Para quien escribe, Rosario Bléfari siempre será aquella morocha de voz aguda y mameluco amarillo trozando cantidades industriales de pollo en Silvia Prieto [Martín Rejtman, 1998], pero su carrera ha abarcado tantas disciplinas que es imposible circunscribirla a un solo terreno. Actriz, música, escritora y periodista, antes de sus actuales trabajos solistas fue la voz de Suárez, icónica banda del indie argentino y responsable de Horrible (1995), un disco que marcó a una generación entera en lo que refería a la peculiarísima composición de atmósferas, y Galope (1996), con un sonido kraut que sería un antecedente directo de celebridades actuales de la música independiente argentina, como Él Mató a un Policía Motorizado. Este sábado cruza el río para tocar con Dani Umpi y Carmen Sandiego en la sala Camacuá.
–Tanto Carmen Sandiego como Dani Umpi tienen un peso muy importante de los textos. Se me ocurrió que ese podía ser uno de los puntos de contacto con tu obra, considerando que dijiste hace un tiempo que, más allá de lo variado de las disciplinas que abarcás, en el fondo todo remite a la escritura.
-Sí, lo pienso así. Desde que empecé a relacionarme con lo artístico, siempre fui con la escritura al lado, siempre la llevé como mi guía, como diario y agenda: diario en el sentido de dejar asentado qué pasó, relatar e irme reflejando; y agenda porque en ese mismo diario, cuando uno va haciendo la revisión, va proyectando también, va pensando qué podría modificar, qué podría combinar. Se vuelve a los temas que van apareciendo, los estados, un imaginario poético que se va macerando.
–¿Cuáles fueron los libros más importantes para vos?
-Si me remonto a los primeros años, cuando empecé a trazar un camino, fueron importantes Dostoievski, Kafka, Stendhal: parece raro, siempre me da vergüenza porque son cosas muy clásicas, pero tiene que ver con lo sociocultural y con de dónde uno viene. Tuve un momento Dostoievski a los 17, 18, y leí casi todo lo que estaba traducido. Por ejemplo, Nétochka Nezvánova, la historia de una chica que tiene un padre violinista. A lo largo de la novela hay toda una relación con el éxito: qué es el fracaso, qué no sería el fracaso, cómo lo viviría el padre violinista. También estuvieron Scott Fitzgerald, Carson McCullers, sobre todo El corazón es un cazador solitario... Todos extranjeros, ¿viste? Bien colonizada, ¿no? Luego, de acá, tuve la suerte de que en la escuela nos hicieran leer Borges, y fue importante para mí porque a partir de él conocí muchas cosas. Borges es como el señor que te dice “cuando yo leí a Conrad...” y ahí pispeás y vas anotando y leyendo. Yo estaba bastante sola en esto, y me servía como una guía. Mi papá siempre me llevaba a la Feria del Libro, y encontré una antología de literatura fantástica hecha por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, que se convirtió en uno de mis libros favoritos. Después descubrí a Roberto Arlt, como en cuarto año, y terminé haciendo una obra de teatro basada en su imaginario, a veces adaptándolo a la actualidad. En ese momento tuve un momento Arlt muy importante. Onetti también es un autor que me encanta, pero fue todo en esa época. Mi último descubrimiento literario es una escritora chilena, Constanza Gutiérrez, que escribió un libro que se llama Incompetentes.
–Metiéndonos en lo interpretativo, estuve leyendo el texto que escribiste sobre Horrible: decís que cuando cantabas “Saludos en la nieve” se te quebraba la voz, y que entonces descubriste que en la interpretación uno debe mantener agazapada la conexión original con la canción, y un poco hacer de cuenta que no sabe de dónde vienen exactamente esas palabras.
-Sí, el intérprete se tiene que apoderar de la canción para poder sentirla, pero también debe tener esa distancia de quien está trabajando con material ajeno, como un actor. En ese sentido, tenía que hacer un doble trabajo, primero una enajenación y después reapropiarme de una forma más fría y construida. Al cantar no podés emocionarte; es hasta algo físico. Sos como un acróbata que, si se emociona al hacer el doble o triple salto mortal, se puede caer. Con la voz pasa lo mismo: si la emoción te toma y no te deja pasar el aire, ya no podés hacer el trabajo de distanciamiento. La apropiación debe ser una especie de construcción, se debe poner un pie afuera. Si uno está todo metido adentro, no llega a comunicar la emoción, es como el comilón en el fútbol: te llevás la pelota vos solo. El que escucha se queda afuera también, dice: “Uy, ¿qué le pasa? Se puso re mal”, pero se rompe algo ahí.
–¿Cómo te relacionás con tu propia voz?
-Como les pasa a todas las personas, mi voz no me gusta. A veces desearía tener una voz grave y adulta, pero tengo una medio aniñada. No me gusta para hablar, no me gustaba cuando era joven, porque parecía más chica, y ahora, más de vieja, parece que cuando hablo me hago la boluda. Una vez escuché a una actriz que para hacer un personaje había bajado dos tonos la voz, y quería hace eso, pensaba que así la gente me iba a tomar más en serio, que iba a respetarme más. Pero es como travestir la voz: no puedo, no me sale.
–Te lo preguntaba porque en Suárez, por ejemplo, hay una progresión desde Hora de no ver [1994], pasando por Horrible, a discos en los que la voz comienza a colocarse cada vez más adelante, hasta Excursiones [1999], en el que es súper nítida.
-No lo había notado, pero creo que eso responde más a que en la primera época nos interesaba que las cosas quedaran en una maroma, en un caos, con un imaginario más psicodélico, como My Bloody Valentine pero también como cosas más viejas, como Can y lo que escuchábamos del kraut rock, que tenía que ver con una especie de mantra… Escuchábamos Amon Düül, pero también The Velvet Underground, Jefferson Airplane, el Pink Floyd de Syd Barrett. Después, en la época de Galope [1996], nos gustaba más el rock de guitarras, y el grito y la pelea entre los dos, y empezó la guerra de los volúmenes. Y en Excursiones estaba más la idea de que la melodía fuera protagonista, y ahí la lleva más la voz.
–Pensaba también en el tema de tu voz en la actuación, porque en Silvia Prieto tu timbre es muy bien aprovechado por Martín Rejtman. Tiene algo que no es 100 por ciento naturalista, hay una especie de distanciamiento.
-A Martín lo asocio con el trabajo que hacía Robert Bresson con los actores en Pickpocket [1959]. El protagonista no era actor del todo, y a Bresson le interesaba la neutralidad en el decir de los personajes. No me acuerdo exactamente, pero creo que la intención era emparejar todos los tonos, para que eso no marcara o no tuviera un tono de actuación.
–Eso estaba muy marcado en Argentina hasta principios de los 90, parecían todos tangueros.
-Era terrible, como una música de la que nadie podía escapar. Incluso había películas de Adolfo Aristarain, como Tiempo de revancha [1981], sin un manierismo particular, pero en las que también se les escapaba eso.
–En tu primera actuación, en Doli vuelve a casa [Martín Rejtman, 1986], tu voz casi no aparece. Es raro, siempre pienso tu carrera en torno a tu voz.
-Bueno, de hecho, en la última película en que actué, Adiós, entusiasmo (2017), de Vladimir Durán, sólo aparece mi voz. Interpreto a un personaje central porque todos giran alrededor de él, pero nunca se ve en pantalla. Me llamaba la atención que me pidieran trabajar por la voz, habiendo tantas actrices, y él decía que justamente le gustaba cómo mi voz se aparta del tono de la actuación. Incluso, a veces, me paraba y decía: “No, así no. Estás actuando demasiado bien”.
–En Los dueños [Ezequiel Radusky y Agustín Toscano, 2013] surge algo muy particular: tenés que hacer de dueña de la casa, y en tu vida fue al revés, ya que tus padres fueron caseros en Bariloche.
-Sí. Yo estaba del otro lado, de alguna manera. Para mí fue muy importante y, de hecho, hasta hubo discusiones, fue peliagudo el asunto. En un momento les dije que no quería participar en una representación de los caseros -¡pobres!, re problemática la actriz- que contribuyera a una mirada opresiva sobre ellos. Tengo medio armada una teoría de la representación del “servicio” en el cine y en la literatura. Mi hipótesis es que, de alguna manera, la mirada burguesa tiende a crear una situación de catarsis en la que los caseros suelen matar al dueño, o a ocupar su lugar, y eso no deja de ser la paranoia y los fantasmas de la burguesía, de los patrones y dueños. Viene de lejos, de El sirviente [1963], de Joseph Losey, de Ionesco, de Sartre. Siempre es muy atractivo ese tema del que te atiende y te limpia, esa sensación de codependencia para existir que se genera entre los dos. Conmigo no era una cuestión de que quedaran bien parados o no, no era “quiero un cocinero que quede como que es una buena persona”. Lo que no quería era que respondiera únicamente a una paranoia de “cuando nos vamos se meten en la casa”. Lo hablé tanto con los chicos, les hinché tanto las pelotas, que quiero creer que contribuyó a que se escaparan del lugar más obvio, de favorecer esa representación de la paranoia de un patrón.
–¿Con qué canción has sentido que estabas haciendo algo distinto, o que te enorgullecía?
-No sé, hay muchas canciones que me gustan mucho, pero no sé si es por lo diferentes que son. De las más recientes me gusta “Copiloto”. Me acuerdo que cuando hice “Lobo” me sentía muy orgullosa y pensaba: “Nunca más voy a hacer una canción como esta”. En general, me gusta que una canción pueda entrar en una marea junto a otras, que no tenga algo tan distinto, sino que, con elementos que conocemos o reconocemos de otras, se pueda llegar a algo muy bueno. Comparándolo con el plano culinario, tal vez un plato que no sea tan original, o que no sea hecho de hongos del espacio exterior, o yo qué sé, sino que esté hecho a partir de recetas o cosas que conocés y comés, y que están en otros platos, pero que se combinaron de una manera especial. En el terreno de las canciones pasa eso. Me gusta que haya algo reconocible, familiar. Después, de épocas más viejas, “Saludos en la nieve” me gusta mucho.
–¿Sentís que haber vivido en el interior tuvo una influencia en tu música?
-Sí, creo que sí, pero también creo que tiene un papel importante la clase social, y dentro de la clase social, mis padres en particular. Cómo eran ellos, la mirada que tenían de las cosas. Ese micromundo de mi familia, porque yo soy hija única, y siento que distintas ciudades en las que vivimos fueron como periferias. El núcleo familiar es como un pequeño universo, y ese es el centro, en realidad. Conozco muchas personas que también vivieron en Bariloche, o en Mar del Plata, pero que no tienen cierta mirada sobre las cosas que yo tengo, porque hay cosas que no se detuvieron a ver, o quizá vieron otras que en el pequeño universo de mi familia pasaron inadvertidas. A mí me pasaban determinadas cosas físicas alrededor de la importancia del fuego, la salamandra, la leña, el hacha, el perro, el tanque que no carga, la humedad del mar, lo que se oxida... Pero por ahí conocés a alguien que vivía en Mar del Plata cuando era chico y que no iba a caminar por la playa en invierno, o a quien no se le herrumbraba la ventana. Lo mismo ocurre en Bariloche. Las circunstancias sociales de mi familia me permitieron ver imágenes y cosas que no están en la infancia de todos.
–En relación con eso de lo periférico, se nota que hiciste un camino muy individual, diferente del de los circuitos de rock y contracultura a los que un adolescente promedio podía enfrentarse.
-Sí, pienso que eso tiene que ver con lo que cada uno tiene a mano. Uno va construyendo una periferia propia. Es algo raro, porque todos nos creemos el centro de lo que vivimos. Yo no tenía mucha conciencia de ello, pero dentro de ese universo creaba mi propia periferia, creaba cosas que iban tocando límites de algo. Cuando vinimos a Buenos Aires, luego de trabajar de caseros en Bariloche, vinimos a la casa de un millonario, donde vivimos en las habitaciones de servicio. En ese período nosotros estábamos las 24 horas con el patrón; era diferente de lo que pasaba allá, que lo veías una vez cada tanto. Yo tenía mi habitación propia y el dueño era un tipo muy amable, muy considerado: cuando llegamos, me preguntó cuál era mi color preferido, para pintar con él mi habitación. Puso cuidado en lo que me gustaba que hubiera, en poner estantes para una biblioteca. Era muy linda mi habitación, pero quedaba dentro del ala de servicio. Las ventanas eran parte de una arquitectura de fines de los 70, algo que parece una decoración, pero que son unos fierros que ofician como de persiana fija, que permite mirar en una sola dirección. Con el tiempo me fui dando cuenta de que esas bandas metálicas eran para que, de alguna manera, desde afuera no se viera el interior de la habitación de servicio, que daba a un frente común con otros dos edificios, torres de categoría. Los dueños no querían ver lo que hacía la gente del servicio. Yo podía ver a la calle, pero por cómo estaba construido, desde la calle no se podía ver hacia adentro. En esa habitación yo escuchaba [en la radio] El tren fantasma, en el que pasaban rock nacional, y en ese programa oí por primera vez un tema que me llamó mucho la atención, de Litto Nebbia y Mirtha Defilpo, “La ventana sin cancel”. Decía: “Cuidado, Julieta, estás acumulando sombras en los vidrios de tu ventana sin cancel. Sospecha, Julieta, que si el amor visita a una muchacha, lo hace cambiándose la piel”. Y yo: “¿Qué dice? ¿Qué Julieta?”. Todo en una melodía sinuosa, súper rara, distinta de todo lo que había escuchado antes. En mi casa se escuchaba mucho a Los Chalchaleros, a José Larralde y esas cosas, y en El tren fantasma podía escuchar “Violencia en el parque” [de Aquelarre] o Manal. Fue así como me fui armando una periferia propia, porque todo lo que se escuchaba en mi casa era otra cosa. Estos autores, que eran clásicos y yo no lo sabía del todo, terminaron operando de esa forma. Fijate que en el fondo todo remite a Kafka y a las sensaciones que genera. Kafka sigue siendo el que era, y dentro de 500 años Kafka seguirá siendo Kafka; sigue siendo una periferia, algo raro. El mundo kafkiano seguirá siendo lo que es. En este momento hay alguien leyendo a Kafka por primera vez, habilitando zonas de percepción.