A los 82 años falleció un notable cuentista y maestro de escritores, que comenzó su carrera con el cuento “El marica”, premiado por un jurado formado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Pero ese sólo fue el comienzo: como cuentista, Abelardo Castillo integró la estirpe modelada por Roberto Arlt y el autor de El Aleph; como novelista, gestó grandes y reveladores proyectos, como El que tiene sed (1985) o Crónica de un iniciado (1991), fundó revistas literarias que marcaron un hito en la resistencia cultural (antes y durante la dictadura militar, El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco), y a eso sumó varias obras de teatro, entre ellas Israfel [1964], y ensayos que conformaron una experiencia única.
En una entrevista en la que recordó su primer encuentro con Julio Cortázar se evidencian las coordenadas de una época marcada por la ruptura y los entrecruzamientos estéticos: “Cuando conocí a Cortázar le pedí cuentos para la revista y él me pidió relatos a mí. En el viaje en el que le mandé ‘Historia para un tal Gaido’ para allá, ‘Continuidad de los parques’ venía para acá, era como si el mismo cuento viajara por el mar de un lado a otro. Después lo hablamos en 1973, cuando nos encontramos físicamente, y a él le parecía totalmente natural que ocurrieran esas cosas. La primera vez que vino a casa, yo escuchaba Radio Nacional y, justo cuando él aparece entrando por la puerta, interrumpen el programa de música clásica y aparece el sonido de un saxo”. Castillo, que descubrió que “El perseguidor” homenajeaba realmente a Charlie Parker, recomponía sus historias con el encanto y el genio de quien concibe a la literatura no como una voluntad, sino como un destino: más adelante, hablando sobre un homenaje a Mario Jorge de Lellis organizado en la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) por El Escarabajo de Oro, decía: “Todo empezó raro, porque era un poeta comunista, que militaba, incluso, y encima conseguimos a [Aníbal] Troilo para que tocara. Todo venía encaminado hasta que alguien me dijo, a pocos minutos de que empezara el evento: ‘Si no le traen una botella de whisky, Troilo no toca’. Fui corriendo al bodegón de la esquina pero no me querían vender la botella, porque sólo era para tomar ahí. Le explico al hombre que está Troilo, que necesitaba urgente el whisky, y el tipo no sólo accedió sino que varios de los que estaban se vinieron conmigo. Cuando entro a la SADE con la botella de whisky en la mano y un pelotón de ebrios atrás, aparece Fermín [Estrella Gutiérrez, director de la SADE] despavorido y dice: ‘¿Qué es esto, Castillo?’ En esa época, cuando empezaba a gestar El que tiene sed, yo tomaba bastante. La primera nota de Troilo esa tarde fue como si se hubiera dormido sobre el bandoneón, una nota sola larga que daba la impresión de que no terminaba nunca y que creó un clima de éxtasis, como si fuera la primera vez en el mundo que se oía la nota de un bandoneón. También estuvo en el acto la vedette y actriz Egle Martin. Recuerdo que Troilo, que también se puso a firmar los libros de De Lellis, le hizo una dedicatoria notable: ‘Negra, si la noche se llamara de algún modo, llevaría tu nombre’”. Ayer, muchos recordaron los ecos de la voz baja del doctor Cardona, cuando en “La que espera” decía, “La vida, mi querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es un misterio”. El misterio que Abelardo Castillo reinventó, despojándolo de cualquier atisbo cotidiano, comprendiendo que, como expresaba uno de sus cuentos, “la vida es doble. O por lo menos doble”. O al menos lleva su nombre.
Para muchos escritores argentinos, tan disímiles como Samanta Schweblin, Rodrigo Fresán o Pablo Ramos, Castillo se había convertido en el maestro. En el caso de Ramos, además, le enseñó que valía la pena vivir como escritor: cuando nos enteramos de la noticia, la diaria lo llamó a su casa de La Paternal para conversar sobre esa obra que no deja de reescribirse nunca.
–Llevás una alianza con una frase de El que tenía sed [“un día construido como una estrella”].
-Sí, es como mi casamiento con la literatura. Aquel cuento era sobre una rodada y la muerte de un caballo, y sabía que él tenía un amigo que era burrero, [el escritor Bernardo] Jobson. Cuando lo terminé, me preguntó si poner un jockey o un corredor de fórmula 1 era lo mismo. Le dije que sí, y prácticamente me respondió que nunca había escuchado una boludez semejante en su vida. Desde ese lugar, desde ese momento, hubo muchísimas instancias en las que tuve el privilegio de cruzarme con él, de escucharlo, de estar atento. Creo que él definió como nadie lo que es la belleza, que excluye las revistas de moda, la decoración. Mejor que Platón, Abelardo Castillo definió la belleza como lo opuesto a la estupidez. Eso es lo que creo, y lo que trato de que sea mi literatura: no una idea estética, sino lo opuesto a la estupidez, algo necesario, algo que me pese tanto que no lo pueda nombrar.
–¿Cuál creés que fue su aporte a la literatura argentina?
-Su aporte es enorme. Quizás se trate del intelectual latinoamericano más poderoso del último tiempo. Desde su lectura de [Edgar Allan] Poe, desde el teatro, desde su relectura de Judas [El otro Judas, 1957], desde su gran novela sobre el alcohol [El que tenía sed], pero también como filósofo y como pensador. Castillo sabía de literatura de verdad. Entendía la esencia de ese mecanismo que es un cuento, cómo funciona. Todo el mundo dice que hay que escribir sin gerundios, ¿no? Sin embargo, un gerundio utilizado por él puede ser una bomba atómica. Por ejemplo, en “La madre de Ernesto” [cuento de Las otras puertas, 1961], escribió: “Cerrándose el deshabillé lo dijo”. Ese “cerrándose” es una bomba atómica.
–Y esto, además, vino de la mano de un fuerte compromiso social y político.
-Es que él, antes que un escritor, era un hombre, y un hombre íntegro. Incluso cuando ganó un montón de guita con Israfel, la dedicó entera a un número de El Escarabajo de Oro, que era una edición monumental. Para Israfel -en la que trabajaba Alfredo Alcón- y El otro Judas había más cola que para ir a los teatros de revista: eso habla del panorama de Buenos Aires, y de la época que le tocó vivir, que no es ni por asomo la que se vive ahora.
–Más de una vez has recordado cuando él te dijo “uno no corrige un texto, corrige personas”. ¿A qué apuntaba?
-A la espiritualidad de la literatura. Me acuerdo perfectamente del momento. Él se refería a que corregir era un trabajo espiritual, no técnico. Abelardo mete el espíritu. Yo lo considero católico, no en la rama de Felisberto Hernández, no en el tenor de ir a la iglesia, pero sí de preguntarse sobre Dios, la gran cuestión de él es Dios. Es ese escritor antiguo y eterno: sus preguntas eran quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Por eso creía que corregir era un trabajo espiritual.
–Me imagino que coincidís con aquello que decía sobre el escritor: “Es, sobre todo, un inmoderado por naturaleza, un rebelde”.
-Sí, el escritor es alguien por fuera del sistema, por fuera de la república, y no para poder tener perspectiva: es un rebelde ante la injusticia. Y Castillo era más rockero que Jimi Hendrix. Ahora nadie se atreve a decir “me paso por el culo a Baudelaire y Las flores del mal, porque es una poesía que no me modifica”, que no importa. Y si la droga es un paraíso artificial, lo es para la burguesía, no para un tipo que tuvo que laburar desde los diez años. Por eso me conmueve más la poesía de Bukowski: “Alguna gente es joven y nada más / alguna gente es vieja y nada más. En el medio están los otros / Y alguna gente está en el medio / sólo en el medio”. Leete ese poema, “Nota sobre la construcción de las masas”, y vas a entender todo.
–La última vez que nos encontramos, recordaste lo que había dicho Castillo sobre Roberto Arlt: “El escritor que cualquier maestra de escuela puede corregir y que ningún otro escritor argentino puede igualar”.
-Hay gente que no entiende nada. Cuando [Juan Carlos] Onetti le llevó el manuscrito de La vida breve a Roberto Arlt, él lo ojeó y preguntó: “¿Publiqué algo este año?”; cuando le dijeron que no, agregó, “entonces es el mejor libro”. Y tres páginas había leído. Imaginate que cuando Arlt hablaba de Ulises en el prólogo de Los lanzallamas, Ulises no tenía traducción al español. Y habla con una autoridad... La academia después se agarró de cualquier cosa; lo que pasa es que, como no tienen pelotas, se agarran de las pelotas de los otros. Creo que Abelardo Castillo ha sido un escritor con pelotas. Perdón por lo masculino, si fuera mujer diría ovarios, pero es lo que soy yo en la vida y en la literatura. Creo que algo de eso se nota, que algo de esa verdad queda.
–¿Y con qué obra te quedás? ¿El que tiene sed?
-Sin dudarlo. Ese es el gran libro para mí. Quizá La ley de la ferocidad [novela publicada por Ramos en 2007] es la reescritura de ese libro.