Viviste y marcaste la historia de las artes escénicas, ocupando diferentes lugares en el campo artístico y cultural, formando generaciones. Quería empezar hablando de esa Graciela del inicio, la que fue fundadora de Teatro Uno [junto con Luis Cerminara, Jorge Freccero y Alberto Restuccia] ¿Cómo la ves desde el presente?
–Siento que estaba con las mismas ganas de hacer cosas. Cuando nació Teatro Uno había empezado a trabajar en el liceo 18 de adscripta, me había lastimado la pierna y justo combinó que empecé a dirigir el primer espectáculo en esa circunstancia. Creo que había una necesidad de estar en el arte, en el teatro, en la danza; era lo que me hacía sentido, lo que me ayudaba a estar acá en la tierra, en la vida, a no sentirme tan bicho raro. En ese momento era eso. Justamente hoy me llamó Alejandra, que trabaja en el Espacio de Desarrollo Armónico, y me dijo: fui a ver a Restuccia ayer y hablaba todo el tiempo de Teatro Uno, y dice que se fundó en 1961. Y ahí me di cuenta de que yo tenía 17 años en ese momento y los estaba dirigiendo a ellos. Era fuerte. Y era algo que queríamos hacer. Yo estaba muy metida con la danza y con Elsa Vallarino en Dalica [Danza Libre de Cámara]. Pero era todo uno. Elsa buscaba unir las artes; siempre lo plástico era importantísimo en ella, que además era pintora; entre la gente que la rodeaba estaba Mario Gallup, arquitecto, los músicos, porque siempre era todo en vivo; una atmósfera muy global, muy holística, de las artes.
Desde el presente es bastante claro que estaban haciendo algo que podría llamarse vanguardia o que al menos era muy experimental. ¿Cómo lo pensaban entonces?
–La verdad es que yo nunca siento que estoy haciendo vanguardia, pero siempre me doy cuenta de que se mueve algo con lo que hago, de un lado y del otro. Pero no hay una propuesta. Creo que en Alberto [Restuccia] sí, había una cosa más como de Yvonne Rainer, como de manifiesto, de [Antonin] Artaud, que es lo que nos salía hacer, por lo menos a mí. El Bebe [Cerminara] era un divino, era puro teatro. Jorge [Freccero] muy muy intelectual, muy inteligente. Teníamos ahí como una fogata de cosas y mucha pasión humana. Aquellas épocas eran en algún sentido más heroicas que ahora; dejabas todo. Ahora lo veo más saludable, como que la gente tiene hijos, hay algo más, la dedicación es distinta, tienen más espacio. Antes en las pasiones y en las cosas amorosas había más conturbación; en ese sentido, veo a los jóvenes y está bueno: danzan, se casan, eligen a alguien, más tranquilos. Creo que nosotros veníamos muy de mover todo. De repente no era intencional, pero había una necesidad de libertad, de un tipo de amor distinto, como todo el movimiento de los 60, de mucha expansión de conciencia y mucha libertad, como una ola de amor. Algo que de repente no tenía las mismas piernas que los yuppies después, esa cosa de “ahhh, acá estoy yo, y voy a triunfar”. Pero fue una ola potente de algo nuevo, no porque quisiera ser nuevo, sino por necesidad.
Cuando hablás de esa pasión y de lo heroico me pregunto cómo creaban en esa época.
–En el caso de Teatro Uno, ellos me traían todo lo que escribían, y yo hacía la obra con eso y la dirigía. Era impresionante, cada día me traían poemas. La primera obra fue Poesías y la segunda fue de Samuel Beckett. Esto para decirte que no había esa cosa de separación, porque en el mismo espectáculo yo dirigía una parte, que era la de Beckett, y después Elena Zuasti, que era de la Comedia Nacional, dirigía la segunda parte, que era una obra de Alberto que se llamaba Epifanía; todo en el mismo programa. Y el Bebe era el niño mimado de la Comedia: todos lo veían como un talento.
¿Cómo fueron el despertar de tu curiosidad o vocación artística y tus primeras experiencias de formación?
–Desde chica siempre jugaba a hacer cosas con todos, con las personas que trabajaban en la casa de mis padres (algunas de ellas descubrían ahí su vocación de artistas). Metía a todo el mundo, incluso a los niños, y siempre se lo mostraba a los mayores o a quien fuera. Entonces era multimedia, imaginate. Me acuerdo de una persona que se llamaba Elidia y trabajaba en la casa de mis padres, que dijo un poema, y de repente yo bailaba. Para mí eso siempre fue una cosa natural. También me acuerdo de una rusa que me enseñaba danza: yo tenía dos años, y al recordar siento energía, siento vibración. Bailábamos con otra niña de cinco, nos equivocamos y la rusa nos retó: la de cinco lloraba y yo no, yo no lloraba.
¿Dos años tenías?
–Sí. Yo tenía una motricidad tan fuerte que mi madre, no sé si para calmarme o qué –en realidad, a ella le encantaba la danza–, me llevó con ella y después, aún de niña, también con otros profesores. Con Elsa empecé a los nueve años. Ella tenía eso de juego, de color, de humor, de que todo pasaba ahí; era una payasa. Estuve con ella en lo que para mí fue la época de oro de su creatividad, con todo lo que se metía, y lo que hacía. Cada vez más, me voy dando cuenta de todo lo que hacía. La vida era ahí; pasaba de todo, y eso movía a las personas.
¿Con qué técnicas, poéticas y lenguajes trabajaban?
–Siento como que me entregaba a algo desde el corazón, y a veces desde el pensamiento. A veces iba trabajando lo que ella me daba y las coreografías marcadas, otras veces había momentos más libres. Creo que Elsa fue aprendiendo cosas y creó una técnica ecléctica, que además iba cambiando, por ejemplo, con ritmos afrobrasileños que hacíamos con tambores. No había una técnica como cuando fui a Estados Unidos y hacías técnica [José] Limón, técnica [Martha] Graham, técnica [Merce] Cunningham, que estaban codificadas y más o menos se repetían. Muchas personas crearon técnicas que iban cambiando; yo misma lo hice en momentos de mi vida. También [Inx] Bayerthal fue una presencia muy grande en mi vida, alguien que me ayudaba a estar en Montevideo, alguien a quien veías y sentías que te veía. Al menos desde mí, que era su alumna.
¿Por qué volviste a Uruguay cuando, de joven, se te abría un mundo en Nueva York, la meca de la danza contemporánea en aquel momento?
–No sé. Fue una cosa energética. Creo que son momentos estelares: me di cuenta de que si yo seguía allá era para siempre. Siempre me he sentido medio patito feo: bailaba, me venía una conexión y después se me iba, siempre me costaba la parte social. La llegada allá fue una cosa sorpresiva, porque no daban becas a gente joven, salvo a economistas o ingenieros. Yo tenía 20 o 21 años y fue rarísimo, porque dijeron: “No hay becas para esto”. Me desligué completamente, y de repente me llaman de la embajada de Estados Unidos y me dicen: “Sentate, porque dentro de cuatro días estás ahí”. Tuve que sacar pasaporte de urgencia, todo; no tenía nada. Llegué allá y ya empecé en la vida neoyorquina. Y fue buenísimo. Empecé con Graham, pero me metía en todo. Ya de primera me invitaron a hacer un espectáculo mixed-media. Había toda una movida, y eso era por fuera de la escuela de Graham, porque sentía que Graham era una sola técnica, y que si había ido ahí por un año tenía que conocer otras, hacer algo más completo. Aunque la técnica Graham es una belleza, bien hecha, y tiene una cosa visceral, más estimulante para alguien dionisíaco como yo que el clásico o Cunningham, que es ahí medio mezcla. Me acuerdo de que para ganar la audición de la Graham me puse atrás de un bailarín del ballet Colbert, que era un divino. Yo era re tímida. Me puse atrás de él y, bueno, me dieron la beca. Pedí para ir a [la escuela de artes] Juilliard, pero me dijeron que ya había empezado. Sin embargo, al final, no sé cómo, me aceptaron y quedé en Juilliard. Después me invitó Lucas Hoving, que después me enteré de que también invitó a Pina Bausch a Juilliard. Ella es un poco más grande que yo [nació en 1940], pero por ahí anda. No es que yo fuera nada; eran momentos, esas coincidencias. Y trabajaba en las dos compañías: con Lucas y con Twyla [Tharp]. Cuando era el momento de terminar la beca me empezaron a invitar de más lados, y además un productor re fuerte de allá se había interesado en mí. En esa época ya había empezado a hacer coreografías, probaba cosas, incluso hice un solo que Lucas puso en su compañía. Ahí vi que eran dos vidas completamente diferentes y volví a Uruguay.
¿Cómo vivís en la danza la convivencia entre la importancia de la forma y esta cosa más de experiencia, sanación, energía o camino espiritual, también presente?
–Siempre sentí lo sub, lo que estaba por abajo cuando bailaba la frase o transmitía algo, el espíritu. Desde chica, para aprender una coreografía no podía ir por los pasos, tenía que ver cómo iba todo con todo. Con Elsa también me pasaba eso; yo trabajaba mucho pensando, con el cuerpo mental, ya desde chica. Como esos atletas que piensan el salto y después lo hacen. Trabajaba bastante en lo profundo de la coreografía, para encontrarle algo que tuviera sentido para mí, un ligado, un fraseo para mi cuerpo. Creo que el espíritu está en todo, todo el tiempo. Depende también de cómo te pongas ahí, de en qué dimensión decidas estar, o de cómo dejes que esas dimensiones más incorpóreas lleguen, lleguen, lleguen, lleguen hasta la última uñita. Y claro que eso te da un movimiento diferente, distinto, más fácil, de alguna manera, más difícil también, pero más fácil porque tenés más planos que están ayudando a esa fricción que tiene la parte física. Es como que nuestro cuerpo físico es “lo más” entre comillas, porque es puro espacio. En mi trabajo hay una búsqueda constante de transformación y de curación del cuerpo que he experimentado. Es como si eso corporal se viera ayudado por espacio, por aire, por algo que va más allá de lo corporal, digamos. Lo energético, que es como si fuera el fondo, y entonces está en todo.
¿Cómo dialoga todo eso con la danza que se piensa como espectáculo, o para la que el momento de exhibición es el más importante?
–De repente, yo he padecido querer mostrar, no sólo quererte mostrar sino querer mostrar: un salto más alto, o mantener una cosa más tiempo. Hay eso en la danza, y muchas veces “riñe”, entre comillas, con la salud. Mi cuerpo es como si fuera el de Nadia Comaneci, porque he hecho de todo; además, he sido bastante bohemia en otras épocas de mi vida, he juntado todos esos mundos. Me levantaba a las 8.00 y empezaba: daba clase, cargaba gente, daba un masaje o curaba a alguien. Era mucho, y lo estoy sintiendo en el cuerpo. Yo digo: “Es por lo que hice, que subía gente a los hombros, que cargaba”. Cosas muy fuertes, porque mi cuerpo era bueno, y siento que si lo hubiera cuidado no estaría así como estoy, pero la médica me dice: “No, estarías mucho peor”, o algo así. Te vas entregando a la vida y muchas veces te traicionás, querés hacer cinco piruetas, esas cosas de los egos y del lugar donde estás, a veces tenés que hacer ciertas cosas si querés estar ahí. Es como si vas a la iglesia católica y te dicen: “Acá hay que entrar de sombrero”: si querés entrar, te lo ponés. Siempre reconociendo la voluntad de uno; pero a veces la voluntad no va directo, te obliga a ponerte un sombrero.
¿Cómo seleccionás u ordenás los materiales que te llaman la atención? ¿Tiene que ver con estados corporales, con intereses estéticos...?
–Las dos cosas: es como que siento una sonrisa, un juego, una diversión en algo que me viene, y trato de hacerlo. Puede ser cualquier cosa. En las épocas en que estábamos en la comunidad, lo que hacíamos en la danza era el grupo en la vida, porque éramos todos amigos, vivíamos juntos. La danza era partir de ahí.
Hablame un poco de esa comunidad.
–Fue en 1970-1971, actuábamos en las calles y eso. Después siguió habiendo un poco de comunidad, pero ya no vivíamos juntos. Hicimos teatro, La vida es sueño, había mucha gente que no era de danza. Era bien interesante el trabajo; no usábamos música grabada, todo lo cantábamos nosotros, y ahí empezó la época de la calle, sobre todo en Tristán Narvaja, donde teníamos una actuación constante. Trabajábamos muchísimo e iban saliendo unos productos increíbles. Pero después se empezó a interpretar como una cosa diferente; era casi la dictadura, y ya empecé a sentir no sólo la intuición de la cabeza, sino también la de la tripa. Ya venían las “chanchitas” [camionetas policiales] a ver lo que hacíamos en la calle. Ahí me fui y se empezó a ir todo el mundo. En la época de la comunidad-comunidad era un grupo muy mixto, gente del teatro, gente que se había venido de Chile para trabajar conmigo, como Gregorio Fassler, una artista de Estados Unidos, vivíamos todos juntos. Y de ahí salieron trabajos, porque imaginate lo que era. Siempre mucha música. Estaba el Pájaro [Carlos] Canzani, que era uno de los de la comunidad, y [Eduardo] Mateo era una figura siempre presente. De hecho, el salón donde ahora hay meditación era el salón de música, había siempre un contrabajo que no sé si no lo había dejado el Mamut [Gustavo Muñoz]..., se me mezclan las personas y las cosas. No sé si es de tanta ebullición. Esa comunidad llegó a ser un símbolo de libertad acá en Montevideo, donde era todo muy apretado, y nosotros ya habíamos sido criticados porque nos saludábamos besándonos en la boca, cosas así. En aquella época se necesitaba ser un poco serio en la izquierda, y en la comunidad pasaba esa cosa de la libertad; las personas llegaban ahí y se liberaban, ¿entendés? Era impresionante, como una catarsis. Pero claro, nosotros vivíamos ahí y yo, que era bastante estricta con la danza, al otro día me levantaba y daba clase. Era un lugar donde se movía mucha energía, muy lindo.
¿Lo nombraban así, “la comunidad”?
–No, es ahora, que tengo que llamar de alguna manera a esa forma de vida. Mi hijo era chiquito y casi siempre estaba ahí o con mis padres. Todo era parte.
Mencionaste la seriedad de la izquierda de entonces. ¿Cómo era la cultura política en esas décadas, vista desde lo que hacías?
–A mí me pasó que cuando llegué de Estados Unidos sentí que había habido una liberación acá, en el sentido de ver en las personas mayor libertad, mayor verdad, menos cosas tapadas, que se podía hacer más. Pero claro, a la semana de estar acá nos agarró la Policía, nos pusieron a todos contra la pared y nos revisaron. Entonces, no hacíamos nada para mover, pero igual movía impresionante. Hice toda una danza con eso, porque me impactó: todos hacíamos momentos de la realidad con la Policía, pero en cámara lenta o rápida. Y en la calle hacíamos lo mismo, tomábamos gestos de las personas, íbamos pegando un gesto con otro, y luego había un unísono. Era en los 70. Ahí empezó la comunidad y me empezaron a invitar a Brasil y luego a Chile.
¿Cómo han influido los contextos sociales y políticos en tu trabajo?
–Siento que nos tenemos que dar cuenta de que la humanidad es una, un solo cuerpo. No sé si esto es un disparate, pero creo que es la única, que rápidamente nos demos cuenta de que tenemos que hacer algo e incluir a todos, porque cada uno tiene algo para dar. De repente hay cosas que nos chocan o nos asustan, porque esa persona no se baña ni come, pero eso a mí me llega, y bueno, me he movido como he podido con eso; llamalo como quieras. Creo que estamos en un momento en que tenemos esa posibilidad de una apertura más grande todos, como de más conciencia, de poder ir más lejos. ¿Cómo cultivar esa hermandad para todos? Es como que hay más autoconocimiento ahora, más conciencia personal. Pero lo que necesitamos es una conciencia del cuerpo-humanidad para el cuidado de las cosas que están pasando, que son tremendas. Y creo que la expansión que tenemos nos puede ayudar en ese camino, por ejemplo en estos grupos con los que trabajo en España, o en las obras que vemos en la sala Zavala Muniz; hay momentos en que sentís que es como si hubiera menos ego y más hermandad, y al mismo tiempo cada uno tiene su lugar, algo así. Como que somos uno pero cada uno tiene su lugar: hay algo de eso que se consigue en los grupos de arte y en lo que llamamos “desarrollo humano”. Hay que expandir eso a toda la humanidad.
En ese camino del desarrollo armónico, ¿cómo compatibilizás la búsqueda del autoconocimiento del cuerpo con un pensamiento y una práctica siempre comunitarios?
–Es que creo que el autoconocimiento implica que estés abierto, porque te viene un sentido del humor cuando te das cuenta, cuando podés ver tu sombra. Eso ya te abre al otro, y creo que la danza también. Por ejemplo, en el Ballet [Nacional] del SODRE hay cinco o seis personas que se alternan en el mismo papel solista: la entrega que hay en eso, en hacerlo con la misma alegría cuando de repente una es primera bailarina y la otra no, pero lo están haciendo con la misma pasión. Creo que en el arte también hay eso de mostrar, que influye. Porque es distinto si hago algo para adentro que si lo hago para mostrar.
¿Cómo conectar lo que se quiere mostrar con lo auténtico?
–Si la persona está necesitando mostrar, eso es lo más auténtico, no voy a criticarlo. Es el regalo que ella le puede hacer al mundo.
¿Qué observás en los cuerpos de las personas más jóvenes con las que trabajás, que traen nuevas informaciones, nuevas formaciones?
–De acuerdo a cómo trabajes el cuerpo, hay cosas que están más trabajadas y otras que están menos trabajadas. Es como todo, si limitás. Si querés hacer determinadas diez piruetas y las hacés todo el día, llegás más fácil que si hacés de todo con el cuerpo. Lo que está pasando con la danza clásica es que cada vez hacen más cosas, a partir de algo que dominan. Porque siempre que hacés algo bien, eso te posibilita. Aunque sea un zapato, ya te posibilita, algo cambia. En el caso de lo clásico creo que pasa eso: es una técnica muy trabajada a lo largo de siglos y siglos, y al hacer eso bien, también se pueden hacer otras cosas. Pero claro, es distinto el Ballet Nacional del SODRE que el Grupo Espacio. En el grupo de repente hacíamos sutilezas, por el tiempo que le dedicábamos y cuánto ensayábamos; íbamos conquistando el lenguaje, algo así. He trabajado mucho con gente que no es de la danza, y era interesantísimo lo que traían, la creatividad, lo que se transmitía, su entrega.
¿Cuáles son los puntos clave de la formación de Río Abierto?
–Primero, abrirnos a la esencia; a esa sabiduría, ese amor que tenemos todos como herencia natural humana y que siempre está ahí, que es inamenazable. Después, darnos cuenta del polvo que está por arriba; de todo lo que tuvimos que hacer, de los personajes que inventamos. Tipo “tuve que inventar que era la más inteligente, porque si no, no me daban bola en mi casa”, o que era la más simpática. Poder ver esas actuaciones que tuve que hacer y que en su momento fueron absolutamente auténticas y necesarias, pero que a veces siguen y quedan, en lo que se llama el carácter, como algo que te impide vivir la vida en cada instante, con toda la potencia de luz, amor y vida. Como si no pudieras accionar, ser vida, sino de una manera mecánica. A medida que te vas dando cuenta de ese lente que tenés para mirar la vida y tenés más sentido del humor, te das cuenta: “Ah, a este le pasa tal cosa”, y hay más tolerancia, más darte cuenta de que sos lo mismo. Es un poco por ahí el camino. La conexión y el trabajo sobre sí, pero en toda la naturaleza, en todos los cuerpos, no en el cuerpo físico. En el cuerpo energético, en el cuerpo emocional, en el mental, en el espiritual. Humildemente, en aquello a lo que llegues, porque creo que lo que podés hacer es tu verdad, es lo único. No es lo que te diga yo, Buda o Jesucristo. Es la persona con toda su verdad; en ese sentido es que estoy hablando de que somos todos imprescindibles. En ese sentido, la izquierda y la derecha, que todos tienen su lugar. Y bueno, nos cuesta a veces verlo o hacerlo ver.
¿Qué especificidad tiene la danza en cuanto terapia o sanación?
–Creo que es impresionante. En la sociedad occidental –y bueno, en la oriental también– el centro intelectual, o la inteligencia, ha primado sobre los otros centros, porque es mucho mayor, tiene inspiración, intuición, raciocinio. La danza es el antídoto, la parte somática, que en algún sentido ayuda a que esta parte [señala su cabeza], la que comprende y organiza, pueda estar más cerca de la verdad, porque la danza trae la parte tierna; tiene eso. Además, la danza es completa. Cuando te hablo de danza te hablo con todo, usando todo, no sólo la voz. Y ahora es buenísimo porque la danza está por todos lados, está pasando algo general.
¿Hay algún descubrimiento o revelación que hayas tenido con la danza?
–Muchas veces he sentido, al bailar con alguien, que voy mucho más allá. Que pasan cosas, que se hace fácil; viene un fluido en el que vos ya no sos vos, y en ese sentido creo que para mí la danza ha sido tan importante, porque me sacaba de realidades cotidianas que no me gustaban y me ponía en ese lugar en el que me voy preparando y de repente, ¡pah!, pasa ese milagro, esa revelación de estar más leve, de estar sin ego, de estar ahí.
De estar ahí.
–De estar presente y con la sensación sentida, sintiendo el amor, el amor sentido y la inteligencia sentida; estar ahí con toda la potencia. Eso es lo que trabajamos en el desarrollo armónico y en el arte.
Hay algo en vos que brilla, una especie de luz más allá de las estéticas de tu obra o de tus ideas. ¿Cómo se cuida o se cultiva eso?
–Es un intento. Es posible que sea eso de la contemplación de sí y de la entrega. Es como si tuvieras una lucecita que está mirando lo que hacés, como tomando fotografías, con humor y amor. Y hay una entrega a algo más grande, que te lleva y está más allá del querer. Siento que realmente he ido a través de pila de cosas. Me he visto criticada por gente que está haciendo lo mismo que hice hace 40 o 50 años, y al mismo tiempo, en cada momento hago lo que me parece que tengo que hacer, con la gente con que estoy, una cosa así. Entonces es gracioso, porque no tengo una forma, se va cambiando. La forma se va incendiando; puede ser que en algún momento me sienta detenida en alguna forma, y entonces me deja de interesar. Creo que la forma es una expresión siempre diferente de lo que nunca cambia. Algo así.