Luego de 12 días de competencia y entregados los premios, se puede decir con propiedad que en la 70ª edición del festival internacional de cine de Cannes se impuso el cine de la crueldad. O sea, el que proviene de la mirada de una serie de cineastas caracterizados por la representación de universos dantescos, oclusivos, de negatividad respecto de la sociedad en la que viven, cuando no de la propia superestructura política de sus estados, declarados muchas veces fallidos, en los últimos años, en las películas provenientes de los países del este de Europa o de América Latina, con especial fruición en el caso de México.

Si empezamos por el director al que se veía como favorito al comienzo del certamen, el austríaco Michael Haneke (quien aspiraba a convertirse en el primero en ganar tres palmas de oro), todo comienza a explicitarse. Haneke es el cineasta de la crueldad por excelencia, de un “a puerta cerrada” existencial que a menudo aborda la falsa pulcritud de la (fea) burguesía. Después resultó que la obra de Haneke aquí mostrada, Final feliz, era la de más bajo perfil y menor capacidad de incomodar de toda su filmografía, pero ese sello de autor suyo, el de aplicar una horma de desesperanza o, directamente, de buscar el desasosiego del espectador a costa de extremar la violencia física o la impiedad moral de sus personajes, no se diferencia en su nihilismo desolador de –por ejemplo– el ruso Andréi Zviáguintsev, el ucraniano Sergei Loznitsa, la escocesa Lynn Ramsay, el griego Yorgos Lanthimos o el turco-alemán Fatih Akin, todos ellos en la pugna por la Palma de Oro de la crueldad. Otros directores, como los mexicanos Amat Escalante y Carlos Reygadas, el chileno Pablo Larraín y el danés Lars von Trier, son fijas en Cannes cuando tienen película con esa misma perspectiva hobbesiana, fatalista, cuando no sádica para con el espectador. En el mejor de los casos, se asume que el shock y la catarsis por la violencia son agitadores de conciencias; quizá como forma de impactar con un cine-evento, hiriente y controvertido, lo que sería un camino algo cínico si el único fin es el éxito en el palmarés.

La Palma de Oro para el sueco Ruben Östlund no deja de inscribirse en esa línea, aunque de modo algo difuso, porque el director ha dulcificado algo sus planteamientos desde los tiempos de Play (2011) y Fuerza mayor (2014), que estuvieron en Cannes en secciones paralelas a la oficial. Pero El cuadrado no abandona su cinismo en la contemplación del personaje protagónico, con la cara pública de director de un museo de arte contemporáneo, donde recrea un microcosmos de buenismo solidario, intercultural e idealmente democrático; y el lado oscuro de su naturaleza íntima, que se va revelando miserable a partir de un hecho accidental, que acabará por desmontar su careta y mostrárnoslo como un ser capaz de convertir a un niño inmigrante en un enemigo a destruir.

Es más que discutible el premio mayor a El cuadrado, que no estuvo ni cerca de ser una de las mejores películas del concurso (todas ellas en el palmarés). El presidente del jurado, Pedro Almodóvar, dijo que había “luchado todo lo posible”, pero que “ganó la democracia”, y de eso se infiere con claridad que Östlund no era, por lo menos, la opción del español. Y surge una explicación muy verosímil del triunfo inesperado de El cuadrado, debido a la división y las fricciones dentro del jurado entre ese film sueco, el francés 120 latidos por minuto, de Robin Campillo; La seducción, de Sofia Coppola; e incluso Nunca estuviste aquí, de Lynne Ramsay.

El palmarés es revelador de ese (des)equilibrio de fuerzas. El film de Campillo sobre los primeros combatientes contra el sida a comienzos de los 90, los activistas de Act Up, mientras el gobierno de François Mitterrand se hacía la esfinge a la hora de prevenir la pandemia, se fue erigiendo como el gran favorito de manera progresiva, y unas horas antes de la ceremonia de premiación casi nadie dudaba de que le daría a Francia una nueva Palma de Oro. Finalmente recibió el Gran Premio del Jurado, que viene a ser como la plata, y esto se vivió como un pequeño agravio. En la sala Lumière, Campillo recibió la ovación más intensa de la noche. Y Almodóvar afirmó, después de la gala, que esa película “que habla de unos héroes” lo había hecho llorar mucho.

Continuando el descenso de escalones en la lista de triunfadores, el reconocimiento a Sofia Coppola como mejor directora por su excelente remake de El seductor, el film de Don Siegel de 1971, también se vio como un éxito empequeñecido, jibarizado, a pesar de que fue la segunda mujer en obtener ese reconocimiento en la historia del certamen. ¿Alguien duda de los buenos ojos con los que más de un miembro del jurado habría visto la entrega de la Palma a una segunda generación de la dinastía Coppola?

Con el Premio del Jurado a la soberbia Sin amor, en la que el ruso Andréi Zviáguintsev dibuja la Rusia de Vladimir Putin como un Estado fallido, una sociedad cuya moral ha sufrido una carcoma irrecuperable que la ha llevado al abandono de toda esperanza, entramos de nuevo en la corriente principal del que ya definimos como cine de la crueldad. Sin amor es como una aplanadora, pero en su brutal honestidad no utiliza resortes efectistas ni truculentos para conducirnos al callejón sin salida.

Por otras vías nos llevan al desolladero los directores que compartieron el premio al mejor guion. El griego Yorgos Lanthimos, en La matanza de un ciervo sagrado, y la escocesa Lynne Ramsay, con En realidad, nunca estuviste aquí, sí recurren a una violencia explicitada, pero no carente de sostén en consonancia con los materiales que manejan, que son los de la descomposición hasta el literal desmembramiento de una familia inicialmente impoluta, todo servido, en el caso de Lanthimos, con una lacerante capacidad como cirujano del horror, y en el de Ramsay, con el nihilista sendero de sangre irredenta que va dejando un sicario demolido por su pasado (un formidable Joaquin Phoenix, merecido ganador del premio a la mejor interpretación masculina).

En cambio, es más que cuestionable el premio como mejor actriz a la alemana Diane Kruger por su actuación en el film de Fatih Akin De la nada. Kruger es más que solvente en su papel de mujer destrozada por el asesinato de su familia a manos de un grupo terrorista neonazi, pero el discurso de Akin, que es el de una historia estándar de venganza como las que interpretaba Charles Bronson hace 40 años, da vía libre al ojo por ojo en bruto, a la idea de responderle al terror con terror, en forma de mochila-bomba, una vez que la Justicia no ha sido capaz de condenar a los violentos.

El premio especial del 70º aniversario a Nicole Kidman está más que justificado por el pluriempleo de la actriz en este festival, en el que la hemos visto como superiora de colegio sudista en La seducción, como madre cómplice de un pesadillesco círculo de tiza caucasiano en La matanza de un ciervo sagrado, como abuela punk en Cómo hablar a las chicas en las fiestas, del estadounidense John Cameron Mitchell, y como feminista lesbiana y con el cabello desacomplejadamente encanecido en la serie para televisión China Girl, de Jane Campion.

Fuera de la sección oficial estuvo buena parte del cine capital de esta edición: sobre todo en lo que se refiere a la cosecha francesa, con la película inaugural de Arnaud Desplechin, Los fantasmas de Ismael; con el prodigio de vitalismo de la casi nonagenaria Agnès Varda en Pueblos, rostros; y con las obras de otros dos veteranos en plena forma, Philippe Garrel (Amante por un día) y una Claire Denis que se reinventa felizmente en una comedia de alta estirpe (Deja que entre el sol), ambos armónicamente vencedores de la Quincena de los Realizadores, con obras que hablan de debilidades humanas pero que lo hacen desde la ternura, a años luz de ese cine de la crueldad que acaparó la alfombra roja y el palmarés oficial.