Es lo más cerca que haya llegado Uruguay a algo parecido a un cine industrial. Claro que hubo otras aproximaciones: en lo que va del siglo XXI se produjeron un épico histórico (La redota, 2011), las películas de terror de Gustavo Hernández (La casa muda –2010– y Dios local –2014–) y largos de animación (Selkirk –2012– y Anina –2013–), entre otros ejemplos. Pero Mi mundial agrega a la producción ambiciosa para los estándares locales las características de “cine para toda la familia” y la temática más masiva y estelar en Uruguay (el fútbol), está basada en un best seller local, reúne a muchas caras conocidas en el reparto (Néstor Guzzini, César Troncoso, Verónica Perrotta, Marcel Keoroglián, Jorge Bolani), y se lanzó en 18 salas de 11 departamentos (incluyendo salas que normalmente no participan en el circuito de estrenos).
El formato también es “industrial”, es decir, clásico: narrativo, empático, con nudos de interés dramático bien distribuidos en el correr del metraje, con música que funciona como guía moral-afectiva, con arco de desarrollo de los personajes más importantes y, muy especialmente, con moraleja y la asunción de una función pedagógica. Tito, el protagonista, es un adolescente de entre 13 y 14 años, de un barrio periférico de Colonia del Sacramento, con enorme talento y habilidad para el fútbol, pero descuida los estudios escolares. Jugando es comilón: esto va en contra del ideario de Ruben, su padre, que valora un fútbol más colectivo, pero en definitiva Tito mete goles, hace ganar al equipo y llama la atención sobre sí mismo. Lo descubre un agente y convence a los padres de que firmen un contrato. En adelante, es como si hubieran vendido el alma al diablo: la familia pasa a vivir de la plata que gana el niño (lo que ocasiona, por supuesto, distorsiones e incomodidades), se trasladan a Montevideo, donde lo inscriben en un colegio privado, y sus estudios quedan aún más relegados. Tito tiende a olvidarse de sus orígenes en el interior y posterga a su noviecita Florencia, cede a algunas de las presiones del grupo de sus compañeros de cuadro un poco mayores, y termina zambullido en un mundo que incluye medios masivos, fiestas, alcohol y mujeres sexies. Eso no podría terminar bien: Tito cae, pero se recupera, en forma más humilde pero más valorable, y, a la larga, más gratificante, en su barrio original, con los suyos, fuera del fútbol profesional, asumiendo un juego más colectivo y que incluso, en forma no sexista, mezcla jugadores y jugadoras.
La historia procesa el sueño de tantos niños y adolescentes de esta región que sueñan o soñaron con destacarse hasta brillar en la selección nacional, en el equipo de sus amores o en un multimillonario cuadro de un país más poderoso, y muestra el recorrido desde ese sueño hasta su casi realización: Tito llega a convertirse en una pequeña estrella y va rumbo a la selección sub 17, antes de que sobrevenga la decepción –que en este caso no se produce por falta de talento u oportunidades–. Finalmente, tiene que aprender a convivir con las expectativas más cotidianas del juego en el barrio, que a fin de cuentas también entrañan sus emociones y disfrutes. Y se cuela la advertencia de que no está nada bien relegar los estudios, mostrando primero a un Tito casi analfabeto y luego a uno que rectificó el rumbo y ya lee en forma fluida. Para los que sí llegan, predica que no olviden de dónde vienen y que mantengan siempre la cabeza bien puesta. No llegamos a ver el colegio privado montevideano, pero hay en la película una clara defensa de la enseñanza pública, notoria en la dedicación de la maestra y de la directora, y en el desenlace.
Esos valores están reforzados por las correspondencias y contrastes entre el primero y el último de los partidos que vemos (ambos en la canchita de Nogales), y porque las escenas en el pueblo se dan en clima cálido, mientras que en Montevideo es invierno. Sobre todo, hay detalles que acentúan el aspecto mefistofélico de Rolando, el representante: surge en la noche, con voz grave y acento extranjero; no se explica cómo dispone de filmaciones de Tito jugando, o cómo ubicó a Ruben; cuando se va tras su primera aparición, fuera de campo, Ruben queda teñido de rojo (son las luces traseras del auto de Rolando, pero tienen un dejo infernal, y en ese momento la música incidental suena como un viento siniestro). No es un personaje villanesco: no parece ser deshonesto ni tener malos sentimientos, uno no es llevado a odiarlo y son, además, muy palpables y deseables sus ofertas/tentaciones de dinero, regalos, casa burguesa y cobertura médica para toda la familia. Pero eso torna aun más clara la postura moral de la película, de cautela e incomodidad ante la mercantilización del fútbol. En los créditos finales hay dibujos de cada uno de los personajes principales, y Rolando aparece en forma explícitamente diabólica: una figura negra con garras y dientes afilados, de cuyos ojos sale un rayo y que lleva un símbolo de dinero en la cadena alrededor del cuello.
Creo que ninguna película uruguaya llegó a reproducir en forma tan natural formas de hablar y de gesticular de por acá. Eso va de la mano con la combinación de un reparto excelente y lo que obviamente es un talento del director Carlos Andrés Morelli para lidiar con los actores. Néstor Guzzini, en especial, hace quizá el mejor papel de su vida. Facundo Campelo (Tito) también se luce, no sólo jugando, sino en distintas expresiones: su risa es franca, su actitud de seriedad y compenetración digna también es convincente. Quizá su personaje quede un poco perjudicado por algunos problemas de caracterización del personaje: es tremendo canchero cuando festeja sus goles con un bailecito a lo Antoine Griezmann, pero a veces queda tan anulado en el contacto con los demás que parece subnormal; hay momentos en los que le cuesta articular una frase sencilla, y otros en los que se expresa de forma contundente. Hay también algo raro en la cronología de la película, que parece transcurrir en un año nomás, sin que Tito ni sus coetáneos cambien de apariencia: eso implica una concentración de acontecimientos poco verosímil en tan poco tiempo y para alguien de 14 años (sobre todo lo que tiene que ver con volverse una estrella jugando en tercera división, andar en moto, o que el animador de una fiesta-espectáculo lo incite –por el micrófono– a tomarse seis shots de vodka sin temor a que lo denuncien).
Tengo mis problemas con el tratamiento del sonido: el criterio de poner esos ruidos explosivos cuando se patea la pelota es medio yanqui (acostumbrados al “fútbol americano”, más truculento, cuando filman fútbol suelen poner énfasis en los elementos de fuerza y violencia). En Mi mundial ese recurso se usa sobre todo en momentos medio irreales, en cámara lenta, pero aun así queda medio sin sentido si lo que Tito está haciendo es dominar la pelota, pararla o darle un toquecito. El procedimiento de que el sonido de una escena comience solapado con las últimas imágenes de la anterior está manejado sin cuidarse de algunos equívocos (por ejemplo, de Ruben en la parada de ómnibus a Ruben intentando destapar una letrina; o de los padres estudiando el contrato a Rolando discutiendo con la directora de la escuela).
Es una pena, por otra parte, que para mostrar cómo juega Tito –un elemento central para que la trama tenga sentido– se haya recurrido, en forma exclusiva, a la selección de brevísimos fragmentos en un montaje muy picadito, de modo que uno nunca llega a ver realmente una bella jugada: quizá se podría haber armado, al menos en un par de ocasiones, alguna coreografía de juego un poquitito más extensa, y eso haría mucha diferencia para darle concreción al talento excepcional del personaje.
Los realizadores se tiraron a algo muy difícil para Uruguay, ya que tuvieron que revolverse en el límite del presupuesto y sin el esquema industrial que suele asociarse con las opciones estéticas de esta película. Habría sido muy difícil lograr un resultado que no tuviera defectos, y los hay, pero, más allá de ellos, la película fluye. Yo qué sé, me he aburrido soberanamente en películas hollywoodenses que costaron 200 millones de dólares, y acá, en cambio, me entretuve todo el tiempo y, por momentos, incluso me emocioné. Mi mundial tiene buen ritmo, se acompaña en forma entretenida y está hecha con corazón y compenetración. Está muy bien lo que tiene que ver con los dilemas del padre, la moraleja es simpática y compartible, y el desarrollo de la trama logra transmitir el peso de algunas decisiones y de las cosas que están en juego para los distintos personajes. La música es medio cliché cuando se pone épico-grandiosa, pero hay algunos momentos buenísimos cuando cambia el enfoque, muy especialmente en los entrenamientos del Unión de América, en los que suena un candombe instrumental que le da una energía fantástica a la escena. Al parecer las funciones vienen siendo un éxito, y se entiende por qué.
Mi mundial
Dirigida por Carlos Andrés Morelli y basada en una novela de Daniel Baldi. Uruguay/ Brasil/Argentina, 2017. Con Facundo Campelo, Néstor Guzzini y Roney Villela. Auditorio Nelly Goitiño; Chaplin (Melo); Daymán (Salto); Doré (Minas), Grupocine Torre de los Profesionales; Life Cinemas 21, Alfabeta y Costa Urbana; Mercedes (Soriano); Movie Montevideo, Nuevocentro y Portones; Movie Club Durazno y San José, Sala Sur (La Floresta); Mercedes; shoppings de Colonia, Las Piedras, Paysandú, Punta del Este y Salto.