En el principio fue Dune, la adaptación de la novela homónima de Frank Herbert que quiso filmar Alejandro Jodorowsky allá por 1975. El proyecto terminó por convertirse en una leyenda: junto a la música de Tangerine Dream, Magma y Pink Floyd y el diseño de producción de Jean Moebius Giraud, HR Giger y Chris Foss, la película iba a contar con las actuaciones de Orson Welles, Salvador Dalí, Mick Jagger y David Carradine, pero jamás llegó a concretarse. De todas formas, algo pasó más allá del fracaso del proyecto: desilusionado, Dan O’Bannon, que había sido contratado para supervisar los efectos visuales, y que venía de colaborar con John Carpenter en el guion de Dark Star (1974) y de editar, diseñar y protagonizar esa película de culto entre los fans de la ciencia ficción cinematográfica de los 70, retomó un proyecto que lo había ocupado poco tiempo antes de embarcarse en el circo de Jodorowsky. Se trataba de volver a filmar Dark Star (que era más bien una película de humor negro) en clave de horror, con una criatura extraterrestre que se infiltra en una nave espacial y empieza a matar uno por uno a todos los integrantes de la tripulación. Para la tarea contó con la ayuda de Ronald Shusett, quien estaba escribiendo en ese momento el guion de lo que sería el clásico El vengador del futuro, de 1990, y, como él mismo admitiría después, concluyó su escritura robando de todas partes: de las películas The Thing from Another World (Christian Nyby, 1951), Forbidden Planet (Fred M Wilcox, 1956) y Planet of the Vampires (Mario Bava, 1965), del cuento “Junkyard” (1953), de Clifford Simak, y de los reunidos en Relaciones extrañas (1960), de Philip José Farmer.
Shusett y O’Bannon empezaron a mover el guion por ahí, señalando que se trataba de algo así como “Tiburón en el espacio”. Finalmente, la película quedó en manos del director Ridley Scott, quien famosamente decidió “tratarla como si fuera algo serio” en lugar de ponerse a filmar otro film de monstruos clase B. Para hacerlo, tuvo la feliz idea de hacerle caso a O’Bannon y reunir a aquel dream team proyectado para Dune, de modo que entraron al proyecto Ron Cobb, quien empezó a trabajar en diseños de interiores para la nave espacial (que sería llamada Nostromo en honor a la novela de Joseph Conrad de 1904); Moebius (que finalmente aportó apenas ideas para los trajes espaciales); Foss para buena parte de los aspectos “humanos” de la tecnología mostrada por la película; Roger Christian, quien venía de la primera Star Wars (1977) y construyó los sets; y, en una maniobra que terminaría de garantizar el lugar destacadísimo que tendría Alien: el octavo pasajero en el cine de ciencia ficción y horror, el ya mencionado pintor suizo HR Giger, quien se encargó de todo lo que tuviera que ver con extraterrestres.
No es este el lugar para ponerse a comentar más en detalle aquella película, estrenada en 1979, así que vamos a quedarnos nomás con algunos de sus aportes al género: nunca había sido representada tan detalladamente una nave espacial “real”, con escapes de vapor, herrumbre y maquinaria opresiva y masiva, ni tampoco una tripulación integrada por lo que después sería descrito como “camioneros en el espacio”: ni científicos ni ingenieros ni héroes espaciales, sino más bien obreros preocupados por la paga a recibir, y una heroína con la que se podía empatizar más que fácilmente. Pero había algo más: gracias al trabajo de Giger, el monstruo y los decorados de la nave espacial varada en el planeta se convirtieron en la mejor representación de lo extraterrestre en el cine: extraño, amenazante, incomprensible, suspendido en un lugar indecidible entre la máquina, el animal y una inteligencia tan funcional como la humana pero, a la vez, notoriamente no humana.
De dos a cinco
La película dejaba también unas cuantas preguntas. Algunas de ellas -por ejemplo, las relativas al ciclo de vida de los alienígenas, que pronto serían llamados xenomorfos en la literatura asociada con la saga- obtendrían respuestas en la secuela Aliens (1986, James Cameron), que, de todas formas, y aunque tiene hasta hoy sus cultores, se acercó mucho más al film de monstruos clase B que quiso evitar Scott, y quedó presentado más bien como uno de acción, con marines y armas. Visto ahora, y en la estela de su predecesora, salta a la vista lo esquemático y cliché de la trama y sus personajes, así como la berretada de los decorados y diseños, que son a las visiones de pesadilla de Giger lo que una versión Lego de Nuestra Señora de París a la famosa catedral. Pero lo propuesto por esa segunda película funcionaba (y acaso funciona todavía) como entretenimiento pochoclero, además de incluir una de las escenas más memorables de la saga (cuando Ripley le grita “Get away from her, you bitch!” a la reina alien). Eso sí: no asustaba ni inquietaba; podía sobresaltar o generar algo de suspenso, pero eso, se sabe, no es lo mismo. De hecho, después del horror que representaba el xenomorfo en la película de Scott, ver a una manada de ellos abatidos por lanzallamas y metralletas implicaba una pérdida notoria y desilusionante.
Siguieron -además de novelas, videojuegos y cómics, entre los que hay que destacar los de Mike Mignola- dos películas más (no voy a contar las de Alien vs Predator, aunque hay quien las toma como “canon” en el universo ficcional de la saga): Alien 3 (1992, David Fincher), y Alien: Resurrección (1997, Jean-Pierre Jeunet). Ambas son fácilmente descartables y la segunda de ellas es, francamente, un desastre. Acaso pueda defenderse la versión extendida de Alien 3 que se dio a conocer en 2003, y le suman puntos, sin duda, tanto el hecho de que Giger estuviera involucrado en los diseños de producción (si bien su control del aspecto de la criatura no fue completo, como en la primera), como que se pretendiera volver a la fórmula de horror claustrofóbico y gótico (la nave de la primera parecía una catedral del espacio, de hecho), pero, en general, no está ni por asomo a la altura de la inauguración de la saga.
Las cosas se pusieron más interesantes en 2012, cuando Ridley Scott volvió al universo ficcional de los xenomorfos con Prometheus. Si bien esa película fue (y es) bastante resistida por muchos fans y críticos (sobre todo por problemas de verosimilitud), cabe pensar que sus aportes al universo ficcional que nos ocupa son sobresalientes, tanto por la mitología de los “ingenieros” (presuntos creadores de los xenomorfos o, mejor, de esa forma de vida proteica que los origina: un notorio guiño a los shoggoths del clásico de HP Lovecraft En las montañas de la locura) como por las nuevas variedades de criaturas y, en especial, por la maravillosa secuencia inicial -en una suerte de planeta Tierra sin vida humana ni animal-, que se convirtió en punto de partida para no pocos teóricos del poshumanismo y la ontología orientada a objetos.
Cerca del comienzo
Alien: Covenant, recién estrenada en Montevideo, aparece propuesta como una secuela de aquella película de 2012 y como un eslabón más cercano -en cuanto al universo ficcional y su cronología- a la de 1979. Los personajes aluden en más de una ocasión al destino de la nave Prometheus, y, además, vemos a uno de sus tripulantes; la trama básica, por su parte, sigue las pautas de la primera Alien: una nave espacial (llamada Covenant) cargada con cientos de colonos en hibernación (y otros tantos embriones congelados) se encuentra en viaje hacia un planeta designado como pasible de ser “terraformado” (vuelto habitable como la Tierra), pero algo sucede en el camino y la tripulación debe ser despertada, para hacer tareas de mantenimiento, por el androide Walter. Mientras trabajan en las reparaciones detectan una -en principio imposible- transmisión de origen humano, proveniente de un planeta aun más ideal para la colonización, y el oficial a cargo decide investigar, contra el consejo de algunos miembros de su tripulación.
El parecido con El octavo pasajero es claro: los exploradores encontrarán al xenomorfo en su forma larvaria y lo subirán inadvertidamente a la nave, el monstruo llegará a la forma adulta y, parafraseando un capítulo memorable de Los Simpson, se los comerá a todos. Pero hay más en Covenant que un simple calco de la película de 1979: para empezar, y en tanto es una secuela de Prometheus, tenemos una serie de temas ausentes en la original, entre ellos el problema del origen (la aparición y evolución del ser humano pensada como “producto” de un diseño y no tanto como consecuencia del azar) y la posibilidad -tan deslumbrante en Blade Runner (1982), también de Scott- de que la criatura encuentre a su creador y demande que este corrija las fallas en su diseño.
De paso, Covenant se permite proponer una criatura nueva (ya se lo está llamando “neomorfo”) en la que se fusionan la estética de Giger y la de Zdzisław Beksinski (lo cual representa un paso adelante en la construcción visual de criaturas realmente aterradoras e inquietantes), además de una suerte de “explicación” sobre algunos asuntos cercanos al “origen” de esta no especie o posespecie (y tanto Prometheus como Covenant, en este sentido, se prestan para mucha reflexión en clave de biología evolutiva). Aparece también una nueva variante de xenomorfo, sólo que de alguna manera más “biológico” que el clásico de la primera película, menos “biomecánico”, por usar el término usualmente empleado para referirse a la estética -fusión de cuerpo y maquinaria- creada por Giger (de hecho, si los xenomorfos de Covenant fueran iguales a los de El octavo pasajero habría un problema de continuidad, en tanto esta transcurre unos 20 años después de aquella). En cualquier caso, es cierto que una mirada atenta revela algunos puntos de tensión y, por lo tanto, la aparición de (muchas) más preguntas; pero desde la serie Lost en adelante, se sabe, la narrativa en cine y televisión -la de género, especialmente: terror, ciencia ficción, fantasía- ha apostado a menudo por el enigma permanente (que habilita el planteo incesante de hipótesis por parte de los fans congregados en comunidades) como motor de la narrativa, en vez de la lógica más tradicional (y aburrida) de ir atando cabos para ofrecer esquemas redondos y autoconclusivos.
Covenant puede, entonces, aspirar fácilmente a un segundo puesto en cuanto a fascinación y sentido de la maravilla (eso que es tan, pero tan importante en la ciencia ficción, y que en esta película estalla exactamente a la mitad, en una escena memorable que cae en el momento justo para retener al espectador), pero el primer puesto sigue en manos de la película de 1979. ¿Por qué? La respuesta depende de qué se espere de una película de la saga -o de una película y punto-. Quienes busquen personajes sólidos o al menos protagonistas con los que se empatice tan fácilmente como con la interpretada en sus momentos (y por favor no incluyamos al mamarracho de Resurrection) por Sigourney Weaver difícilmente se vean satisfechos, por ejemplo; a la vez, para tratarse de una película de Ridley Scott, Covenant está notoriamente desprovista de atmósfera, tanto en el sentido narrativo como, especialmente, en el más literal: faltan las nieblas, las partículas en suspensión o incluso la mera opacidad del aire, falta la sensación de “peso” en la maquinaria y falta esa corrosión que habla del tiempo y la entropía. Podría argumentarse, en esa línea, que la nave Covenant no carga con las funciones de la Nostromo ni con su historial o tiempo de operación, pero de todas formas se extraña aquel hermoso conjunto de texturas. A la vez, no son muchos los momentos en que el horror y la tensión inquietante de Alien se ven reproducidos satisfactoriamente. Pero los hay: y en eso ya está aventajada respecto de todas las otras películas de la saga.
Los fans podrán encontrar, en cualquier caso, guiños a prácticamente toda la serie, empezando por la música, que homenajea y cita evidentemente a la de Jerry Goldsmith para El octavo pasajero, y sin duda disfrutarán de las nuevas complejidades añadidas al ciclo de vida de las criaturas. Más allá de esto, y en cuanto a lo visual, bastan dos o tres escenas de Covenant para justificar su existencia y catapultarla a su merecido segundo puesto: entre ellas, la magnífica reconstrucción de aquella célebre pintura en que Giger versionó al simbolista alemán Arnold Böcklin y su “isla de los muertos”. Y, por supuesto, el simple y siempre bienvenido terror: en sus mejores momentos, Covenant asusta e inquieta, y con eso ya hace lo que ninguna otra película de la saga, salvo la primera, realmente logró.
Alien: Covenant
Dirigida por Ridley Scott. Estados Unidos/Reino Unido/Australia/Nueva Zelanda, 2017. Con Michael Fassbender y Katherine Waterston. Grupocine Ejido; Life Cinemas Costa Urbana y Punta Carretas; Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones; shoppings de Las Piedras, Paysandú, Punta del Este, Rivera y Salto.