Hace unos meses, como dos corrientes de aire conjugándose en una tormenta perfecta, al estreno de la serie 13 Reasons Why se le sumaron perturbadoras noticias sobre el “juego de la ballena azul”, y el tema del suicidio adolescente quedó sobre el tapete en muchas casas.
Entre el barullo de opiniones, el tema casi siempre fue tratado con una especie de enfoque preventivo, aconsejando a los padres e informándoles sobre posibles signos de riesgo, pero los porqués quedaron en suspenso. Desde el título de la serie, la posibilidad de acercarnos a una comprensión del proceso que lleva a alguien a quitarse la vida parecía una propuesta interesante pero con un riesgo inherente, ubicado entre las necesidades estrictamente narrativas/cinematográficas y la problematización de la temática.
El gran asunto alrededor de la recreación de un suicidio es un tabú social, relacionado con el temor a un efecto de contagio. Se crea o no totalmente en eso, en el acto en sí suele haber mucho de puesta en escena, que a menudo zafa de lo meramente imaginario/ fantasioso y termina haciéndose real, de modo premeditado o accidental. La autoeliminación de otra persona toca una fibra imaginaria nuestra, una mezcla de miedo y fantasía de cómo podría ser, de qué pasaría si lo hiciéramos y cuál sería la “mejor” forma. Mostrar una escena de suicidio es un cheque en blanco para imaginarnos la nuestra, y lo imaginario es justamente el terreno que más se ha afinado en los últimos años. Quizá no es necesariamente que la gente tenga más razones para llegar a tal extremo, sino que ha habido un adelgazamiento del terreno fronterizo de la fantasía, que mediaba entre lo simbólico social y lo real. Así como se pierde el colchón de lo imaginario (y pueden hacerse realidad explosivas reacciones que antes solían quedar en el terreno de la fantasía individual), también lo imaginario empieza a cubrirlo todo, y de golpe el límite entre ficción y realidad se resquebraja. Así, nos enfrentamos a la paradoja de vivir tiempos en los que, al menos en el mundo occidental, hay cada vez más políticas y dinámicas inclusivas, y al mismo tiempo una mayor capacidad de exteriorizar posiciones que solían permanecer en el fuero íntimo (por ejemplo, es difícil dudar de que estamos ante una sociedad menos patriarcal y machista que la de hace 50 años, pero los femicidios van en aumento, quizá justamente por esa pérdida social del sostén simbólico e imaginario).
Vivimos tiempos más cercanos a los del suicidio anómico del que hablaba Émile Durkheim, tiempos de atentados, asesinatos masivos y muertes comunicadas mediante Facebook. Una vuelta de tuerca más al fenómeno del suicidio adolescente, que nos ofrece nuevos jóvenes Werther, con otra manera de procesar sus cuitas.
Rashomon en casetera
En el marco de estas nuevas sensibilidades y escenarios apareció la exitosa serie de Netflix, y junto a ella, las preguntas de si ayuda a entender o prevenir el suicidio, o si, por el contrario, hace una especie de apología de este.
Aun considerando que 13 Reasons Why parte de la premisa fundamental de que la protagonista, Hannah Baker (Katherine Langford), se suicidó, es difícil hablar de la serie sin advertir el riesgo de posibles spoilers. Más que la historia de una chica, es la historia de una voz. Tras el terrible suceso, el liceo al que Hannah iba se encuentra en shock y los pasillos comienzan a ser tapizados con afiches de prevención del suicidio. Algunos estudiantes muestran auténtica congoja, otros se hacen los distraídos o se suman a una especie de cholulez despreciable. Clay Jensen (Dylan Minette) estaba enamorado de la muchacha y se reprocha todas las oportunidades perdidas (que fueron muchísimas) para intentar jugársela por ella. En ese contexto de pena le llega una serie de casetes (apelando, de forma autoconsciente, al espíritu retro ochentoso que invade la serie) grabados por Hannah. En cada lado de ellos, su voz introduce a un personaje que tuvo una participación en el desmoronamiento que la llevó a matarse. El material (custodiado por Tony, una especie de versión latina del cliché hollywoodense del “Magical Negro”) circula entre todos los implicados, configurándose una especie de versión literal y efectiva de la culpa colectiva. Comienza a generarse un terrible miedo (algo incongruente, en algunos casos) a que esos casetes sean divulgados más ampliamente, y una especie de trama conspirativa en la que Clay parece ser la punta de lanza moral, queriendo que todo salga a la luz (pero, al mismo tiempo, demorándose más que el resto en escuchar el material por completo).
Las cintas como combustible y canal narrativo son atractivas: por un lado, permiten organizar la historia como un Rashomon contado de a trozos; por otro, le dan una voz a Hannah, que de otra manera sólo podía ser recordada o citada. También, y más allá de lo estrictamente narrativo, la estructura basada en capítulos se acopla a una teoría micropolítica del suceso, la idea de que lo que lleva a alguien a la autoeliminación no es necesariamente un solo hecho o una patología endógena, sino un conjunto de elementos que parecen inocuos por separado.
Sin embargo, todo lo que parece ofrecernos el dispositivo narrativo termina jugando en contra del espíritu de la serie, o rebelándose contra él. En primer lugar, Clay, a los efectos de la trama, debe ir desentrañando la verdad de a poco, capítulo a capítulo, y eso exige que también sea pausado su conocimiento del contenido de los audios. El problema es que este recurso no sólo termina volviendo la situación sumamente inverosímil (¿quién, sabiendo que una de las cintas está dedicada a él, iría dosificando así la escucha?), sino que estanca a la serie en incongruencias (a veces los personajes actúan como si hubieran escuchado los casetes, y a veces como si no lo hubieran hecho) y varios momentos repetidos en los que Clay les exige a los demás que le digan la verdad, mientras la verdad está a su disposición.
El otro problema de la progresión es que en la penúltima de las cintas se termina traicionando el espíritu ético e ideológico de esta dimensión micropolítica. En metros y metros de cinta escuchamos a Hannah hablando del dolor que le causó sufrir acosos tras quedar en una lista de estudiantes como la que tiene la mejor cola del liceo, presenciar un abuso sexual, ser corresponsable -de modo sumamente involuntario- de un accidente de tránsito tras el derribo de un cartel de “Pare” y tener un enamorado que no fue lo suficientemente insistente (esa va para vos, Clay, deberías sentir vergüenza). Sin embargo, en la penúltima cara de casete nos cuenta de una violación sufrida por el capitán de fútbol americano de la institución. Lo gráfico de la escena no tiene nada que ver con el puntillosismo moral que venía manejando la serie, e incluso resulta mucho más evidente y directa que la violación presentada en otro capítulo -y perpetrada por la misma persona-. Hay algo en esa escena que vuelve absurdos y mínimos todos los argumentos anteriores. De golpe, ya no es la historia de una culpa colectiva, y todo se sume en el vórtex de esa violación, el culpable es evidentemente ese tipo, el más malo de todos los villanos, partícipe o artífice directo de casi todo lo malo que le pasó a la chica.
Cuando se maneja una teoría y súbitamente se la reemplaza, en la práctica, por otra, hay problemas no sólo técnicos y narrativos, sino también éticos.
Los tonos y la escena
Quizá sea justamente este uno de los problemas esenciales de 13 Reasons Why: la serie nunca sabe del todo qué tipo de programa quiere ser. A cada rato hay saltos de registro que en cierto tipo de series profundizan estilo y contenido, pero que en esta la acartonan o la vuelven simplemente inverosímil. Hay momentos en que los directores nos muestran a una Hannah ingeniosa y divertida (algo no necesariamente excluyente de que termine suicidándose), pero ese ingenio se traslada a las propias cintas, resultando el asunto en algo mucho más cínico que alumbrador. Es más, termina generando algo medio antipático alrededor de la víctima, confirmando un poco el carácter de reina del drama que algunos le adjudicaban. Una vez más, siempre es bueno lidiar con personajes tridimensionales y contradictorios, pero en el caso de 13 Reasons Why lo contradictorio no es la protagonista en sí misma, sino su tratamiento desde lo narrativo.
Y en el fondo todo vuelve a los casetes. En la línea del temor al contagio de las ideas de autoeliminación, la propuesta de organizar el impacto de la muerte propia con documentos a repartir, como si se tratara de una especie de juego de viralización, parece extrañamente atractiva. Muchos suicidios son una forma de castigo al entorno, y la posibilidad de poner en el banquillo de los acusados a una gran cantidad de personas mediante casetes, en vez de utilizar el anticuado recurso de la carta de despedida, por momentos se ofrece como una poetización de ese ajusticiamiento.
Lo curioso, quizá, es que ese mismo cambalache de tonos es lo que termina haciendo zafar a la serie de la acusación de ser una apología del suicidio. La escena más discutida de 13 Reasons Why es justamente aquella en la que vemos a Hannah acostarse en una bañera y cortarse las venas en tiempo real, sin música de fondo ni nada que estetice el momento. Allí, todo lo que volvía fetichizable a Hannah desaparece. Vemos dolor y un instante de horror en su cara, un golpe de lucidez en el que se da cuenta de que acaba de hacer lo que hizo y duda un segundo de qué hacer después. El corte en el segundo brazo parece hacerlo, más que por convicción, porque sabe que ya es difícil zafar. Su muerte se nos muestra como algo terrible, seco e incluso un poco torpe. En el cine, los suicidios suelen presentarse desde lo explosivo (especialmente los disparos autoinfligidos) o como una entrega estetizada. El de 13 Reasons Why queda en un incómodo punto en medio de esas dos opciones, y le quita al suicidio cualquier posibilidad de romanticismo.
Por supuesto, es difícil saber cómo puede repercutir una escena en la cabeza de alguien, básicamente porque hay tantas formas de reaccionar como personas. Quizá el resultado final de 13 Reasons Why habla de la banalidad en la que terminaron quedando las razones y del realismo con que se supo escenificar el acto. Esta es a la vez la maldición y la redención de una serie que habrá que ver cómo es entendida y recordada por las nuevas y futuras generaciones.