Antes de bajar la escalera del Espacio de Arte Contemporáneo y pasear por la colectiva Sobreexposición, conviene detenerse en dos instalaciones site-specific (creadas para determinado lugar), que alteran drásticamente algunos sectores del espacio expositivo mediante una suerte de vaciamiento y reajuste, promoviendo experiencias físicas y sensoriales sin duda dignas de mención, sobretodo como ejemplos de paradójicas descomposiciones de lugar. Por un lado, se aplica un simple apagón, que brinda a los visitantes la incertidumbre de caminar en la oscuridad: así, el argentino Nicolás Pontón, en Principio de indeterminación, deja ver solamente, gracias a un farol, parte de un hilo que supuestamente atraviesa la habitación, produciendo un triple efecto lumínico. Lo único a la vista es, de hecho, la fuente de luz misma, la porción de cuerda iluminada (que puede moverse si el transeúnte “ciego” choca con ella) y el reflejo de la luz contra el piso, dibujando elementos concretos y estructurales (pavimento y techo) y efímeros (la cuerda) como espacios apenas sugeridos, única conexión con la materialidad del entorno, en el negro de la caja negra. Por otro lado, más radical, opera Nicolás Branca, que en Sky construye un falso techo extremadamente bajo que cubre todo el espacio de exhibición –e incluso sale de este, llegando a las puertas- dejando así, como sola posibilidad de acceso (para los adultos de estatura promedio), recorrer la sala totalmente vacía agachados o encorvados: la sensación de opresión y ridiculez al caminar semipostrados por un área donde no se exhibe nada desata, casi automáticamente, un rosario de posibles metáforas sobre el espacio museístico, sus usos y sus ideologías.

Sobreexposición, ahora: curada por el español Juan José Santos, reúne a 15 artistas de diferentes países que reflexionan sobre el concepto de retrato y (sobre todo) autorretrato –más bien selfie– en nuestra época, incuestionablemente saturada en ese rubro. Arduo es, no cabe duda, pronunciarse sobre qué significa un fenómeno relativamente nuevo (cuya médula es quizá el abuso social del narcisismo), y será por eso que Santos declara de entrada que trabajó “sin intención de desarrollar [...] una tesis moralizante” o “una conclusión cerrada”, y que “la exposición pretende generar un comentario que puede ser crítico, satírico, creativo y profundo”. Sin embargo, pensar en comentarios “críticos, satíricos, creativos y profundos” que no contengan partículas moralizantes o concluyentes suena igualmente arduo y, de hecho, sopla sobre la exposición un aire de condena y rechazo hacia la mencionada saturación, quizá unido a cierto malestar por sumar a ella, como medio de reflexión sobre el colapso de cualquier filtro en la producción contemporánea de imágenes, más imágenes.

Como era de esperar, la mayoría de las obras son resueltas con fotos o videos, vale decir con las mismas armas del “agresor”, e incluso con material readymade: en este sentido, uno de los casos más evidentes es el del brasileño Felipe Cama, que en Imagens surradas (selfie), de 2014, monta en rapidísima sucesión casi 3.000 selfies sacadas de Instagram, generando un carrusel embriagador en el que se pierden los rasgos de las personas por la rapidez de la secuencia –convirtiendo lo individual, que debería ser el centro del autorretrato, en una especie de mancha indistinta–, pero sin agregar demasiado a un fenómeno propio de este tipo de representación, que por sí sola neutraliza a sus sujetos, debido a la reiteración de poses y a la cantidad, también durante una observación normal. Aparentemente más sutil, pero en realidad demasiado lacónico, es el uso que el periodista neoyorquino Jason Feifer hizo de dos páginas de Tumblr dedicadas a reunir Selfies en lugares serios y en funerales (ambas de 2013): en el museo, un celular las muestra en sucesión, y más que un disparador de pensamiento sobre cierta condición cínica que vivimos o sobre la insensibilidad que nos rodea, parece primariamente un blando escrache a los “perpetradores”. En vez de apropiarse de shots ajenos, el colombiano Iván Argote utiliza, en Todas mis novias (2007-2009), el gesto de la “selfie con famosos” para armar una serie de imágenes en las que se retrató junto a modelos que aparecían en afiches publicitarios: puede resultar gracioso, pero revela en seguida el límite de un tipo de chiste visual casi nativo de las redes sociales. Más interesante es su otra pieza, el video Cumpleaños (2009): en un gran ascensor de París, ruega a los presentes, desconocidos, que le canten “Feliz cumpleaños” ya que no tiene amigos en Francia: la gente, como sucedánea al estilo Facebook de las amistades, cumple entusiasta.

Hay también obras que se alejan del contexto inmediatamente tecnológico: The Prove I (2003), del paulista Albano Afonso, es un autorretrato fotográfico con cámara, casi ilegible por un juego de reflejos, cuyo montaje imperioso, en suspensión en el medio de la sala, termina por eclipsar la buscada vaguedad de la imagen (mucho más potentes, en el mismo ámbito, son sus autorretratos superpuestos a los de artistas sagrados); o cuatro pequeñas pinturas del español Alain Urrutia (2016-2017), de estatuas y máscaras vistas desde ángulos curiosos, que apenas rozan el tema. Dado que la representación y la autorrepresentación son la puesta en escena de sujetos en carne, hueso e inconsciente, no sorprende la presencia de la muerte, ya vislumbrada en la obra de Feifer. Es patente en La foto eterna, del también español Andrés Galeano, serie de fotos fúnebres manipuladas (sacando rostros, añadiendo palabras y saturación de tintas), verdaderas fotoporcelanas tumbales prestadas por una empresa funeraria, que desconciertan por su innaturalidad. Está latente (pero clara) en las dos fotos y un video (Agua 1 y i y Ahogo, 2011) de la uruguaya Jessie Young, que muestran a una mujer (posible autorretrato) bajo el agua y en una especie de lucha desesperada con ella, en hábil contraposición de estasis/movimiento y de silencio/sonido de algo (quizá demasiado) programáticamente angustiante. Otra uruguaya, Catalina Bunge, reúne en One-Selfie (2015) tres imágenes de sí misma “equivocadas”, con su cara (in)oportunamente tapada por distintos objetos, asociándolas con frases carentes de contenido (al estilo de comentarios vacuos en internet). El chileno Javier Chorbadijan planteó un Contrato social (2015) a gente de países que visitó como turista; se tomaron fotografías mutuamente en un intercambio forzoso que oscila entre la captura y publicación de imágenes banales y el duelo/ atracción entre culturas. Desafían al espejo (elemento “peligroso” por su obviedad en una muestra sobre autorrepresentación y simulacro) dos artistas: tibiamente, el español Ignasi Aballí, en Mirror (like), de 2013, que escribió en un vidrio azogado –al que el visitante debe enfrentarse para ver la pieza– el mensaje “los objetos en el espejo son como aparecen”, con pequeño (y vagamente mecánico) cortocircuito conceptual; y sugerentemente, la finlandesa Elina Brotherus, que se filmó en Miroir (2001), mirándose desnuda en un espejo empañado que vuelve de a poco a la normalidad, revelando su imagen en forma cada vez más definida. Otra uruguaya, Luciana Damiani, agrandó en Sin nombre (2017) 12 fotos carnet de jóvenes y un bebé, y blanqueó sus rostros con liquid paper que se va descascarando, como en un lento strip-tease identitario, que expone de a poco, y siempre intermitentemente, sus rasgos (es demasiado vaga la referencia a los flujos migratorios que aparece en el texto de presentación).

Cierro con tres piezas especialmente significativas, dos de las cuales se desvían de las imágenes para concentrarse en el sonido. Tapebook (2014), del español César Escudero Andaluz, es una colección de 20 casetes con grabaciones de intelectuales, tomadas de la web, en un autorretrato vocal que convierte lo digital en analógico y lo rizomático en lineal (desafortunadamente, no pude escuchar nada porque el reproductor estaba en mantenimiento). Proyecto para difundir el mensaje de una mujer anónima en el WC de una exposición de arte contemporáneo (2008-2017), del español Josechu Dávila, propaga en los baños del museo la grabación de los discursos de alguien que diariamente imparte a sus vecinos de patio consideraciones y opiniones, levantando una especie de etéreo monumento tanto al sentido común como a lo “raro”. Finalmente, el breve video Automático (2006), del chileno Nicolás Rupsich: realizado cuando Facebook estaba en pañales y el iPhone no existía, tiene algo de profético en cuanto a la delirante proliferación icónica de hoy y a su esterilidad autorreferencial: en 40 segundos, concentra el lapso temporal de una noche y muestra seis cámaras que, solas en el medio de un bosque, se sacan fotos unas a otras sin parar. Si algo se desprende de Automático y, ampliando, de toda la muestra –lo bueno y lo malo– es que el uso masivo de la foto ya no la asocia con la memoria, sino con un olvido permanente, que trata de llenar reproduciéndose al infinito. Entonces, Sobreexposición sí parece tener un mensaje bastante claro: confirmaría que tiene razón Fred Ritchin y estamos en una era posfotografía, resumida por Santos, sintomáticamente, como una en que “las fotografías ya no se refieren a nada más allá de a sí mismas”.

Sobreexposición

Muestra colectiva (curador Juan José Santos); Principio de indeterminación, de Nicolás Pontón; Sky, de Nicolás Branca. Espacio de Arte Contemporáneo (Arenal Grande 1930), hasta el 27 de agosto.