Si los críticos de cine y televisión fueran un poco más numerosos y estuvieran acostumbrados a los dichos de estilo campero, bien podría imponerse la frase “difícil como reseñar la tercera temporada de Twin Peaks”, un desafío con el que quienes se dedican a esa profesión vienen lidiando desde que se conoció la première de dos horas de esta nueva etapa de la serie/ proyecto artístico de David Lynch.

Primero habría que recapitular un poco. ¿Qué era exactamente Twin Peaks cuando –aún conocida por los hispanohablantes como Picos gemelos– barrió el tablero de todo lo que se conocía como televisión en 1990? Si alguien pretende dar una respuesta definitiva, seguramente está mintiendo o resumiendo a lo atorrante, porque es posible que ni el propio Lynch pueda contestar con seguridad. Era presentada originalmente como un policial apoyado en el gancho “¿Quién mató a Laura Palmer?”, pero eso era solamente la punta del misterio general que planteaba la serie, que se podía concebir como un gran enigma sobre un pueblo de apariencia angelical y trasfondo infernal. Con el agente del FBI Dale Cooper (Kyle MacLachlan) como eje y figura moral central –un personaje básicamente irreal en su carácter de arquetipo del policía perfecto–, el pueblo de Twin Peaks se ofrecía como un mosaico de personajes inesperados, graciosos o siniestros, con el elemento en común de que ninguno de ellos era lo que parecía. Detrás estaba la imaginación del más inesperado de los directores de cine que hubiera hecho el pasaje de la pantalla grande a la chica. Cuando Lynch emprendió el proyecto de Twin Peaks en 1990 era un cineasta experimental, proveniente de las artes plásticas y fascinado con el surrealismo, tal vez el más radical fuera del underground (o incluso contándolo), que se había hecho famoso gracias a dos obras tan inclasificables y “difíciles” como Eraserhead (1977) y Terciopelo azul (1986), pero que también había tenido un par de acercamientos al cine comercial, con éxito –El hombre elefante (1980)– o estruendoso fracaso –Dune (1984)–. En todo caso, era una especie de artista loco al que sin embargo Hollywood le tenía cierto respeto y confianza, sobre todo después de que Terciopelo azul (1986) se convirtió en un éxito bastante inexplicable. Y vino de Hollywood la iniciativa que terminó generando Twin Peaks casi por accidente: Warner le encargó a Lynch que hiciera una película sobre Marilyn Monroe, y para ese proyecto lo reunió con el guionista de televisión Mark Frost; el film quedó en la nada, pero Lynch y Frost se entendieron y se entusiasmaron con la idea de hacer una serie coral, que tuviera la multiplicidad de personajes en perpetuo cambio y las sorpresas de una telenovela, pero con contenidos mucho más riesgosos e inquietantes. De alguna forma consiguieron venderle la idea a la cadena ABC y que esta les diera cierta autonomía creativa, y en 1990 se estrenó el piloto de la serie.

La historia inexplicable

Debe de haber pocos debuts televisivos tan deslumbrantes como el capítulo inaugural de Twin Peaks; la combinación de la belleza casi sobrenatural de las locaciones, el elenco y la música (de un Angelo Badalamenti tan genial que no compuso uno, sino dos clásicos al mismo tiempo para la banda de sonido, “Falling” y “Twin Peaks Theme”, alcanzando lo que ha sido llamado “el cenit de las bandas de sonido televisivas”), sumada a una serie de secretos horribles que parecían esconder algo aun peor, y a un par de escenas oníricas, surrealistas y herméticas, crearon un impacto difícil de explicar para quien no lo vivió en su momento. La sensación era la de estar frente a algo que era reconocible y hasta retro –una estructura colectiva de teleteatro, llena de actores atractivos, un misterio policial y una estética que remitía a los idílicos años 50–, pero que en su ritmo y clima difuso, por momentos inesperadamente tétrico, y su sucesión de elementos inexplicables (una letra debajo de la uña de un cadáver, una mujer que acuna un tronco, un enano cuya voz suena como una cinta al revés) era absolutamente nueva y hasta vanguardista. Twin Peaks parecía, más que la versión actualizada de un formato clásico, el sueño –o la pesadilla– de un programa de televisión que hubiéramos visto hace mucho tiempo.

La primera temporada de la serie duró sólo ocho episodios –muy poco para los estándares de hace un cuarto de siglo– y se convirtió no apenas en un éxito, sino en un fenómeno, con millones de personas especulando acerca de quién era el asesino de ese personaje – Laura Palmer– parecido a una matrioshka en su sucesión de capas de secretos interiores, o simplemente discutiendo acerca del significado de algunos elementos que, al mejor estilo surrealista, eran visualizaciones de inconsciente puro, sin explicación precisa. La crítica, que ya tenía a Lynch como uno de sus ídolos, quedó tan fascinada como incapaz de clasificar a esa serie que tenía elementos policiales, de comedia, de romance y hasta de observación social, pero sobre la que se iba imponiendo lentamente un trasfondo sobrenatural, terrorífico, que hacía sospechar que todo lo más lineal y comprensible de la trama era sólo el extremo visible de un iceberg oscuro y metafísico.

La cadena ABC se alegró mucho con el éxito de la serie, pero no tenía la menor idea de qué hacer con ella ni de cómo explotarla al máximo. Tras una segunda temporada muy irregular, con más del doble de episodios (22) que la primera (y en la que Lynch abandonó el control creativo y se acentuaron los elementos sobrenaturales, con un exceso de vueltas de tuerca y sorpresas), Twin Peaks fue cancelada, a pesar de que seguía siendo tema de conversación. Lynch retomó la dirección y el guion en el último episodio, dejando un final abierto y deliberadamente negativo –Cooper era sustituido en el mundo real (digamos) por un doppelgänger poseído por el espíritu demoníaco llamado “Bob”, mientras que el original quedaba atrapado en una dimensión onírica llamada black lodge (albergue negro)–. Esto podía considerarse una venganza del creador hacia una serie que se le había ido de las manos, pero también era coherente con la tendencia cada vez mayor hacia lo fantástico de esa temporada. Lynch prometió que iba a atar los cabos sueltos y terminar la historia en un futuro, y en 1992 estrenó el film Twin Peaks: Fire Walk with Me (en cuya realización no participó Frost), pero no era una continuación de los acontecimientos que habían quedado colgados en la serie, sino una precuela en la que se narraban los últimos días de Laura Palmer. La idea era muy poco seductora para quienes querían saber qué había pasado con el agente Cooper y su doble siniestro, pero terminó siendo una de las mejores películas en toda la carrera de Lynch, una concentración de estremecedora belleza de todo lo mejor de la serie, pero al mismo tiempo una obra que pertenecía totalmente al mundo del cine y no al de la televisión, ni siquiera al de la televisión artística y madura que Twin Peaks había inaugurado. Y luego sólo hubo silencio durante un cuarto de siglo.

De lo que no se puede hablar

El proceso de regreso de David Lynch a la televisión y a su creación de Twin Peaks fue lento, y en su transcurso incluso murieron integrantes del elenco de las temporadas originales –aunque algunos, como Catherine Coulson (la “dama del tronco”) llegaron a filmar sus escenas nuevas poco antes de su muerte–, pero finalmente el canal Showtime estrenó cuatro de los 18 episodios que constituirán esta continuación, en la que se retoman los acontecimientos 25 años después de que el agente Cooper fuera suplantado por su némesis demoníaca. Es muy difícil, como advertíamos al principio, evaluar lo que se ha conocido hasta ahora, porque si ya Twin Peaks: Fire Walk with Me profundizaba el lado surrealista, satánico y hermético de la serie, la tercera temporada parece decidida a llevar esa radicalización al máximo. Hablando grosera y poco formalmente, se puede decir que Twin Peaks: The Return se va al quinto carajo.

Hay mucho, tal vez demasiado, de reconocible en esta prolongación 2017 del mundo de Picos gemelos; el agente Cooper permanece (al principio) estático y abstraído en su mundo interdimensional del black lodge, mientras su doble da rienda suelta a sus impulsos homicidas en este mundo, algo –no me pregunten qué– sucede en una caja empotrada en una pared de un apartamento de Nueva York, hay otro misterioso asesinato que combina partes de dos cuerpos distintos, alguien tiene mucha suerte en el casino y todo un mundo adormecido durante más de dos décadas se pone en movimiento nuevamente. Paulatinamente, casi todos los personajes de la serie original van emergiendo, envejecidos y cambiados, en una trama que por el momento es imposible resumir, pero que trata esencialmente del regreso del agente Cooper a este universo. En el medio, Lynch –que ya tiene 71 años y evidentemente ha contado con libertades totales sobre el contenido– repasa todas sus obsesiones estético-temáticas, combinando escenas que remiten no sólo a la serie, sino a toda su filmografía y, en particular, a sus obras más complejas. Los primeros 15 minutos del tercer episodio, por ejemplo, que describen un viaje interdimensional, no tienen nada que envidiarle a Eraserhead, e incluso el manejo de distintas texturas fílmicas y de la banda de sonido (si hay una serie que pide a los gritos una buena instalación de sonido es esta nueva Twin Peaks) remite a los cortos surrealistas de hace casi un siglo y, en la tosquedad deliberada de sus efectos especiales, al cine de Georges Méliès. Pero el cuarto episodio está casi por completo dedicado a la comedia –con un excéntrico homenaje a Marlon Brando interpretado por Michael Cera– mientras los dos primeros parecían más que nada un film de horror editado por alguien intoxicado. Por los cuatro ha desfilado no sólo la casi totalidad del elenco original de la serie, sino también una multitud de actores de cine más que dispuestos a embarcarse en el viaje de Lynch, y una serie de artistas musicales climáticos que culminan cada episodio con una canción. Ese viaje del director parece por momentos caprichoso, egocéntrico (Lynch incluso se reserva un rol, deliberadamente mal actuado, como jerarca del FBI) y gratuitamente extraño o incomprensible, pero al mismo tiempo respira una libertad desbocada e inconfundible que, a pesar de llegar a una televisión muchísimo más abierta y creativa que la de 1990, vuelve a dar la impresión de que alguien le prendió fuego al reglamento de cómo hacer una serie, aunque ya parecía que ese reglamento había dejado de existir.