Ya lo hemos señalado, pero vale la pena destacarlo otra vez: en la última entrega de los premios Oscar a mejor documental, cuatro de las cinco películas nominadas (OJ: Made in America, Fire at Sea, I Am Not Your Negro y 13th) trataban en forma directa o indirecta conflictos étnico-raciales, y tres de ellas, específicamente, la relación entre los estadounidenses blancos y negros. Los motivos de esta recurrencia temática son múltiples y discutibles, ya que parecen corresponder tanto al foco de las usinas culturales en lo identitario como a varias contingencias políticas actuales, relacionadas con la emergencia de nuevos extremismos, y también al mero oportunismo. En todo caso, lo que no tiene mucha discusión es que lo racial es un tema privilegiado en el cine documental estadounidense actual; que eso es producto de una inquietud social real y que, particularmente, hay un interés muy específico en rastrear y repasar los precedentes cercanos de las tensiones actuales, y los vasos comunicantes entre aquellos y estas. En algunos casos, como en I Am Not Your Negro, de Raoul Peck, las conexiones son expuestas en forma subjetiva, explícita y emocional (sobreponiendo en la edición discursos y conflictos de décadas pasadas con imágenes contemporáneas), y en otros, como OJ: Made in America, de Ezra Edelman, se describen las constantes mediante el periplo del deportista OJ Simpson, pero la idea común es que el conflicto racial puede haber mutado sus argumentos, cambiado su lenguaje o haberse vuelto más sutil, pero no ha dejado de estar presente nunca en la cultura estadounidense, y emerge apenas encuentra una excusa. Y en un tiempo en el que el equilibrio parece estar tensándose nuevamente, tras un par de décadas relativamente armoniosas, varias obras vuelven su mirada hacia una época formativa para las generaciones actuales, que hoy en día se tiende a idealizar, olvidando lo violenta que fue: los años 90.

El excepcional y extenso OJ: Made in America cubre más de cinco décadas de historia, atravesadas por la vida de Simpson, pero su eje está en la politización del juicio en el que este fue insólitamente absuelto –en octubre de 1995–, pese a las evidencias flagrantes de que había asesinado a su esposa y a un amigo de esta, un fallo que fue recibido por la comunidad afroestadounidense como la compensación por la no menos insólita absolución, en abril de 1992, de los policías blancos que habían sido filmados mientras apaleaban bestialmente a Rodney King, un automovilista negro al que habían detenido sin mayor causa. Pero aunque OJ... establece la relación obvia entre los dos juicios y sus consecuencias, queda una serie de piezas sueltas, y de hechos contemporáneos, que dos documentales de este año –LA 92 y Oklahoma City– registran, definiendo mejor un mosaico que explica mucho sobre la actualidad, a la vez que ilustra aquellos años volátiles.

El medio es el mensaje

Los Ángeles tal vez no sea la más cosmopolita de las grandes urbes estadounidenses –un puesto que parece reservado para la babilónica Nueva York–, pero sí la más inflamable y frágil en cuanto a la relación entre las distintas etnias que la habitan. De hecho, en el siglo XX se sucedieron allí varias de las revueltas y asonadas de origen racial más violentas en la historia reciente de Estados Unidos, comenzando por las batallas campales de los latinos contra los marinos de licencia en 1943, y continuando con los disturbios de Watts en 1965, que fueron los más sangrientos de los 60 en ese país. El título LA 92 no necesita ninguna aclaración para ser relacionado, de inmediato, con las vandálicas protestas que, literalmente, incendiaron la ciudad ese año. El documental, producido por un canal National Geographic cada vez más orientado a lo social, deja claros sus objetivos desde la introducción, compuesta por fragmentos de filmaciones de los hechos en Watts, con la reflexión de comentaristas de la época acerca del riesgo de que algo así volviera a pasar. A partir de esto, y sin ninguna narración explicativa ni entrevista nueva que resuma los hechos con perspectiva, LA 92 va sumando todos los elementos que condujeron a lo que puede considerarse una tormenta racial perfecta. Utilizando exclusivamente noticieros de época, los directores Daniel Lindsay y TJ Marvin asumen que los hechos son bastante conocidos y hablan por sí mismos: simplemente van mostrando el crescendo de violencia originado en las autoridades y amplificado en las calles, aportando una banda de sonido ominosa de pianos tocando en staccato.

La brutal paliza sufrida por King y sus horrendas consecuencias físicas siguen siendo revulsivas e indignantes, pero al ser filmaciones ya muy familiares por su gran exposición, sobre todo para los mayores de 30 años, es difícil reproducir el impacto que tuvieron en su momento. En cambio, la espiral de violencia de las revueltas, con cierto encauzamiento político al principio pero que rápidamente desbordó cualquier clase de control, tiene un efecto mucho más terrorífico que catártico o justiciero. Por momentos parece el trailer de un film posapocalíptico (no estuvo muy lejos, si se tiene en cuenta que se quemaron más de 3.500 propiedades y hubo 11.000 arrestos, una semana de toque de queda, 60 muertos y miles de heridos, un panorama absolutamente bélico).

Sin análisis con perspectiva ni conclusiones finales, LA 92 es un documental abierto, en el que se puede confirmar casi cualquier visión de aquel estallido multicausal, que no sólo enfrentó a negros y blancos, sino que fue en buena parte un choque tanto cultural como de clase entre los afroestadounidenses de Compton y otros barrios negros con los coreanos propietarios de múltiples negocios en esos barrios. Pero tal vez la arista más interesante que emerge –aunque no es subrayada por los autores– es el rol protagónico de los medios audiovisuales en la revuelta; desde la filmación del apaleamiento de King –y del asesinato de una adolescente negra a manos de una comerciante coreana tras una discusión, recogido por las cámaras de seguridad–, todos los disturbios del 92 fueron documentados, en gran medida con las entonces novedosas, pero ya accesibles, filmadoras de VHS, y se estableció por primera vez en forma masiva un circuito de retroalimentación entre los registros de particulares, su reproducción en los medios masivos y la cobertura, en tiempo real y 24 horas de corrido, de las consecuencias sociales de esa reproducción. Si bien puede decirse lo mismo de casi cualquier documental histórico, LA 92 es una obra eminentemente colectiva, y la aparente ausencia de opinión termina enfocando la atención más sobre la forma y el medio que sobre cualquier concepto interpretativo que se quiera haber introducido sutilmente, lo cual no es para nada malo, aunque ciertos críticos comprometidos estadounidenses han visto negativamente el distanciamiento y la apertura.

El enemigo interior

Oklahoma City, comprado por Netlfix pero producido por el canal público PBS –especializado en lo documental y actualmente hostilizado por el gobierno de Trump– es mucho más tradicional en su forma. Presenta una combinación de imágenes de noticieros de la época y testimonios actuales de protagonistas y testigos, pero ofrece el tercer lado del triángulo formado por las revueltas de Los Ángeles y el juicio de Simpson: el terrible atentado que voló la sede del FBI en Oklahoma City en 1995, en el que murieron más de 150 empleados públicos y niños de la guardería del edificio.

La tesis básica del documental es que Timothy McVeigh, autor del mayor atentado terrorista realizado en Estados Unidos hasta el ataque al World Trade Center, fue un emergente casi lógico del discurso de odio de los supremacistas blancos, los grupos neonazis y los defensores del uso irrestricto de armas, pero hasta hoy las milicias y los grupos radicales derechistas estadounidenses insisten en que era un “lobo solitario” sin conexiones con ellos. Lo cierto es que si bien McVeigh, un veterano de la primera Guerra de Irak, no tenía vínculos de pertenencia con ninguna organización de las derechas racistas, era un producto de una franja de estadounidenses blancos y anglosajones que no sólo no se sienten privilegiados, sino que creen que el Estado los margina en beneficio de una oligarquía internacional, y que su país está viviendo una nueva Guerra Civil, aún en una etapa “fría”. Por lo tanto, Oklahoma City no se queda en el mero relato del atentado, sino que lo vincula con dos hechos previos –la balacera de Ruby Ridge en 1992 y la masacre de Waco en 1993–, en los que los errores de procedimiento de las autoridades causaron un gran número de muertes, y que fueron percibidos por muchos extremistas –entre ellos, McVeigh– como una señal, tan clara como la golpiza a King para los negros, de que el gobierno era su enemigo. En vez de estallar en forma callejera y espontánea, esa convicción llevó a la organización de milicias antigubernamentales y a actos de terrorismo como el que es el centro del documental.

Con una idea previa mucho más evidente (la mencionada interconexión de distintas fuerzas ultraderechistas y su peligro, histórico y latente), Oklahoma City se hace fuerte también en sus aspectos más objetivos. No pretende demonizar a McVeigh ni lo presenta como un monstruo fanático neonazi o un loco, sino como alguien que tal vez tuviera mucho en común con cualquier ciudadano patriota y dedicado a su comunidad, pero que al mismo tiempo estaba poseído por una furia incontrolable hacia lo que veía como el mal absoluto y una continuación local de las guerras que su país libraba en el exterior. El director Barak Goodman no necesita forzar la repulsión hacia este asesino, sino simplemente describir las consecuencias de sus actos –algunas de las cuales, aun sin caer en el morbo explotador, hacen que el documental sea muy duro de ver por momentos–, separándose de una visión maniquea de opuestos ideológicos, para lograr más bien un testimonio del horror final que produce el abrazo a cualquier forma de odio.

Fascinantes por muchos motivos, LA 92 y Oklahoma City parecen ignorarse mutuamente y tratar de dos fenómenos separados, pero a más de 20 años de los acontecimientos que los motivan, la articulación entre sus temáticas se hace más evidente, y bajo la luz de algunos contextos discursivos actuales, la distancia con aquellos días y acciones salvajes parece escasa, las heridas, aún abiertas, y las soluciones, lejanas.