“A veces las luces están todas brillando sobre mí / otras veces apenas puedo ver / Últimamente se me ocurre / qué largo y extraño viaje ha sido”.

“Truckin’”, The Grateful Dead

Si hablamos de rock anglosajón en general, ante la pregunta “¿Cuál fue la mayor banda de rock de todos los tiempos?”, las respuestas variarán entre los afectos genéricos puntuales. Algunos podrán nombrar a The Who, Led Zeppelin, Pink Floyd e incluso los Sex Pistols, pero lo más probable es que se termine cayendo en la dicotomía Beatles-Rolling Stones. Pero vale la pena señalar, y no es casualidad, que todos esos nombres corresponden a bandas inglesas, que lideraron de una forma u otra su corriente musical y su género.

La cosa se hace mucho más compleja cuando se cruza el Atlántico y se habla del rock estadounidense, porque en el país donde se creó el rock, los liderazgos y las relevancias son mucho más difusos, y la importancia histórica y musical de las bandas yanquis no se corresponde necesariamente con su éxito comercial o su influencia cultural. Pero si se busca el nombre de un grupo que, como las grandes bandas inglesas, combine lo masivo y el riesgo artístico, el ninguneo inicial y la predominancia en su campo, lo tribal y el amplio reflejo de un tiempo y una sociedad, el localismo y la universalidad, el nombre que mejor se adaptaría al concepto de “mayor banda estadounidense de rock de todos los tiempos” sería el de The Grateful Dead, una formación que, dentro de sus paradojas, puede considerarse el más grande objeto de culto musical (algo que es casi un oxímoron, pero es adecuado para esta banda contradictoria), una gran banda de rock, una banda que en realidad rockeaba muy poco y que funcionaba musicalmente en forma más similar a la de los grupos de jazz más o menos vanguardista de principios de los años 60, que tocaba casi demagógicamente clásicos de rhythm & blues o rockabilly, pero en el mismo show se embarcaba en largos segmentos de pura improvisación experimental. Que funcionaba en forma cooperativa y sin jerarquías, pero cuyo líder renuente, el guitarrista y cantante Jerry García, era considerado un mesías viviente por sus fans. Que fue seguida por millones de seguidores fanatizados por todo Estados Unidos, pero demoró más de 20 años en meter un tema entre los 40 más vendidos. En todo caso, una banda sobre la que se puede hablar y filmar durante horas y horas, y eso fue lo que hizo el director Amir Bar-Lev, quien se asume como un deadhead (“cabeza muerta” o “calavera”, como se denomina a los fans de Grateful Dead). Bar-Lev, con la producción de Martin Scorsese y el apoyo de los integrantes sobrevivientes del grupo, pasó 14 años realizando Long Strange Trip, un documental estrenado por Amazon que, en más de cuatro horas –divididas en seis episodios– intenta contar no sólo lo que hicieron los Grateful Dead, sino también lo que significaron, que no es exactamente lo mismo.

En el camino

Aunque las seis partes del documental siguen un orden cronológico, desde los primeros pasos musicales de García hasta su muerte, cada uno de los episodios tiene cierto eje temático. El primero cuenta la formación cultural del guitarrista y cómo pasó de ser un niño extraordinariamente feo, introvertido y traumado por la muerte accidental de su padre, a convertirse en uno de los músicos centrales de la revolución psicodélica. El segundo trata del surgimiento del fenómeno alrededor del grupo, su difícil relación con las empresas discográficas y su evolución musical. El tercero es sobre la infraestructura funcional de la banda, sus extensísimas giras y su extraño funcionamiento comunitario, que incluía a allegados, roadies (en español, a veces, “plomos”: el conjunto de técnicos y personal de apoyo que acompaña a un grupo en sus giras) y dealers. El cuarto es sobre la emergencia de los deadheads y la conversión de los Grateful Dead en algo parecido a un culto religioso, el quinto sobre el megaéxito tardío y totalmente a contramano que tuvieron en los años 80, y el último sobre los años de enfermedad y colapso de García y el fin del grupo en 1995 tras su muerte.

Bar-Lev tuvo acceso a filmaciones totalmente inéditas y contó con la colaboración de todos los ex integrantes aún vivos de la banda –incluso el letrista Robert Hunter, notoriamente reclusivo, quien fue filmado casi clandestinamente–, y utiliza numerosas entrevistas con los músicos especialmente para el documental, junto a declaraciones de época e historias de plomos y road managers, que son de lo más divertido del material. Los ejes temáticos sobre los que el director se mueve son la elusiva, contradictoria y en el fondo frágil personalidad de García, la relación única y anárquica que la banda tenía con sus fans y sus colaboradores, y la intransigencia de su sistema de elaboración musical, no tan experimental como a veces se cree, pero basada fundamentalmente en la improvisación y en una espontaneidad que hacía de cada espectáculo una experiencia única con un contenido irrepetible.

Las cuatro horas aproximadas que dura Long Strange Trip se hacen realmente escasas para abarcar las cuatro décadas en las que la banda estuvo activa, no tanto por la extensión de esa trayectoria sino por lo inverosímil de sus experiencias y anecdotario. No hay esencialmente nada que parezca razonable quitarle o acortarle al documental, pero al mismo tiempo es notable todo lo que falta. Para empezar, y en concordancia con la filosofía de la banda, que priorizaba las presentaciones en público, sus discos oficiales de estudio y las circunstancias de sus grabaciones son bastante soslayadas, salvo por algunas anécdotas pintorescas. Tampoco hay gran cosa sobre las vidas personales de los integrantes del grupo –salvo García, pero incluso en ese caso hay grandes elipsis u omisiones pudorosas–, ni sobre sus actividades paralelas. Pero sobre todo hay una ausencia notoria de contexto musical –aunque no cultural–, salvo por dos o tres flashes de bandas coetáneas en los primeros episodios, que sólo se traen a cuento por algún contacto en particular con la historia del grupo. Parece que los Grateful Dead hubieran existido dentro de una burbuja inalterada por el tiempo, las modas, los estilos contemporáneos y las presiones empresariales. La visión general es muy amable hacia la banda, pero convincente en su retrato de lo que fue una suerte de gigantesco dinosaurio cultural, extremadamente idealista y forzado con frecuencia al conflicto con sus ideales. Una banda en la que se entraba por simpatía, no por casting, se permanecía aun si se estaba completamente inoperante, y se salía por lo general en un prematuro cajón. El director juega con la paradoja contenida en la imagen y el nombre de la banda (“el muerto agradecido”), su parafernalia llena de esqueletos y guiñadas al exceso, y lo que considera el núcleo duro de la filosofía de García y los suyos, que es –según las propias palabras del guitarrista barbudo– la diversión. Y como motivo recurrente utiliza imágenes de la película Frankenstein (James Whale, 1931), una obra que obsesionaba a García y cuyas imágenes se entroncan con notable armonía con la historia del grupo, desvanecido por completo su contenido terrorífico y quedando sólo lo brillante, lo gracioso y lo emotivo, algo que puede decirse de toda esta narración sobre The Grateful Dead.

Alegría

Ya mencionamos algo de lo que falta en este extenso documental, pero lo que lo vuelve excepcional es lo que contiene, que excede largamente las historias más conocidas de la banda, cubiertas por infinidad de biografías, notas periodísticas y documentales previos. En primer lugar, hay que destacar que hay mucha música: esto parecería una obviedad si no fuera porque muchos documentales actuales sobre músicos suelen olvidarse de que, además de escuchar a testigos contando experiencias, es importante escuchar algo de la obra en cuestión. En ese aspecto, y sin caer en lo excesivamente especializado, hay muchas observaciones sobre la formación técnica de los integrantes de la banda, su forma de arreglar los temas y su culto a la improvisación, controlada gracias a horas y horas de interpretación conjunta. Los interesados en la infraestructura sonora del rock darán vueltas de felicidad en el extenso segmento dedicado al monstruoso y futurista sistema de sonido que el grupo utilizaba en los años 70, diseñado por su aliado Oswley Oso Stanley, una especie de científico loco, ingeniero de sonido y químico que además de fabricar (y pagar) los equipos de la banda, producía el ácido lisérgico más poderoso de San Francisco.

La relación de la banda con el ácido y su cultura da pie a varios segmentos muy hilarantes –al menos para quienes tengan un sentido del humor poco prejuicioso– en los que los músicos y sus allegados aparecen en estados bastante impresentables (incluyendo a un equipo de cine contratado por la compañía de discos para hacer un documental sobre The Grateful Dead, cuyos integrantes terminaron tan drogados que se olvidaron de registrar la gira, y en cambio usaron las cámaras y rollos para filmarse a sí mismos macaqueando por los campos). Varios deadheads –una tribu que tiene semejanzas con los ricoteros argentinos– dan sus testimonios con mucho humor, y la sensación general es la de que la trayectoria de la banda fue, más que el proyecto artístico de una decena de músicos, una prolongada experiencia que ponía a prueba los límites entre lo que pasaba encima del escenario y lo que ocurría delante o detrás de él. Una revuelta pacífica, aunque ocasionalmente riesgosa y hasta letal, que se desarrolló durante décadas dentro de la cultura del rock, pero a la vez en oposición –o al menos en forma alternativa– a ella.

La historia termina, inevitablemente, con cierta tristeza y melancolía, pero el viaje es –tal como lo planteó el director y como es la voluntad de los sobrevivientes del grupo– más divertido y risueño de lo que podría pensarse, y, aun para los conocedores de la historia de The Grateful Dead o los poco impresionables, una continua sucesión de momentos asombrosos que siguen una lógica ajena a cualquier concepto de “carrera” o especulación artístico-comercial. El retrato de un caos multitudinario, amable y extrañamente armónico, que puede resumirse en la respuesta que uno de los plomos de la banda dice que se había acostumbrado a dar ante la recurrente pregunta de quién era el jefe de ese colectivo de músicos talentosos, personajes extravagantes y seres inclasificables: “El jefe es la situación”.