En su afán de universalismo, humanismo, esencialidad, eternidad, en fin, en su programa hipermetafísico y dogmático, Joaquín Torres García, con sus exactas reglas, exhortaba a sus oyentes (y sobre todo a sus discípulos) a que los materiales empleados en las obras fuesen “concretos y no imitativos”, alejándose, olímpicamente platónico, de la representación en pos de su “naturaleza intrínseca”. Reacio Torres, por supuesto, a todo lo que simbolizase modernidad (o modernismo), sus materiales favoritos siempre fueron orgánicos, naturales y estuvieron impregnados de “tiempos inmemoriales” para que salieran de cualquier contingencia. La madera fue uno de sus predilectos, por supuesto, y tanto, que todos sus famosos y maravillosos juguetes de los años 20 la emplean, así como varios de sus “constructivos” posteriores.

No extraña, por ende, que muchos de sus alumnos, tanto directos como indirectos (o sea, integrantes del Taller Torres García tras el fallecimiento del maestro, bajo la supervisión de Julio Alpuy y otros) trabajaran con ella. Es cierto que la madera, en general, goza de gran simpatía en la plástica uruguaya: artistas de primer plano la han usado casi exclusivamente en su obra (como en los casos, para citar los más llamativos, de Wifredo Díaz-Valdez y Ricardo Pascale), o le han dado algunos empleos esporádicos pero igualmente significativos (sin ir lejos temporalmente, el “embudo” que Mario Sagradini está exponiendo en Venecia, sobre el que escribí la semana pasada). Sin embargo, en el caso de los cuatro artistas felizmente reunidos por Sonia Brandymer en Bajo la corteza –Walter Deliotti, Hugo Giovanetti, Mario Lorieto y Manuel Otero– se trata claramente de un uso guiado por las directivas torresgarcianas (con algún lógico desvío: la personalidad de cada uno, según el mismo Torres, emerge sola). Todos frecuentaron el taller, aunque en la fase pos Torres, y justamente se mantuvieron a distancia de cualquier “naturalismo imitativo”, celebrando la madera primariamente en cuanto madera. Y lo hicieron en diferentes fases de sus trayectorias: Bandrymer, en general, expone tanto piezas antiguas (algunas de hace ya cuatro décadas) como producción reciente, para remarcar justamente la continuidad (siendo esta, por otro lado, algo desesperadamente buscado dentro del marco teórico torresgarciano). De hecho, como explica la curadora, tres de ellos usan madera trouvée, cargada de historia, que reelaboran dejando a la vista la vida previa de la materia.

Empiezo con Lorieto, el único que no usa ese recurso de apostar a lo “vivido” del material, produciendo, por ejemplo, una serie de cajas escultóricas en la cual, aplicando colores en principio prohibidos por Torres (vale decir, bastante vivos), recorta objetos sobre grandes fondos en composiciones alegres (como un cierre que se vuelve la boca de un pez) que resultan, a la postre, demasiado decorativas. Más interesantes son las versiones muy reducidas en tamaño, pero más finamente elaboradas que simples maquetas y realizadas en maderas nobles, de esculturas que, en su tamaño original, adornan el paisaje urbano de Montevideo, como la Italia infinita (1997) de Tres Cruces o La manzana ciudadana (1996) del Parque de las Esculturas, sobre la avenida Luis Alberto de Herrera.

Es probablemente Otero quien maneja con más soltura la idea de reciclaje. Su punto álgido se da, en la exposición, en la antropomorfización de Figuras del palote (1984), en la que el utensilio se fragmenta para dar vida a una pareja atada por un alambre, con torresgarcianísima llave incluida. La pieza dialoga, además, con una serie de pequeños cuadros en relieve, enteramente en madera, en los que aparece, entre otros similares, un Adán y Eva de 1973 con algún eco picassiano. En los seis “Tótems”, de los primeros años 90, Otero construye delgadas esculturas que utilizan, con prudencia, elementos preexistentes, incluso resolviéndose con tono humorístico en por lo menos un caso, el Tótem Robot (1991).

También Giovanetti aprovecha, de manera más rígida aun, la edad de sus maderas “antiguas”, como en una tabla constructiva del período del taller, con colores primarios semivisibles (casi un Mondrian en relieve desenterrado, arqueológicamente salvado de un destino cruel), y en otras talladas duramente y dejadas en bruto. Se destaca la, por el contrario, trabajadísima y refinada mesa taraceada de 1967, con motivos clásicos (entre ellos, una especie de Partenón, ¿homenaje al amor absoluto de Torres por la Grecia antigua?), virtuosamente armada y lograda en su aroma renacentista.

Deliotti, el único artista de la selección todavía vivo (y activo), también retoma postura y arquetipos del maestro, llegando, en este sentido, a las obras más plásticamente logradas del conjunto, en las que se exaltan los diferentes cortes y colores de las maderas empleadas (Pareja, de 1995) y la paleta es apagada o semiapagada, pero el ritmo de las formas indemniza la deserción cromática (Figura femenina n. 2, de 2011). Finalmente, pese a cierta repetición y anquilosamiento (el Constructivo infinito de 2016, por ejemplo), en cierto sentido propias de la filosofía del taller, regala un relámpago heterodoxo verdaderamente interesante: una Naturaleza muerta volumétrica (1998), cuadro con fondo de arpillera del que salen literalmente proyectados hacia afuera, en su ostensible y abultado volumen, los elementos de un bodegón rústico –botella de vino, plato, pan y queso, salamín y cuchillo–, lejos de cualquier figuración abstracta y arquetípica. La madera esculpida imita los trazos y los planos de colores de un cuadro y el 3D desorienta así, venturosamente, a los ojos.