Hoy, cuando se cumplen 44 años del último golpe de Estado en nuestro país, el primer piso del Centro de Fotografía (CdF) se volverá a transformar desde las 19.30 en un espacio de resistencia. Con la inauguración de Ausencias, el fotógrafo entrerriano Gustavo Germano consolida un escalofriante mapa de la desaparición forzada.
Tras sus ediciones en Argentina (2006) y Brasil (2012), este proyecto llega a Montevideo en busca de la memoria personal, de la historia colectiva, de la deuda no saldada. Y lo hace recreando, desde el presente, imágenes de los desaparecidos en cada país durante las dictaduras coordinadas por el Plan Cóndor: se trata de pares de fotografías con 30 años de distancia entre ellas. La más antigua de cada dupla surge de álbumes familiares en los que personas que luego fueron víctimas del terrorismo de Estado posaban junto a familiares o amigos. La otra fue tomada en el mismo lugar y con el resto de los retratados originalmente, registrando la permanencia de una ausencia.
Desde el primer golpe de vista, esta estremecedora exposición es una forma novedosa de documentar la falta de aquellos militantes barriales, estudiantes, obreros o familiares, víctimas de la represión ilegal y la desaparición forzada, escenificando la barbarie con un punto de apoyo en escenas domésticas. Aunque la realidad cotidiana quede ahí, suspendida entre el mundo en el que vivieron y este nuestro de hoy, en el que no están pero tampoco dejan de estar.
Casos
Entre la vida y la muerte, lo bucólico y lo trágico, a orillas del Río de la Plata es donde –en 1977– Humberto Bellizzi se fotografió por última vez junto a su madre y su hermana. Hoy son sólo ellas las que interpelan a la cámara con su mirada. A unos metros, el legendario León Duarte, sindicalista de FUNSA, y su pareja Hortensia festejan el cumpleaños de su hijo a lo grande en la medida de sus posibilidades, con torta, botellas de sidra y hasta una miniatura de Batman. Tres décadas después, los que se abrazan son el hijo y su madre, sin fiesta ni caballero oscuro, sin saber dónde está aquel luchador social y político.
En el Parque de Vacaciones de UTE, Óscar Tassino abraza a su hija. Dos años después pasaría a la clandestinidad, pero se seguiría reuniendo periódicamente con su madre y con sus hijos en un banco de la Asociación Española, con la convicción de que ese era un lugar seguro. Los verdugos no fueron a buscarlo en la mutualista, sino en una casa de Carrasco, donde finalmente lo detuvieron. Por el folleto que acompaña a la muestra, nos enteramos de que luego fue trasladado al centro de detención clandestino de La Tablada, donde lo maltrataron en forma brutal. Según una testigo, poco después fue asesinado, cuando sus torturadores le golpearon la cabeza contra una pileta.
Ruben Prieto estudió en el liceo Dámaso Antonio Larrañaga, donde mucho tiempo después le construyeron un monumento a él y a otros seis ex alumnos desaparecidos. Cuando tenía 20 años se exilió en Buenos Aires, y allí se reencontró con otra uruguaya, con quien tuvo a su hija Victoria; dos años después, cuando se creía al amparo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, fue capturado y llevado, como tantos uruguayos, al centro de reclusión conocido luego como Automotores Orletti. En 1976 fue trasladado de forma clandestina a nuestro país, en el llamado “segundo vuelo”, y hasta hoy continúa desaparecido. En la primera foto, él, su pareja y su hija posan en una azotea, sin saber que esa sería la única imagen de los tres.
Mirándose mirar
Ayer la hija de Prieto, Victoria, visitó el montaje de Ausencias. Ella ya conocía el proyecto por las ediciones anteriores, y según contó a la diaria, la experiencia fue muy fuerte y muy movilizadora. “Eso es lo bueno, porque contás con la fotografía como herramienta para que acceda el común de la gente. A la vez exhibe lo testimonial, lo que tiene que ver con la foto de familia”, dijo, mientras observaba su propia imagen. Custodiada por ese vacío implacable, Victoria sonreía al contemplar la foto inicial con sus padres, y al explicarnos que las arrugas visibles en esta se deben a que su abuela la guardaba debajo del vidrio de su mesa de luz.
Ella nació en Ramos Mejía (partido de La Matanza, Gran Buenos Aires), y en aquel entonces sus padres ya vivían con identidades falsas. “Cuando mi abuela paterna y mi tía me fueron a conocer, llevaron una cámara de fotos, y por eso quedó registrado ese momento. Después de eso empezaron los robos y las desapariciones de bebés, y como [a sus padres] les dio miedo, me mandaron con una de mis abuelas. Al año volví con ella, y cuando llegamos a la casa encontramos todo revuelto. La habían allanado y se habían llevado a mi padre –ese fue el momento de su desaparición–. Mi madre se salvó por muy poco – por ir a buscarnos al aeropuerto–, se vino para Uruguay, y al tiempo la secuestraron también a ella, y estuvo seis años en la cárcel de Punta de Rieles”, recuerda.
Victoria está convencida de que cualquiera puede empatizar con la evidencia de estas ausencias al ver la muestra, incluso si se trata de personas que no van cada año a la Marcha del Silencio ni están interiorizadas de la cuestión de los detenidos desaparecidos. Dice que esta “es una denuncia sobre los efectos del terrorismo de Estado desde un lugar distinto. No es el cartel de la marcha, por ejemplo. Mueve a quienes la ven del lugar habitual, para que algunos no puedan decir ‘eran todos tupamaros...’”.
Con el tiempo, a Victoria no le quedó otra alternativa que naturalizar su historia. “Lo que me sucedió y fue particular, en comparación con lo que vivieron otros hijos [de detenidos desaparecidos], es que me crié en la casa de mi abuela Yiya, junto con mi prima. En su caso, los desaparecidos fueron los dos padres. Y lo vivimos juntas, dormíamos en el mismo cuarto, íbamos a la misma escuela. Aunque, claro, lo procesamos de maneras distintas”. Hoy cree que el Estado quiere posponer la búsqueda y la necesidad de hacer justicia: “posponerlo hasta que pasen otros 30 años. Capaz que los nietos de mis hijos logren encontrar algunos restos”.
Unos por otros
Antes de irse, Victoria señala a su prima. María Michelena de Gouveia es hija de José Enrique y Graciela, dos integrantes de los Grupos de Acción Unificadora que se exiliaron en Buenos Aires, y allí se apartaron de la militancia política pero mantuvieron “su vocación de trabajo social”. En una madrugada de 1977, un grupo de hombres armados vestidos de civil llevó a cabo un operativo en el barrio. “Buscaban a un matrimonio paraguayo en el número 1400 de la calle Arenales. Al no encontrarlo, preguntaron en el 1500 de la misma calle; el vecino que los atendió les indicó que al lado vivía una pareja de uruguayos”, con una edad que coincidía con la de aquellos a quienes querían llevarse.
Graciela y José lograron dejar a sus hijos con los vecinos antes de ser secuestrados, y hasta hoy ambos continúan desaparecidos. El único dato que tuvieron de ellos sus familiares llegó mediante una esquela que lograron garabatear en un centro de detención clandestino de San Isidro, con la colaboración de uno de sus captores: “Queridos viejos: (Irma, Juan Carlos y hermanos) Hijos queridos. Estamos bien juntos. Traten de tener a los nenes con ustedes. Díganles que los queremos mucho y que vamos a volver. Busquen la forma de que estén bien. Mantenemos la fe y la esperanza. Recen mucho. Un beso y un abrazo”.
Como advirtió el periodista y militante argentino Rodofo Walsh, el pueblo aprendió que estaba solo y que tenía que pelear por sí mismo, e incluso que de sus propias entrañas obtendría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza. La deuda con esa lucha es lo que Ausencias reivindica y sustenta.