Entrando ya en la recta final de la 70ª edición del Festival de Cannes, sigue sin aclararse el panorama de favoritos para la Palma de Oro, que se entregará el domingo. Michael Haneke, que abordó el tema de los refugiados, sonaba muy fuerte como favorito en las apuestas, pero una vez vista su película, Final feliz (este título y los demás se ponen en español aunque aún no haya una traducción oficial), resulta que la cuestión de la migración desesperada no es el leit motiv del film (sino apenas un apaño que entra con calzador, como una irrupción oportunista, en el momento final del metraje) y el trabajo del director no está a la altura de su cine anterior. De manera que, descabalgado el cineasta austríaco de su posición de preferido, el mazo se abre y aún no se ven con claridad los reyes, aunque la película de Sofia Coppola, El seductor, parece ser la que ha concitado mayor consenso favorable. A su vez, el griego Yorgos Lanthimos es quien, con La matanza de un ciervo sagrado, ha logrado convertirse en el principal y casi único factor de dura controversia, en una edición que echa mucho de menos tensiones de amor/odio como las del año pasado con películas como las de Olivier Assayas, Xavier Dolan o Nicolas Winding Refn. Si Lanthimos es el malo oficial de la sección oficial, el discurso buenista podría hacer ganar al francés Robin Campillo por su 120 latidos por minuto, sobre la lucha contra la pandemia del sida por parte del grupo activista Act Up.

Mientras el público festeja el entrañable documental fuera de competencia Rostros, pueblos, de Agnès Varda, los críticos avanzan en sus apuestas sobre el palmarés. Por el lado de la crítica francesa, se remarca la preferencia por Campillo y, más allá de la sobrevaloración de su film, por la interpretación del argentino Nahuel Pérez Biscayart, que encarna a un joven seropositivo. 120 latidos... es una honesta crónica narrada a través de la vida cotidiana y comprometida de los militantes de Act Up, una asociación compuesta por homosexuales, toxicómanos y hemofílicos (grupos de riesgo para el VIH-sida), confrontados a la devastación de la enfermedad y a la pasividad de los poderes públicos en la Francia gobernada por François Mitterrand. Se echa de menos una vertiente más política en lo referido a la actitud de la industria farmacéutica y al papel de Mitterrand, que fue renuente ante todos las quiebres del final del siglo XX, desde la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría hasta la aparición del sida.

La crítica iberoamericana, por su parte, ha mostrado preferencia por El día después, de Hong Sangsoo, que esconde detrás de su aparente minimalismo un conmovedor melodrama existencial. Con algunos decorados banales, cuatro actores y menos de una hora y media en su frecuente blanco y negro, el prolífico director construye un film de soterrado desgarro, sin alejarse ni un momento del humor que es su marca de fábrica. Algo así como un Éric Rohmer coreano, que además se las arregla para presentar otra película en Cannes, fuera de competencia: La cámara de Claire (evidentemente un guiño desde el título), rodada enteramente durante la edición anterior del mismo festival y protagonizada por Isabelle Huppert y, como El día después, por Kim Min-hee, la estrella junto a la que el director ha estado en el ojo del huracán desde que se divorció para vivir con ella (es curioso el carácter reaccionario de la moral coreana aceptada por Occidente).

En general, toda la crítica es coincidente en que Sin amor, del ruso Andréi Zviáguintsev, es uno de los films más potentes de los que se han visto hasta ahora en el festival. Es una obra demoledora –que parece formar un díptico junto a su anterior Leviatán–, en la que se muestra al espectador una Rusia decadente y siniestra, con relaciones humanas que no incluyen afecto ni cariño, y personajes planos en su frialdad inasible. Un niño desaparece en el seno de una familia ya quebrada. Su ausencia y su búsqueda parecen constituirse en una metáfora de esa sociedad sin emoción y despiadada, en una ineluctable y colectiva necrosis moral.

El domingo fue el momento del retorno a la alfombra de Michel Haznavicius, seis años después del triunfo de El artista, con El formidable, basada en la historia de amor entre Jean-Luc Godard y Anne Wiazemsky, por vía de una novela de esta última, en la que el cineasta es retratado como un ególatra machista y ridiculizado por su insistencia en el radicalismo político. Por supuesto, las quejas se hicieron oír de inmediato, y la ira de los críticos ante semejante sacudida al gurú de la nouvelle vague sigue encendiendo debates en las colas, durante largas esperas debido a extremadas medidas de seguridad. Vale recordar que fue justo antes de la primera proyección de este film que todas las salas del festival fueron desalojadas, luego de que el público había esperado horas para entrar, debido al hallazgo de un “objeto no identificado” (una mochila de la que –claro está– nunca más se supo) en una de ellas. Superado el momento de incertidumbre, los chistes en redes sociales señalaban como posibles responsables del incidente al propio Godard y a Netflix, en plena dialéctica de debate con Cannes, porque debajo del sofá de tu casa es más difícil que pongan un explosivo.

Otro de los films que han decepcionado a la crítica es el del sueco Ruben Östlund, quien se había ganado un espacio en Cannes hace tres años con Fuerza mayor, película en la que lograba un inquietante drama familiar con el escenario de un complejo turístico de lujo para esquiadores y un juego muy afinado con situaciones absurdas. Ahora, El cuadrado incursiona en el mundo del arte contemporáneo y Östlund, en pleno ataque de autor, parece querer erigirse en cineasta del humor nonsense con toques negrísimos, al tratar las fatalidades que se acumulan ante un triunfador, el cínico director de una galería.

Ya nos referimos a la relativa decepción tras expectativas generadas. Final feliz fue exhibida el mismo día que La matanza de un ciervo sagrado, y ambas son obras de cineastas de la maldad. Haneke vuelve sobre las monstruosidades morales de la alta burguesía, con sus fórmulas usuales: escenas filmadas desde lejos para que el espectador adivine los diálogos, e imágenes no captadas por cámaras, como las del celular de una niña -encarnación del mal con rostro angelical, que forma un fascinante tándem con su abuelo en la ficción, el venerado Jean-Louis Trintignant-. La película fue rodada en Calais, y los migrantes que recorren esa ciudad son utilizados como elementos del decorado, luego como figurantes y finalmente como convidados de piedra en una fiesta de bodas, en un contraste de la realidad social exterior con la del clan familiar que retrata la película, y con la vanidad de la tentativa de redención de uno de sus miembros en busca de un buen morir.

De lo que se viene, lo que genera más expectativa es El seductor, de Coppola, que sería una bella Palma de Oro, y Un buen rato, de Benny y Josh Safdie. Ni El amante doble, de François Ozon, ni Una criatura apacible, de Sergei Loznitsa, entran hoy en las apuestas.

Viejo forajido

Recibido con una ovación, Clint Eastwood, a punto de cumplir 87 años, apareció de championes y campera de cuero para impartir una masterclass, que en realidad fue una charla junto con el crítico Kenneth Turan. Habló sobre todo de Los puentes de Madison (1995), aunque vino a presentar una versión con resolución 4K de Los imperdonables (1992): su legendario romance con Meryl Streep durante el rodaje de la primera era más interesante para la curiosidad de los fans. El veterano director confirmó que su próxima película estará basada en una historia real ocurrida en 2015, cuando tres estadounidenses lograron impedir un ataque yihadista en un tren que se dirigía de Ámsterdam a París. Sin dar más detalles, dijo que se trataba de “una situación interesante en estos tiempos tormentosos”.