoblarlas, justificarlas, interpretarlas como se interpretan las manchas del test de Rorschach o las de humedad en la pared. ¿Ejemplos? Traducir “behaviourite job” por “tarea discepolina” o “quoit the reverse” por “más bien al vesre”; aludir a “la verdad de la milanesa”, al “sonurbano”, a Wanda Nara (“Wandanara”), a los “conchabos” o, dejando lugar hasta para una variante más uruguaya del habla rioplatense, incluir un “como pa’rebelarlo a uno contra la vida, bo”.

Quien quiera escalar la montaña de Finnegans Wake deberá, sin duda, acometer tarde o temprano la lectura del texto original, pero a modo de preparación, entrenamiento o guía, o simplemente para disfrutar leyendo al azar o volviendo a secciones específicas (“Anna Livia Plurabelle”, o el segundo capítulo del libro segundo, o el cuarto del libro tercero, o el primero del primero), la versión de Zabaloy es, sencillamente, espléndida.

Finnegans Wake, James Joyce, traducción de Marcelo Zabaloy

El Cuenco de Plata, 2016. 628 páginas.