Para cualquier estudiante que haya realizado cursos en una facultad de psicología rioplatense, y con independencia de su orientación teórica, es difícil encontrar un referente más fascinante que Enrique Pichon Rivière (nacido en Suiza, hijo de padres franceses, y migrado con ellos a Argentina de muy niño). Más allá del rol de parteaguas de Pichon en el desarrollo de la psicología de grupos, y de la importancia de su elaboración de complejos sistemas de utilísimo uso práctico y teórico, como el del “esquema conceptual referencial operativo”, sobre él siempre ha existido un manto de misterio, bohemia y “onda” que lo hace diferente de otras figuras y lo convierte en un pensador que les cae bien tanto a los psicoanalistas duros como a los más volados (desde el psicodrama a la new age), una referencia ineludible para quienes tienen una visión romántica de la idea de trabajar en hospitales psiquiátricos, para gente que llega al psicoanálisis por el túnel de la literatura y las humanidades, y para otros que, sencillamente, construyen una imagen de psicólogo loco y radical.

Por supuesto, mucho de ese mito se fue forjando con el tiempo, y no siempre Pichon tuvo tan buenos niveles de aprobación, especialmente dentro del ámbito de la psiquiatría, en el que fue casi perseguido por ciertas organizaciones que no miraban con buenos ojos el vínculo de horizontalidad que establecía con los pacientes, ni algunas iniciativas insólitas en su época (como la formación de un equipo de fútbol integrado por los internados en una institución).

En todo caso, el mito de Pichon (en el que desempeñó un papel de particular peso el libro Conversaciones con Pichon Rivière sobre el arte y la locura –1976–, de Vicente Zito Lema) siempre se coloca en un interesante “entre”: entre la cultura europea y la latinoamericana (a raíz de sus primeros años de vida en el Chaco santafecino, donde adquirió el guaraní como segunda lengua –mucho antes que el español–, a raíz del vínculo con las poblaciones indígenas de la zona); entre lo individual y lo colectivo (por el peculiar espacio en el que instaló la psicología social, alejándose de la Asociación Psicoanalítica Argentina, entre cuyos fundadores había estado); entre la cultura y la ciencia; entre la alta alcurnia psicoanalítica y los bajos fondos (podía cenar en lo de Jacques Lacan y tomarse una con Roberto Arlt); y, en definitiva, entre su trabajo y la propia locura.

Hay un inteligente acto de precaución (muy psicoanalítico, de por sí) en el mismo título del último documental de Miguel Luis Kohan, que además de cineasta es médico, psicoanalista y egresado de la Escuela de Psicología Social: la película, ya desde el vamos, se presenta como una labor posible/ imposible, el retrato de una persona a la que no es viable darle una forma definitiva. Ya en una de las primeras escenas vamos a enfrentarnos a esos límites: en un acto conmemorativo en el que se está por instalar un busto de Pichon Rivière en la entrada del hospital psiquiátrico bonaerense José Tiburcio Borda, Joaquín, hijo del homenajeado y también psicoanalista, revela la pesada figura de arcilla, y comenta que la representación de su padre todavía no está terminada, que su recuerdo, tal como esa pieza, todavía está fresco y disponible para ser moldeado por otras manos. Luego de que termina ese acto, vemos a un grupo de gente llevándose la cabeza de Pichon, para que la siga trabajando un escultor. Hay algo extraño en la forma en que cargan el busto, un acto, de cierto modo, iconoclasta que le habría parecido gracioso al homenajeado, similar a la escena en la que una estatua de Lenin es llevada en un barco en La mirada de Ulises (Theo Angelopoulos, 1995).

Todo El Francesito - Un documental (im)posible sobre Enrique Pichon-Rivière está estructurado sobre ese vacío representacional definitivo de Pichon. Kohan, más allá del evidente y expreso interés de su biografiado en el Conde de Lautréamont, traza un paralelismo entre los dos, comparando la casi ausencia de fotografías del padre del surrealismo con la búsqueda de un huidizo registro de la voz del psiquiatra. Esa ausencia de registro se complementa con el escaso interés que tuvo Pichon en dejar por escrito el edificio conceptual de su trabajo. Es así cómo, en cierta medida, toda historia sobre Pichon y sobre los comienzos de la psicología social es una suerte de historia oral.

Para articular ese relato, entonces, el director se vale de los testimonios orales de varios referentes obligados de la psicología rioplatense (aunque no de todos aquellos a quienes podía parecer obvio consultar en este caso). Al hijo de Pichon lo tenemos hablando en posición horizontal, como si estuviera haciendo asociación libre en un diván. A Alfredo Moffatt, notorio discípulo de la escuela pichoniana, lo vemos disertar con ese estilo siempre tan carismático e irreverente con que suele dar sus clases. Entre otras figuras están el ya mencionado Zito Lema, Ana Pampliega de Quiroga (quien no sólo fue discípula de Pichon, sino también, luego, su pareja, y continuó la labor de enseñanza de la psicología social) y Gyula Kosice, cofundador del movimiento Madí. Todos arrojan detalles peculiares sobre la vida del retratado, pero siempre parecemos estar, al mismo tiempo, perdiéndonos de algo. Es como si en las mismas narraciones viéramos (sobre todo en relación con lo más afectivo y amoroso) una serie de collages de varias vidas, varias mujeres y varios amigos, sin llegar nunca a la posibilidad de formarnos una imagen completa o totalizadora. Esto, que podría ser un fracaso para muchos documentales, logra aquí redoblar el mito, más que disminuirlo.

Sí quedan un poco escamoteadas muchas anécdotas de la labor de Pichon con pacientes, incluso algunas cuya ausencia sorprende, porque ocupan un lugar central en la mitología oral sobre el trabajo del fundador de la psicología social (entre ellas, el famoso relato de que un paciente, en su delirio, veía venirse un tren, y Pichon saltó para “salvarlo”). También quedan un poco por fuera de El Francesito... ciertas facetas más tristes y oscuras del retratado, como la melancolía y alcoholismo de sus últimos años (en especial su afición a mezclar gin y cerveza “para hidratarse”), muchas de ellas parte del arsenal anecdótico que Moffat suele presentar en sus seminarios.

El film termina dando con la famosa grabación de Pichon, pero su inclusión pierde un poco de poder porque, en ella, vuelve a contar algunas de las cosas que se habían dicho sobre él antes. En ese pasaje El Francesito... disminuye su potencia, pero nunca deja de ser interesante, quizá más en lo emocional que en lo teórico/informativo.

Aun así, siempre parece dar para más Pichon, un mito viviente de la cultura rioplatense que todavía hoy parece inabarcable.

El Francesito - Un documental (im) posible sobre Enrique Pichon-Rivière

Dirigida por Miguel Luis Kohan. Argentina, 2016. Con Joaquín Pichon Rivière, Alfredo Moffatt, Ana Pampliega de Quiroga, Juan José Stagnaro, Estela Baistrocchi, Vicente Zito Lema, Gyula Kosice y Horacio Carbone.