El rumor comenzó a circular bajito: 20 años después, parecía que volvía el emblemático Villanueva Cosse. Al tiempo, la noticia se confirmó: Cosse estrenará Arturo Ui en El Galpón. Este actor, director y dramaturgo, que nació en Melo en 1933, estudió en la escuela de El Galpón y en la del legendario francés Jacques Lecoq. En 1972 se radicó en Argentina, y desde entonces ha realizado unos 60 montajes en Buenos Aires y Montevideo, entre los que se encuentran recordadas puestas, como Un hombre equivocado (2016), Marat-Sade (2009), Te llevo en la sangre (2001), una obra cooperativa protagonizada por Verónica Llinás, o su celebrada obra anterior al golpe de Estado, La resistible ascensión de Arturo Ui (1972). Además, participó en casi 20 largometrajes, entre los que se encuentran La película del rey (1986), de Carlos Sorín, y Dios los cría (1991), de Fernando Ayala, y en series como Los simuladores (2002-2003), Mujeres asesinas (2005-2008) y Epitafios (2004-2009). Desde una mesa de la cafetería del teatro, Cosse recordó sus comienzos, a maestros como Atahualpa del Cioppo, y su trayecto como actor, ese oficio que siempre resulta asombroso cuando nos ponemos a pensar.

Antes de irse a Buenos Aires dirigió una versión muy particular de Sueño de una noche de verano, con Club de Teatro.

–Había un elenco joven, entusiasta y parricida, que había matado a cuanto vejestorio –lo digo con cariño– había en Club de Teatro y hacía cosas muy interesantes. Un día les propuse hacer Shakespeare y cruzar Sueño de una noche de verano con la visión tan particular de Jan Kott sobre el erotismo brutal de esa obra. Puse a Imilce Viñas como Titania, al flaquísimo [Jorge] Denevi como Oberón, y a Mary da Cuña como Puck. Todo era sobre una enorme colchoneta blanca: los actores saltaban, rebotaban y caían, y daba la sensación de que estaban en una nube. Y todo estaba cubierto de colchones medio rotos, parecía una explosión de goma espuma. Entrar y no sentirlo, no escuchar las pisadas, era bárbaro. Para que te hagas una idea de la entrega: le dije a Mary da Cuña: “Pensá que vivís en un queso gruyère. Si vas de acá para ahí, no vas recto. Para eso es necesario que dependas de tus piernas. Tienen que fortalecerse al máximo”. Un día faltó porque se atacó de fiebre muscular: se había ido a la pista de atletismo y había corrido durante días con pesas. La amé, porque el teatro es un eterno desafío, y la técnica es necesaria. Ahora resulta que el que cultiva la técnica no cultiva la verdad. Es al revés: la técnica es una escalera hacia la verdad.

Nació en Melo. ¿Cómo llegó a estudiar en El Galpón?

–No lo sé, fue aleatorio. A los cinco años, con otros dos compañeros de la escuela nos contagiamos de tuberculosis, y uno de ellos murió. En esa época la tuberculosis todavía era medieval. Entonces me separaron de la familia, y mi padre y mi madre se vinieron a Lezica.

¿Campo?

–Era todo montes de eucaliptus. A mis padres les pidieron aire puro, y ellos eran recontra pobres. Ayudados por una tía –que era la rica de la familia porque era maestra...–, logramos venirnos. Cuando dejé de estar aislado volví a Melo, y ahí descubrí el terror que le tenía a la sociedad. Volví a los nueve o diez años, o sea que toda la etapa socializante y gregaria del ser humano la había perdido. Durante años les tuve terror a las niñas. Y la hiperalimentación que se utilizaba como tratamiento en esa época me había convertido en un obeso. Me acuerdo de que cuando nadie me veía intentaba correr y no podía. Después salí del paso, y me vine a una pensión de Montevideo con unos primos. Con esa barrita aprendí sobre historia del arte, me hicieron socio del Cine Universitario y del Cine Club. Todos ellos tenían una vocación, y yo era el segundón y el eterno estudiante. Un día, El Galpón sacó un comunicado diciendo que invitaba a integrar su curso elemental de introducción al arte escénico. Más modesto no podía ser. Y justo un mes antes habíamos ido a El Galpón a ver una obra que me emocionó. Antes había ido a ver una en la que me había dormido, porque estábamos en el paraíso y las luces te mareaban. La que estaba haciendo Bodas de sangre era Margarita Xirgu, y yo tuve el dudoso honor de dormirme. En El Galpón estaba muy cerca del escenario, y cuando bajó el telón con mi primo nos quedamos escuchando cómo hablaban los actores del otro lado. “¿Qué estarán diciendo?”, nos preguntábamos. Cuando vimos el comunicado, me aprendí un texto de El zoo de cristal [de Tennessee Williams]. Me pasó algo raro, porque pasé la prueba, y a los dos o tres meses no me podía acordar de qué hacía antes de estar en El Galpón. ¿Cómo era mi vida? Descubrí una hora del día que antes para mí no tenía ninguna importancia, y empecé a sentir el olor y el ardor del pegamento, el calor que te da el maquillaje. Eran experiencias nuevas que fueron un asunto casi erótico, sensorial. Y también descubrí lo difícil que era ser actor.

¿Cómo lo vivió en relación con el compromiso artístico y social de los 60?

–Y... en ese momento era blanco. No entendía nada. Era pro yanqui. En la guerra de Corea hinchaba por los héroes que desembarcaban. Pero empecé a descubrir lo burro que era. Yo había aprendido a leer solo, porque mi tía me mandaba deberes por correo, y a los diez u 11 años tenía una mezcla de lecturas que iban de [Emilio] Salgari, Alejandro Dumas y Rafael Sabatini a Knut Hamsun, [Jean-Paul] Sartre, [Albert] Camus y [Ramón] del Valle-Inclán. Tenía un matete infernal. Cuando leí teatro no supe que era teatro, pensaba que era una forma rara de hacer una novela. Descubrí que había leído teatro en El Galpón.

Algún veterano ha comentado que al principio le decían que la actuación no era lo suyo, pero que cuando volvió de Europa los deslumbró a todos. ¿Qué hay de todo eso?

–Es la verdad. Empecé a sentir que las emociones no me venían. Yo en esa época tenía una voz muy linda. Y por ejemplo, me decían: “¡Qué voz tenés, Villa, tendrías que hacer radioteatro!”. Y yo estaba en el teatro. Otros me decían: “Villa, dedicate al básquetbol, que el teatro te queda chico”. Y antes de ir a Lecoq yo había empezado a domesticar mi cuerpo. Porque, interpretara el personaje que interpretara, siempre sentía: “soy Villa”, “soy Villa”, “soy Villa”. Y no es que uno deje de ser uno, porque el Hamlet que yo hago es el Hamlet de Villa. Pero en el Hamlet puede haber una zona que Villa descubre y que no sabía que tenía. Eso es lo que le da el fulgor a la cosa, porque tiene un poder de levantamiento, de quitarte pesantez. Siempre creí que era pacífico, pero de repente me está saliendo fácil la ira. Y cuando digo: “Te vas a la puta que te parió” [baja la voz con fuerza], lo digo sin hacer esfuerzo. O sea, estoy creyendo en lo que digo. Descubrí que el teatro no es verdadero, sino convincente. Como diría alguien [Camus], “el actor es un sincero mentiroso”. Yo caminaba mal, porque descubrí que caminaba así [imita, con las manos, pies desviados hacia afuera], y por eso durante muchos, muchos días, caminé así [ahora, desviados hacia adentro]. La gente me preguntaba: “¿Qué te pasa?”. Y yo le decía: “Nada...”. En esa época trabajaba en el Banco de Seguros, y mientras atendía el mostrador me sostenía en una sola pierna, como ejercicio.

Se las hacía difíciles, porque además de ser actor de teatro, les sumaba esas figuras...

–Se morían de risa mis compañeros. Había aprendido una técnica para cuando mi jefe pasaba al lado. Porque hacía teatro de noche y después me iba a La Papoñita con dos o tres compañeros, y nos pasábamos hasta las tres de la mañana hablando del ensayo y de los problemas de El Galpón. Y yo miraba el reloj y decía: “Me quedan cuatro horas para el banco”, “me quedan tres horas y media”... Era la partición más horrorosa de la personalidad. Había descubierto que los músculos de la mano eran los únicos que me funcionaban en el banco. Apoyaba la frente y me dormía. Miraba arriba, que era donde estaba la gerencia, y si no había nadie, seguía. A las 11.30 pasaba al lado el jefe de la sección, y siempre susurraba: “Qué vida hace este muchacho”. Es como que me lo permitían porque les caía raro. Además, se suponía que era actor y, sin embargo, no era maricón. Eso les llamaba la atención.

Y ya un ex blanco, porque en 1971 participó en muestras de teatro por la campaña del Frente Amplio (FA).

–¡Claro! Me acuerdo de cuando fuimos a La Teja y al Cerro. Yo siempre fui muy organizador, así que conseguí un plano del Cerro, que es bastante complicado, lo separé por sectores y organicé brigadas, porque eso era lo que había aprendido en El Galpón: brigadas de venta de rifas, brigadas para pasar puerta por puerta, brigadas de recolección de papel para después venderlo; era un vinteneo brutal, y no parábamos nunca, para poder mantener el teatro. Me acuerdo de que la primera vez cubrimos todo el Cerro en cuatro horas, con las 20 brigadas. Eran brigadas para hablar, decir que éramos del FA y explicar de qué se trataba. A veces te abrían y a veces no. Pero todos volvían y decían: “Cumplí con la zona”. Después me ascendieron a secretario de organización para llevar teatro. Hicimos una especie de convocatoria a los teatreros del FA, para poder hacer pequeñas piezas, como las de [Alberto] Paredes, por ejemplo. Él hizo El distraído, una obra que escribió exclusivamente para eso. Era una obra lindísima, de 20-25 minutos. Fue lo primero que dirigí cuando volví de París, y ahí metí todo lo que sabía sobre pantomima. El chico que la interpretaba hacía todo con una escalera: un carro de bomberos, la cárcel, una cama. El asunto consistía en que el personaje siempre decía: “Ah, pero yo no sabía eso”. Tenía que ver con la ignorancia política. Y frente a todo lo que pasaba, él nunca sabía. Era muy divertido y, a la vez, muy terrible.

¿Cómo la recibía la gente?

–Bien. El teatro funcionaba bárbaro. Uno a veces se da cuenta de que el verdadero público no está acá [dice, sentado en la boletería de El Galpón]. Amanecer Dotta siempre nos contaba la importancia que, en los comienzos de la revolución cubana, le habían asignado al teatro. Se trataba de un arte revolucionario. Aunque cuando triunfan las revoluciones el arte deja de ser revolucionario. ¿Por qué las revoluciones no tienen arte revolucionario? Es bueno planteárselo. Ahora con Arturo Ui nos estamos encontrando con esto.

En 1972 trabajó en Arturo Ui en medio del recrudecimiento de la represión, las detenciones arbitrarias y el miedo: un diálogo directo entre la situación del país y la trama de la puesta.

–El Galpón después pagó eso. Y yo también, pero lo pagué más barato, porque justo me había ido antes. En 1973-1974, China [Zorrilla] y yo vinimos a El Galpón a hacer Querido mentiroso, y fue un bombazo. De alguna manera, El Galpón levantó económicamente. Porque en ese momento era la guarida de comunistas a eliminar. La otra fue que yo trabajaba en el FA y acababa de hacer en la televisión Artigas, una producción con casi todos los actores importantes de Montevideo, incluso estaba toda la Comedia Nacional. Creo que el responsable era [Enrique] Guarnero. Para las costumbres y los gastos de Uruguay, fue algo atípico. En un momento, cuando contaba la traición de [Francisco] Ramírez, el líder entrerriano, se me caían las lágrimas, porque era la traición de un amigo, y etcétera. Pero ellos dijeron: “Los héroes no lloran”. Entonces me marcaron, y como figura en el libro Tiempos de dictadura [hechos, voces, documentos: la represión y la resistencia día a día, 2005], de Virginia Martínez, el 5 de noviembre de 1975 salió un decreto en el que se prohibía darles trabajo en Uruguay a Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Joan Manuel Serrat y otros cantautores... y a Villanueva Cosse, y se prohibía mencionarnos. Yo estaba trabajando en Argentina, e inmediatamente allá dejé de tener acceso a la televisión, al cine y al teatro. Además, se me había vencido el pasaporte. Acá vivía mi hija [Carolina Cosse], y su madre me escribió para que por favor no viniera por acá. Estuve más de un año sin poder venir a ver a mi hija, hasta que un día no pude más. Yo me llamo Villanueva Félix Cosse, y siempre estuve archivado por Villanueva [como si fuera un apellido], así que decidí viajar como Cosse. En el barco había unos marineros con unos libracos enormes. Cuando me preguntaron el nombre vi que se iban al fondo, y pensé que estaban buscando Villanueva, pero no encontraron ninguno... Siempre se dio esa misma escena, y yo me sentía al borde...

Lo que hizo en Buenos Aires fue abrir una escuela de teatro.

–Abrí una escuela porque no tenía qué comer: no tenía pasaporte, no podía salir. Era muy angustiante, pero siempre pensaba: “Estoy vivo”. Decidí abrir una escuela, pero llamé a cuatro profesores más, porque no iba a crear una fábrica de villanuevitas. Tenían que escuchar otras voces. Ahí me sacaba las ganas de hablar en contra de la dictadura. Porque algunos de mis compañeros estaban en México, otros presos, y yo me sentía como el que abandonó la cosa, aunque me había ido antes.

Volviendo a Arturo Ui, muchos lo recuerdan como uno de sus papeles memorables. Me imagino que tuvo que ver con el entrenamiento de Lecoq.

–Sí. En la primera época quería estudiar pantomima para pensar mi cuerpo, porque los ejercicios del banco no alcanzaban... Necesitaba una perforadora y tenía una cucharita. En un momento, la EMAD [Escuela Municipal de Arte Dramático] ofreció posgrados de perfeccionamiento, y en El Galpón me dijeron: “Villa, te anotamos en esgrima y pantomima”. En esgrima estaba un capitán Diogo: yo me mandaba buenas estocadas, y él siempre me decía: “Deje de hacer teatro, que en dos años lo saco campeón nacional”. Pero claro que no quería. Igual que con el básquetbol, que a mí me gustaba tanto. Me preguntaban: “¿Por qué no venís a practicar acá? ¿Sabés las minas que te vas a levantar?”.

Y usted porfiando con El Galpón y con Lecoq.

–Sí, y en esa época estaba por venir Marcel Marceau. Como me interesaba la pantomima, me invitaron a dar una charla. Me puse a estudiar y a la presentación le sumé ilustraciones. Por ahí pasó el embajador francés de la época y dijo que me dieran una beca. Cuando llegué a París –estuve un año y medio–, le dije a Lecoq que quería aprovechar y hacer dos años juntos, porque iba a estar menos tiempo. Y le dije qué materias me interesaban. Pero respondió que eso era antipedagógico. Y le respondí: “Es posible. Pero no vengo a hacer turismo. Vine a intentar robarle todo lo que pueda”. Le tuve que hacer una carta al Ministerio de [educación y] Cultura, me respondieron que no, y como había empezado a conocer los franceses –adoradores de Descartes–, pedí para hablar con el especialista en pantomima. Me dijeron que volviera en tres días para consultarlo, y a los pocos días ya había recibido una carta al hotel, en la que me pedían disculpas por el esfuerzo y me decían que disponía del doble de materias. ¡Amé a los franceses! Son pesados, hijos de puta y antipáticos, ¡pero piensan! Y se rinden ante la evidencia. En esa época yo envidiaba a [Juan Manuel] Tenuta, [Jorge] Curi y todos los demás, porque hacían bien sus trabajos. Cuando hablaban les creía; yo volvía a mi casa recitando en voz alta y me preguntaba: ¿cómo se dice esto? El cómo y no el porqué. A los seis meses, cuando se hizo el II Festival Internacional de Mimo en Zúrich, Lecoq me invitó. Y yo decía: ¿qué está pasando? ¿Llegué hace seis meses y ahora represento al país de la pantomima? ¡Esto es Latinoamérica! Volví a Montevideo, y poco tiempo después me fui separando de El Galpón, empecé a hacer cosas en el teatro Circular, en el del Centro, con [Omar] Grasso, en el SODRE, en El Tinglado. Fueron cinco años muy fructíferos, en los que empecé a descubrir lo lindo que era ser libre, a la vez que extrañaba a El Galpón. Era como si me hubiera quitado una coraza pero hiciera frío.

Además, identificaba a Atahualpa del Cioppo como uno de sus maestros, porque le había enseñado a amar el teatro.

–Creo que Del Cioppo era muy buen director, pero más que nada era un patriarca necesario para que uno no fuera un hijo reducido. Me acuerdo de cuando lo vi dirigir Las tres hermanas, por ejemplo. Cuando les empezaba a hablar del mundo femenino a las chicas, no podía entender cómo él sabía todo eso. No sabía si era cierto o no, pero cuando las miraba ellas tenían los ojos así [maravillados], porque estaban recibiendo eso que yo no había recibido como alumno: el poder de la palabra que genera imágenes, el poder de las imágenes que generan sueños, pesadillas, disfrutes, placeres. Ahí pasó que El Galpón me invitó a volver y a hacer Arturo Ui. Y metí todo Lecoq [por ese papel ganó un premio en Buenos Aires como mejor actor extranjero]. Ya tenía un cuerpo que me respondía, y empecé a sentir un placer... Un día, Dahd Sfeir me dijo: “Villa, se te ve una cara tan feliz. Cómo se ve que te va bien en el teatro”.

Y ahora vuelve a la misma obra. ¿Por qué tipo de montaje apostó?

–Vuelvo a Ui desde otro balcón. Es una intervención sobre una muy buena traducción, como es la de Mercedes Rein, pero desde un punto de vista formal le acomodé la métrica, y también inventé y sustituí cosas que tienen más que ver con lo que ahora está pasando en el mundo. Es como un eterno retorno a ciertas cosas. Atahualpa siempre decía: “Villanueva, mire para el costado. Mire un tornillo: de arriba siempre es igual, pero de abajo uno descubre que va entrando”. Sobre eso, también decía: “Fíjese que la tortura antes era un sistema de investigación judicial, ahora está penada”. Y yo le decía: “Pero se sigue ejerciendo”. A lo que él respondía: “Pero está penada. Es cierto que ha aumentado la hipocresía, pero ahora se tienen que esconder, y a veces se los descubre”. De la misma manera, antes la esclavitud se había vuelto un factor de la economía, y después se abolió, pero sigue existiendo el trabajo esclavo. Y en general se oculta.

¿O sea que hoy la obra hablaría por medio de un símbolo, como en aquel entonces fue el del nazismo?

–En las versiones de 1965 y 1972 estaba el prólogo, que se refería a [Paul Joseph] Goebbels, [Hermann] Göring y Arturo. Ahora lo quité. Quizá agregue una introducción, pero sin ninguna referencia concreta a [Adolf] Hitler. Porque cuando lo mencionás, enseguida trasladás a la gente hacia atrás. Y la obra se pone vieja. Hay otras cosas que se resignifican, y no sólo por Trump. La obra, por ejemplo, no hace una sola alusión a la prensa como primer poder del statu quo. Ahora me estoy rompiendo el coco para ver cómo crear esa introducción sin volverla un manifiesto político explícito. Algo que he aprendido con el tiempo es que cuando el teatro es tan mensajero, tan mensajero, pierde eficacia. Ahora el patrón de mi búsqueda es cómo lograr hacer un ejercicio de contradicciones, en todo sentido. Buscando la extrañeza que pide [Bertolt] Brecht, no el distanciamiento. Es decir, si yo te doy vuelta una silla, sigue siendo la misma silla. Pero cuando ves lo otro y descubrís una arañita en el costado, te olvidás de tus glúteos, con los que siempre concebiste la silla. Cuando mirás un rato tu mano así [acerca los dedos a los ojos], deja de ser tu mano. Es otra cosa.

Comienza el extrañamiento.

–El extrañamiento. Qué raro se ve esto... Y cuando entrás a un sitio en el que hay varios espejos y te mirás de espaldas... uno no es ese. “¿Yo soy eso?”. Eso, extrañamiento. Entonces, cuando me miro de frente, tengo un dato de que el frente no es todo, de que hay otra cosa. Eso es lo que tratamos de encontrar en la puesta. Por ejemplo, ver cómo un gran empresario se niega a bajar los precios, porque bajarlos es inconcebible. Y cuando lo aprietan, dice: “Que los bajen los minoristas”. ¿Qué es eso? Es así como funcionaba. El mercado exige no intervenir: por lo tanto, si bajas los precios estás interviniendo, e imponiendo condiciones a la libertad de mercado. Ahora, la libertad de mercado no existe para el pequeño. Arturo Ui dice [interpreta el texto]: “Fe, lo que les falta es fe. Y cuando falta la fe, todo se acaba. Ustedes tienen que creer en mí, unirse a mí. Unidad, unidad. Pero cuando ustedes hablan de unirse y hacer huelga, no. Porque el obrero es aquel que trabaja. Cuando deja de hacerlo, deja de ser obrero. Y se convierte en un saboteador que merece ser eliminado”. Esas cosas, todo el tiempo. El choque en todo sentido, cruzando los opuestos.

Ha dicho que es nochero, que duerme poco y que de madrugada ha decidido muchas puestas. ¿Esta también?

–Es verdad. Viene de mi época del banco, cuando no dormía. Me acostumbré tanto a que siempre tenía que levantarme a las 6.00, que ahora tipo 4.30 me despierto, y me llega el momento del día más agradable. En el silencio de la casa, y del barrio, hay un sillón que es mi sillón, una lámpara, unos libros y el diario de la mañana. Y yo, en medio de eso, leo. Es muy apacible. Incluso te digo que cuando a uno lo asaltan los momentos de angustia, eso es muy sanador. Porque esa inacción, esa muerte de la ciudad, de repente genera que lo que te pasa no parezca tanto. Aunque lo sea, lo importante no es llorarlo, sino ver cómo salir de ahí. Cuesta mucho, pero se puede. A mí me ha ayudado a reflexionar. Ya hace varios años que pienso en la muerte. La muerte es un pájaro que tengo acá [se señala el hombro]. Yo sé que está ahí, y de repente lo miro y me está mirando. Ahora convivo con él, y me pongo a pensar. Una vez alguien me dijo: “Shakespeare está mal traducido”. Porque en Hamlet, por ejemplo, dice: “Ser o no ser”, cuando lo realmente espantoso es ser y dejar de ser. Porque no ser, ¿qué es? No lo sabés. Pero dejar de ser lo temés. ¿Qué es esto de dejar de estar acá, rodeado de cosas que me contienen, que tienen significación? Cuando empezás a estudiar cosmografía te entra un pánico. Cuando se empieza a hablar de las medidas astronómicas, de que hay algo que está a 150.000 millones de años luz y el universo se expande... ¿Hacia dónde? Si el universo se expande es porque hay un no universo. Y te sentís la última bacteria. Ahí uno se da cuenta de que está condenado a tener conciencia.