A mediados de los años 70, el historiador Jean Chesneaux planteaba que si el pasado “cuenta, es por lo que significa para nosotros: es el producto de nuestra memoria colectiva, es su tejido fundamental”. También advertía que el pasado y el conocimiento histórico podían ponerse al servicio del conservadurismo social o de las luchas populares, pero que jamás serían neutrales. En Uruguay, pensar la identidad implica hacerlo, históricamente, en relación con luchas sociales y políticas, y con la construcción de una memoria activa. Segunda generación, película de Anthony Fletcher (dramaturgo, guionista y cineasta inglés radicado en Montevideo) y Miguel Presno (artista plástico, director del documental Chau pelado –2012–), se presenta como un experimento entre teatro, documental y ficción, en el que los actores cruzan sus experiencias personales con el juego de la interpretación, para lograr un ambiente tan confuso como familiar. El film, que se preestrena hoy a las 21.00 en la sala Zitarrosa, con entrada libre, y que el jueves 6 de julio llegará a la sala B de la Nelly Goitiño (el mismo día se podrá ver en el cine Daymán de Salto, y el 13, en Multicines de Atlántida), se propone explorar la construcción de identidad en la generación posdictadura –los que fueron niños durante ese período o nacieron luego– por medio de dos personajes. Pela (Leandro Núñez) es hijo de un militar, y Alejandro (Luis Martínez), de un izquierdista. El espectador se enfrenta a un viaje que articula dos registros: en uno, los actores exploran la construcción de sus personajes, e intentan comprender sus mundos; en el otro, se dedican a interpretarlos. Así surge un híbrido en el que el relato documental, construido a partir de ese montaje, se cruza con fugaces y significativos pasajes biográficos, observaciones o simples invenciones, habilitando un permanente juego entre ficción y no ficción, que impide al espectador desprenderse de esas tensiones y contrastes. Un exquisito trabajo compositivo, a cargo de Leonardo Croatto, construye una sonoridad que, sutilmente, comienza a adherirse a ese recorrido.

Pela y Alejandro deambulan por la noche montevideana, y en su odisea hay un partido de Aguada, bares, drogas, charlas y caminatas marcadas por el vacío y la apatía. En Segunda generación no hay trama: lo central es la transición, la fuga y no la consolidación. La cámara suele ir en panorámica de un rostro a otro, no en busca de una verdad oculta, sino más bien de una visible, que sus expresiones transparentan y sugieren. En un momento recorre el living de la casa de Pela. Hay fotos de Juan María Bordaberry y Augusto Pinochet en pleno desfile, retratos de gente con gorra militar y siluetas de mujeres desnudas. Alejandro se inquieta y pregunta: “¿Sabés quiénes son? ¿Te interesa el período?”. Pela se sorprende e interroga a su vez: “¿De qué hablás? Es historia, yo qué sé. Hay de todo, milicos, jeeps, minas en bolas”. La tensión entre lo individual y lo colectivo es constante. Segunda generación sostiene una pregunta sobre la identidad, a la vez que impulsa un murmullo que atraviesa las diferencias de clase, de lenguaje, de formas organizativas. Porque, a fin de cuentas, siempre deberíamos terminar asumiendo nuestro propio pasado.

Según dijo Fletcher a la diaria, la apuesta fue investigar la construcción de una historia, mucho más que contarla. Sobre el recorte generacional de la obra, señaló que él no vivió la dictadura [reside aquí desde 2012], aunque conoce los relatos que se continúan a nivel social. “En lo personal, no me interesa hacer una película sobre la dictadura, sino una sobre la sociedad contemporánea”, afirmó.

El director cree que en América Latina se vuelve muy evidente que uno construye su identidad pensando el lugar que ocuparon sus padres, para afirmar el relato heredado o cuestionarlo. En definitiva, sostiene, “todos somos actores, y decidimos qué usamos o no de nuestro pasado para construir nuestro personaje”. En el film, los actores utilizaron aspectos de su personalidad y su historia para construir a Pela y Alejandro, realizando una investigación que partió de su experiencia, pero en cuyo resultado nunca se distinguen verdad e invención. “Teníamos escenas pero no un guion”, explica Fletcher, y dice que trabajaron la improvisación mediante “un largo proceso con Luis y con Leandro para buscar y crear sus personajes. Ellos tenían la palabra, y sabían quiénes eran, pero no qué iba a pasar. Nunca conocían el próximo paso, ni el final. Es muy interesante el proceso de actuación para cine, que es muy distinto al del teatro. Y para mí es un placer investigar: hay cosas que en teatro son inviables, porque el actor, sobre el escenario, siempre sabe lo que va a pasar. Cuando hice Harper [2012, también con Martínez] intenté que los actores no supieran qué pasaba en las escenas en las que no participaban. Hay algo muy interesante en la frescura del actor ante ese vacío. Tiene que pensar mucho, no es un proceso en el que repite palabras aprendidas. Y de eso surgieron aspectos muy ricos, como la escena en la que hablan de las plantas”, en la que hay un sugerente juego cromático.

Naturalismos

Antes de ingresar a la Comedia Nacional, Núñez tuvo un largo recorrido: mientras peleaba para terminar el bachillerato, se enteró de que Tabaré Rivero, uno de sus referentes rockeros, iba a dar un taller de teatro en su barrio (Lavalleja, a dos cuadras de 40 Semanas). Así comenzó su vínculo con el teatro, y ese fue uno de los estímulos para los directores: que viniera “de un lugar nada habitual para los actores uruguayos, que son más bien de clase media”, mientras que Martínez es “un actor con mucho talento que nunca había trabajado en cine o en televisión”. En general, Fletcher observa que “lo difícil para los actores uruguayos es que no haya una industria audiovisual, y que no tengan muchas posibilidades de hacer trabajos naturalistas. Es una lástima, porque el cine es otro nervio: muchas veces el actor tiene que trabajar casi exclusivamente con su rostro; resulta un muy buen ejercicio, que en el teatro es imposible”. Dentro de la puesta naturalista, “no interesa forzar ni mostrar cuál es el sentimiento. Lo que importa es construir al personaje en una situación, y no pensar cuál sería la emoción de esa situación, sino vivir el momento. Si vos decís: ʻAcá estoy tristeʼ, probablemente incluyas señales de tristeza. Pero si vivís el momento, ya sea cruzar una calle o matar a alguien, no vas a estar pensando qué comunicar para hacerlo, simplemente vas a ejecutarlo. A veces acá se construye el personaje de afuera hacia adentro, y al hacerlo se puede caer en conductas falsas”.

Para él, estas apuestas se vuelven un desafío. “Muchas veces hablás con un actor que te dice: ‘Entré al escenario pero no creo en nada de lo que estoy haciendo, y me siento terrible por eso’. Pasa frecuentemente. La falta de una industria de naturalismo restringe las posibilidades de actuación.Porque el naturalismo en cine tiene que ver con lo verosímil, y el actor se vuelve parte de ese código. Si ves a un actor haciendo demasiado, como en una telenovela, no le creés. Ves la actuación y no la situación, porque parece falso. Eso, en muchos casos, se transforma casi que en el objetivo. Pero cuando miramos cine, no queremos pensar que el actor está actuando. Acá hay toda una escuela de teatro en la que los actores quieren que la gente vea que están actuando, y eso se opone a lo que, en lo personal, considero una buena actuación. No quiero saber, no quiero estar pensando. A veces hay un gran actor y podés decir ‘¡qué increíble!’; pero me interesa mucho más la otra posibilidad, que es cuando lográs perderte. A veces se dice: ʻBueno, son actores del siglo XXʼ. Pero los de este país tienen muchísimo potencial. Son muy buenos, pero casi no tienen oportunidades de hacer otro estilo. Y hay mucho más teatro con referencias a la murga, o al carnaval en general, que al cine. De todos modos, ahora está surgiendo una generación de jóvenes que comienzan a hacer cine, y eso es interesante. De la misma forma en que [Gabriel] Calderón y [Santiago] Sanguinetti dijeron: ʻVamos a hacer teatroʼ hace diez o 15 años, ahora ellos están diciendo: ʻTenemos el material, hagamos una serieʼ. Esto va a estimular el desarrollo de la industria uruguaya”, conjetura Fletcher, ya desde su rol como docente en la Escuela de Cine del Uruguay.

Como referencia de Segunda generación hay un desafío entre dos famosos daneses, Lars von Trier y el legendario Jørgen Leth. En Las cinco obstrucciones (2003), dirigida por ambos, Von Trier le planteó a Leth que rehiciera de cinco maneras distintas, con sendas dificultades, El perfecto humano (1967), uno de sus cortometrajes vanguardistas. A Fletcher le interesa cómo Von Trier y el resto de los cineastas del grupo Dogma se impusieron reglas y, al investigarlas, lograron libertad. Esa fue la apuesta de esta película.