–¿Cómo pensás el rol del intelectual en el campo social y político? En otras palabras, ¿cómo ser un comunista en la academia?

–En lo personal, tiene que ser un compromiso, una postura frente al trabajo, al campo, no en el sentido académico restringido, de disciplina, sino del ambiente amplio en el que uno trabaja. La coyuntura en la que uno trabaja forma parte de lo que uno estudia, pero se tiene que reflejar también, de alguna forma, en el pensamiento. Esa interacción entre tratar de pensar en diálogo con lo que está pasando, con la situación que estás investigando, y comprometerte a estar a la altura del diálogo posible con la gente es algo que puede parecer tan trivial que no debería ser siquiera un tema, pero para mucha gente hay una distancia intelectual y geográfica con respecto a lo que está haciendo. Son objetos de estudio, están lejos, entonces no son capaces de dialogar con la gente común y corriente en la calle sobre cuál es el vínculo con lo que nosotros estamos viendo o pensando. Yo me formé como filólogo, como crítico literario, básicamente leyendo textos, entonces la cuestión es cómo esos textos, esas redes de conceptualización, son formas que tiene la gente para pelearse con su entorno, para tratar de lidiar con los conflictos del momento y, por lo tanto, obedecen a ciertos esquemas, ciertas estructuras, ciertos códigos, géneros de discurso, tipos de imaginario. Lo que puedo aportar, creo, es una forma de estudiar ese tipo de estructuras con un análisis conceptual de cuáles son esos esquemas que nos ayudan o nos frustran en la intelección de una coyuntura. Ahí está, para mí, el compromiso del trabajo que puede cruzar la frontera entre lo académico y lo social: cuando te comprometes con la meta de dialogar constantemente, horizontalmente, con la forma de pensar la coyuntura.

–Da la sensación de que esto se relaciona con el tema que trajiste sobre las filosofías de la derrota. ¿Podés desarrollar esa idea?

–Cuando dije antes que hay que ver cómo se puede ayudar o frustrar el pensamiento de la coyuntura, eso significa potenciar o facilitar, abrir un camino o cerrar un camino. Yo creo que hay cierta orientación filosófica que tiene mucho de admirable, ofrece un cuestionamiento radical a los supuestos básicos sobre la subjetividad, sobre la historia, sobre la sociedad, sobre la economía, sobre el papel del arte, la literatura, la ideología. Pero siendo tan radicales, yendo a la raíz misma de lo que hace posible estos ámbitos de significado, también en mi opinión cierran caminos, y se vuelven activamente derrotistas. En esa filosofía que asocio con el heideggerianismo de izquierda, el pensamiento posheideggeriano y posderrideano, con Jean- Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe y Giorgio Agamben (podría haber incluido a otras figuras, pero creo que son las voces más importantes) hay algunos esquemas argumentativos recurrentes que se usan para hablar de la derrota de la izquierda en los años 60 y 70. Y no hay que ignorar que la izquierda fue derrotada, tanto en Francia como en Italia, y que ese pensamiento sale de esa derrota. Claro, lo reconvierten en una especie de victoria a nivel de la teoría. Todos invocan al 68, por ejemplo, como un ejemplo que supuestamente ilustra la radicalidad de la deconstrucción. Todos invocan el hecho de que [Jacques] Derrida dio dos, tres charlas importantes en el mismo año; su charla sobre “Los fines del hombre”, con fecha del 12 de mayo, el día anterior a la manifestación más grande en la historia de Francia. Y sin embargo, hay algo en ese pensamiento que desactiva la posibilidad de subjetivación. En ese sentido, esas nociones de voluntad, conciencia, militancia, subjetivación, son justamente el blanco de los ataques que provienen de esas filosofías. Entonces no solamente son interiorizaciones de una derrota real, sino también formas de pensar que al intentar reflexionar sobre lo que causó el fracaso o la derrota de estas izquierdas, lo transforman en un fracaso necesario, intrínseco. En ese sentido no son tan diferentes de la mirada de la derecha. Además, estos movimientos se sobreponen en términos de un pensamiento más radical que va a socavar las bases mismas del concepto occidental metafísico de la subjetividad, que supuestamente tiene 25 siglos de existencia y que habría que poder abandonar o del que habría que poder salir con un éxodo total hacia otra forma de la política. En francés, la palabra para derrota, défaite, también puede leerse como participio femenino de défaire, de deshacer. Entonces son filosofías del deshacer, de la desconstrucción de las bases mismas que se han usado para hablar de la ética y la política. No lo voy a negar; esa es su ambición y eso es lo que hacen. No se trata de sugerir que están equivocados o que no son suficientemente inteligentes para percibir la superioridad de otros pensamientos. Son pensamientos irrefutables, y no se trata de refutar sino de polemizar con los supuestos casi axiomáticos de estas mismas filosofías. Por lo demás, no soy el primero en llamarlos filosofías de la derrota. [Emmanuel] Lévinas, gran ídolo de los mismos pensadores de la derrota, en el 73 habla del pensamiento de Derrida como filosofía de la défaite. Lo usa también en el doble sentido: filosofías que deshacen el sentido del pensamiento occidental, y filosofías que son activamente derrotistas. Lo que trato de analizar en este libro que estoy tratando de terminar es cómo el derrotismo históricamente surgió como respuesta a una derrota política y se ha convertido en un programa filosófico radical. De una radicalidad que es innegable, cuyo pedigrí filosófico también es innegable, cuya sofisticación está por encima de todo reproche, y sin embargo quiero analizar el mecanismo casi perverso que desde dentro de estos pensamientos sabotea cualquier posibilidad para cambiar, para transformar el statu quo que es el resultado de esa derrota.

–¿Cómo pensás que hay que relacionarse con esa derrota de los 60 y de los 70?

–Podemos cambiar la perspectiva desde el fracaso hacia la derrota, reflexionar bien sobre qué significa pensar en una derrota. Lo que ha hecho la izquierda muchas veces frente a la derrota, por tratarse de una experiencia traumática, implica cierto bloqueo, cierto desvío, cierta estrategia de evitar. No se trata de juzgar negativamente esas respuestas; cada quien lidia con ese pasado de la forma que puede. Hay que entender también que una forma de lidiar con la autorreflexión sobre la crisis y la derrota de la izquierda en sus modalidades de los 60 y los 70, de la revolución, de la toma del poder, de la lucha armada, de la lucha autónoma, o hasta de la cuestión de la guerrilla, ha sido pensar que nos equivocamos. Es decir, el fracaso sería el resultado de una equivocación ideológica original. Una especie de pecado original que lleva necesariamente al fracaso. Entre paréntesis, hay en esa modalidad de pensar la necesidad del fracaso una filosofía de la historia curiosamente muy teleológica. Y son los mismos críticos del marxismo quienes después le reprochan al marxismo que es una filosofía de la historia, con necesidad histórica, con un significado de la historia, con teleología o finalidad predeterminada. Y ahora sería al revés, como el negativo fotográfico de esa filosofía de la historia, que no solamente tiene apenas un siglo de experimentos con el comunismo, sino 25 siglos de metafísica occidental que fatalmente nos han llevado al camino equivocado, el de la subjetivación, de la militancia, de la voluntad. ¿Cómo deshacerse de estos pasos? En vez de interiorizar la derrota pensando necesariamente en el fracaso inevitable, en el destino del fracaso inscrito en la izquierda, hay que ver primero que si es una derrota, significa que hubo lucha, significa que hubo conflicto, hubo distintos bandos, y la izquierda fue derrotada por el bando opuesto. Y el bando opuesto hoy en día es, globalmente, de una superioridad impensable, militar, económica, ideológica, mediática. Badiou dice que el Estado en el sentido amplio es siempre de una potencia no solamente superior, sino incalculablemente superior a la situación de partida. Y hoy creo que realmente no podemos imaginar cuál es esa superioridad. ¿Cómo quitarse de la sombra de ese Leviatán, de ese monstruo cuyo poder es tan difícil de entender, de imaginar, de conceptualizar? Entonces propongo que partiendo de luchas particulares, en vez de pensar dónde está la opresión inevitable, o dónde está el fracaso necesario, pensar dónde están las luchas que están ocurriendo realmente: ¿cuáles son sus itinerarios?; ¿cuál es la memoria?; ¿cuál es la conexión con el pasado, conexión que no es lineal, no es el progreso de la historia, necesario, hacia un nivel superior, sino que hay saltos, cosas que desaparecen por debajo de la tierra y de repente pueden surgir, una figura o una agrupación, una idea? Nadie habla de Ricardo Flores Magón durante 40, 60 años, y de repente surge un Ejército Popular Magonista de Liberación Nacional después de la asunción de [Enrique] Peña Nieto en México. ¿Por qué? ¿Por qué tenemos zapatismo y neozapatismo? Eso no significa que hay un curso necesario de la historia; significa que hay una historia discontinua, subterránea, intermitente, aleatoria, contingente, de luchas que son momentos de resistencia o de autonomía, de repliegue, de reforzamiento, de imaginar un salto, de pensar en un momento de imposición, un momento de libertad, dentro de una coyuntura, aunque sea limitada y al margen, sin proyectos a nivel nacional. Esa es una forma de empezar a responder a esa derrota. No pensar en por qué se equivocó la izquierda y por qué nunca más debemos escoger el mismo camino, como si fuera uno solo. No; hubo múltiples vías, y sigue habiendo múltiples vías, múltiples comunismos, socialismos, socialdemocracias, libertarismos.

–¿Qué tipo de subjetividad colectiva se puede pensar desde una situación en la que es difícil tener confianza en las instituciones hegemónicas?

–No creo que no podamos tener confianza en las instituciones hegemónicas. Digo que la discusión está abierta. Nos encontramos en una situación de dualidad de poderes en la que no parece haber conexión posible entre una variedad de experiencias diferentes en Europa, en Estados Unidos, en América Latina. Parece que no hay correas de transmisión entre las luchas y las instituciones. Esa es una observación que trata de ser fiel a los hechos de los últimos años, pero es el resultado de una acumulación de experiencias históricas; no significa que de ahí tenemos que brincar al siguiente nivel de decir que es imposible e indeseable a nivel teórico, abstracto o, en general, buscar inscripciones institucionales de las luchas. Porque en ese brinco hacia la crítica de la institucionalidad, la crítica al Estado, la crítica al partidismo, la crítica al comunismo, la crítica a cualquier tipo de organización; en la ampliación del nivel de la crítica hasta que todo forma parte de un proceso hegemónico del que tenemos que zafar, ¿a dónde nos dirigimos?; ¿qué es lo que condenamos al famoso basurero de la historia? Curiosa expresión, esta última, porque mucha gente dice que ya deberíamos haber abandonado la cuestión de la toma del poder del Estado, y la organización por medio de la forma-partido de hacer política. Y es curioso cómo la gente dice eso: “Pensábamos que eran ideas que la gente ya hace mucho había echado al basurero de la historia”, pero ese concepto del basurero de la historia también venía de una filosofía de la historia, que cuando avanzaba dejaba en el basurero a las víctimas que caían de lado, y mientras más se llenaba ese basurero, mejor avanzaba la historia. Y ahora se usa este mismo concepto como si la propia filosofía de la historia de la que proviene tuviera que entrar en ese basurero.

–Parecería que se formó una discusión entre marxistas y posmodernos en torno a la centralidad de la lucha de clases, y que estamos muy atrapados en esta dicotomía. ¿A vos te parece que es más importante ponerse en uno de los polos y dar esa pelea, o encontrar formas de hacerlos dialogar?

–Si lo planteas en términos de bandas o de orientaciones, sin duda hay versiones extremas de las dos posturas. Por un lado, una insistencia sin novedad en la importancia de la lucha de clases, o la necesidad de regresar a una noción de lucha de clases como si no hubiera habido distintas formas de deconstrucción de esa noción; por otro, una celebración de la multiplicidad, de las posiciones subjetivas, de las identidades, de la pluralidad, como si fuera algo tan evidente como lo es la lucha de clases para la otra orientación. Habría que poder acercar y poner, no en diálogo, porque no es posible, pero en disputa a los esquemas conceptuales y prácticos que subyacen a esas orientaciones. Se ha dicho mucho en los últimos años, pero ya se decía también en los años 60 entre los althusserianos: las clases no preceden a la lucha, entonces lo que importa es entender la lucha o el conflicto. Eso es lo primero. De esta forma, la misma cuestión sobre clases, identidades y subjetividades entra en el conflicto.

–En tu conferencia “El Estado y la insurrección: la dualidad de poderes” decías que a veces una pequeña chispa puede desatar un gran incendio. ¿Cuáles son las chispas que ves que pueden despertar las luchas actuales, las subjetividades en juego o las disputas que se están dando en este momento?

–La interrupción de ciertos automatismos ideológicos, de ciertas argumentaciones que se daban por sentadas y que no solamente ya no funcionan o ya no se aceptan, sino que son atacadas, por lo menos, a partir de la expectativa de otros supuestos, de otra axiomática. Cuando me pongo más esperanzado creo que es una axiomática que acepta principios básicos como la igualdad, sin tener inmediatamente como reflejo la idea de que igualdad significa opresión de las diferencias, o hacer equivalentes todas las posiciones. Esos argumentos, que vienen tanto de la derecha como de la izquierda o la sedicente izquierda radical, aunque todavía se repiten en los medios constantemente, ya no son evidencias ideológicas como de repente sí lo eran como resultado inmediato del fin de la Guerra Fría. Incluso en un país como Estados Unidos, donde entre la gente menor de 26 años los sondeos –que quizá no son la mejor forma de evaluar esta situación pero son un indicio entre otros– se ve que una mayoría de jóvenes en principio aceptan la superioridad del socialismo como idea de la sociedad y ya no son reacios a la mera mención de la palabra socialismo. Son indicadores de cambios, donde crece la idea del derecho básico a la educación pública, al trabajo, a los derechos cívicos, y que eso puede y debe incluir también un papel para el Estado, para la esfera pública. Además, esos son cambios que se dan de forma dispar a nivel internacional. No todo va en un mismo camino; hay avances y retrocesos, y un desarrollo desigual de estas tendencias, pero por lo menos ahí es donde yo ubicaría las chispas, que obviamente tienen otras formas de encenderse.

–Viendo la evolución de la política en Latinoamérica y la caída de los gobiernos de izquierda, ¿qué pistas para continuar un proceso revolucionario darías en este contexto desesperanzador?

–Sería inconsistente tratar de lanzar pistas. Te devuelvo la pelota enseguida. Es decir, mi vida y mi trabajo están divididos entre Estados Unidos, América Latina y Europa, y trato no solamente de echar puentes en el sentido de poner a dialogar libremente ciertas tradiciones, sino también de provocar como cargas eléctricas, chispas que van brincando de un lado al otro y que de repente producen cortocircuitos entre tradiciones que normalmente no están en diálogo. Por ejemplo, usar la cuestión de la comuna para dialogar con el pensamiento francés sobre la comunidad inoperante, o viceversa; o volver a cuestionar la tradición marxista a partir de lo que está marginado en esta misma tradición. Entonces no tengo una respuesta clara a tu pregunta, sino otra pregunta: ¿cuáles son las conexiones que tú ves, los brincos donde hay cosas que pueden solaparse, que pueden producir encuentros, ecos, resonancias, que no entran en un plan, en un programa o en un camino? No se trata de trepar en la oscuridad para, de repente, encontrar el camino verdadero al que todos podemos seguir, sino que hay un laberinto; como personajes de [Samuel] Beckett, todos estamos trepando en la oscuridad, y a veces levantamos la cabeza y uno puede respirar e incluso encontrar a alguien más que también está trepando en la oscuridad, y hay una mirada y hay una complicidad o un entendimiento. De repente, gente que viene de contextos separados por 5.000 kilómetros puede estar teniendo una conversación. Hay un cuerpo colectivo, no formado, informe, heterogéneo, pero que trasciende muchas fronteras, por lo que gente del norte del estado de Nueva York, en un pueblito perdido, o alguien en Japón, o alguien en Uruguay, con las historias tan disímiles que tienen estos contextos, puede de repente reconocer y tener un guiño de complicidad y de rechazo mutuo a otras. Estamos en lo mismo. Eso significa que hay algo que se está elaborando ahí en el sentido casi psicoanalítico de la palabra, de trabajar, de perlaborar. Algo se está elaborando ahí, a todos los niveles: corpóreo, afectivo, político, estratégico, dialógico, literario, y artístico. Levantar la cabeza, tratar de ver quién más está levantando la cabeza, con quién puedes tener esa complicidad, con quién no y por qué, por qué se dan estos ecos. Por eso desvié un poco la mirada con la mención de la revolución mexicana, para que no todas las cabezas se levanten hacia 1917 como legado exclusivo de la revolución rusa, sino también a otros horizontes que quizá abran otros caminos.