En los últimos años viene ganando mucha prominencia el modelo de biografía filmada de músicos vivos, que puede alternar registros de su cotidiano y sus actividades actuales con entrevistas al propio personaje abordado y a testigos relevantes, junto a mucho material de archivo. En Brasil se convirtió en una verdadera y bienvenida manía. La cosa nunca tiene la densidad de informaciones y conceptos propia de un buen libro biográfico, pero cuenta con las ventajas de la inclusión de música en forma audiovisual, de la presentificación de las distintas épocas, de los tonos de voz. En Uruguay hubo algunos documentales de ese tipo que tuvieron circulación relativamente subterránea (recuerdo los que se hicieron sobre Los que Iban Cantando –Latido de vereda, Alessandro Podestá, 2013– y sobre Graciela Paraskevaídis –Libres en el sonido, Ricardo Casas, 2016–). En el correr del último año, sin embargo, hubo dos producciones ambiciosas que recibieron lanzamientos cinematográficos muy promocionados: Márama - Rombai / El viaje, de Federico Lemos, y El camino de siempre / De la Aduana a Nashville, de Julio Sonino sobre Jorge Nasser. No son exclusivamente biográficos, pero usan determinados acontecimientos como pretexto para embutir el relato biográfico en la película. Ahora se agrega este tercero a lo que parece ser una tendencia. Fattoruso es el más específicamente biográfico, el que tiene el más elaborado tratamiento de archivo y el que trata de un artista más excepcional.
El film repasa la trayectoria de Hugo Fattoruso, uno de los músicos más creativos y virtuosos de Uruguay, uno cuya vida incluyó aspectos muy peculiares y que tuvieron gran repercusión internacional, reconocido por mucha gente importante, y que ejerció una fuerte influencia. Quizá la música que él hizo bajo su nombre en los últimos 30 años no haya tenido tanta circulación –aunque incluye algunos clásicos de culto para un grupo no muy pequeño de seguidores–, pero podemos asumir cómodamente que el total de discos de otros músicos en los que él aparece como sesionista, sumado a la producción de los grupos más populares que integró (Los Shakers y Opa), suma varios millones de ejemplares vendidos.
La película está hecha de tal forma que la pelota nunca baja al piso: no pasan cinco minutos sin que veamos una imagen interesante, se introduzca un asunto nuevo, se escuche un nuevo fragmento musical, aparezca en pantalla una persona importante y archiconocida, o se emplee algún recurso audiovisual que no había aparecido antes (animaciones, superposiciones, otros efectos). Hubo realmente mucha cabeza y talento en esa presentación audiovisual, y todo se logra, además, sin sacrificar la claridad del relato.
Lo más impresionante son los materiales de archivo, que siempre son un problema con músicos de la generación de Fattoruso en este país, que supo ser tristemente carenciado en el registro de muchos de los tesoros musicales que supo originar. Ese problema no parece haber afectado a Hugo, quizá por haber hecho una parte tan considerable de su carrera en Argentina, Estados Unidos y Brasil, y también porque estuvo rodeado de personas que, como él, se dieron alguna maña para fotografiar y filmar. Supongo que se habrá empeñado mucha dedicación para reunir todas esas joyas: gran cantidad de fotos de distintas épocas, filmaciones de Hugo y su hermano Osvaldo de adolescentes o niños tocando jazz, filmaciones de Opa en Estados Unidos y en su regreso a Uruguay en 1981, una filmación de la bienvenida organizada por varios amigos cuando Hugo desembarcó en el aeropuerto de Carrasco en 1990 para volver a instalarse en este país definitivamente, que se suman a material un poco menos desconocido de Los Shakers y de Hugo acompañando a Djavan en un programa televisivo.
La nómina de entrevistados constituye lo que quizá sea la más impresionante colección de grandes figuras de la música popular de la Sudamérica atlántica que haya aparecido en una película: Chico Buarque, Milton Nascimento, Djavan, Hermeto Pascoal, João Bosco, Geraldo Azevedo, Ruben Rada, Jaime Roos, Fernando Cabrera, Lobo Núñez, el propio Hugo, algunos de los integrantes de Los Pusilánimes, Pelín (de Los Shakers), Fito Páez, Litto Nebbia, y entrevistas de archivo con Osvaldo. Aparte de ellos, hay vivaces participaciones del sonidista Luis Restuccia, del coleccionista e investigador Daniel Grigera, de Maria de Fátima (cantante brasileña, una de las ex parejas de Hugo) y de los cuatro hijos del protagonista (Alex, Christian, Francisco y Luana). Hay filmaciones (de archivo o realizadas especialmente) de toques y ensayos de Hugo en tiempos relativamente recientes, además de breves escenas domésticas.
A lo largo de la película acompañamos su trayectoria como niño-músico-atracción en el primer Trío Fattoruso, como jovencísimo instrumentista profesional y emergente estrella en la escena del jazz local, como un seudo beatle rioplatense en la espectacular aventura de Los Shakers, como tecladista profesional en Estados Unidos y Brasil, y finalmente como líder de proyectos diversos en Uruguay. También tenemos una idea de su personalidad generosa, desprendida, curiosa y desprejuiciada, y percibimos una especie de patrón por el que nunca vio frutos económicos proporcionales a los éxitos obtenidos y al prestigio alcanzado. El espectador que no tenga familiaridad con Fattoruso y su música se va a entretener, va a aprender sobre las características básicas de su periplo y va a conocer algunas breves muestras de su música. El fan se va a regocijar con la dosis concentrada de imágenes y sonidos.
Algunas cosas quedan en el debe, y quizá habrían podido agregarse sin modificar la premisa de que esto fuera una película de una hora y media para todo público. Hay no más que un par de momentos de introspección musical, donde lo que se oye no es mera ilustración de fondo, sino que toma la película de continuo durante algunos minutos. Uno tiene derecho a esperar que la música tenga mayor protagonismo en una película sobre un músico. Lo otro que se extraña es una zambullida un poco más profunda en el sentido de la música de Hugo. En la página oficial de la película en Facebook están colgados algunos fragmentos de entrevistas que no sobrevivieron al montaje final, y lo que dice Chico Buarque ahí es mucho más jugoso que lo que aparece en la película (e incluso más si se ve junto a otro fragmento inédito en el que Hugo comenta la música de Chico: son unos pocos segundos, pero explica mucha cosa). Me pregunto si en otras entrevistas con personas de pensamiento articulado como Jaime Roos o João Bosco no habrá pasado lo mismo. La impresionante nómina de entrevistados es sin duda uno de los triunfos de este documental y, sin embargo, tal como está montado y luego de que se va la sorpresa de ver a cada uno de esos grandes artistas en pantalla, prestándose a hablar del músico uruguayo, lo que más llama la atención es qué poco sustancioso resulta lo que dicen todos esos monstruos. Puede haber sido efectivamente así, pero el fragmento de Chico me lleva a pensar que quizá el criterio de “agilizar” la película, para que el espectador no se fuera a aburrir con parlamentos “demasiado” extensos, dejó pasar lo supuestamente infaltable (los elogios superlativos, las muestras de cariño), pero no los supuestos pormenores: por qué Hugo es un gran músico, qué lo caracteriza como instrumentista y creador. Lo que más nos queda es que debe ser un gran músico porque mucha gente muy importante dice que lo es.
También habría cabido la posibilidad de escapar de la maldita modestia uruguaya y del mandato de que un largometraje no puede superar los 90 minutos, ponele 100, a reventar. A veces, en lo referido a la duración, más es menos: si el espectador entra más, vivencia más cada momento, entiende una mayor cantidad de aspectos, el tiempo pasa más rápido porque cada minuto importa más (si lo dudan, vean los documentales de Martin Scorsese, tanto sobre música como sobre cine: no son atrapantes a pesar de ser tan extensos sino, en buena medida, porque son extensos y, por lo tanto, nos permiten sumergirnos en el asunto).
Entre los muchos aspectos que la película no contempla están el vínculo de Hugo con el candombe (cómo surge y desde cuándo, la importancia que tiene en todas sus realizaciones; falta incluso, si no me falló la atención o me falla la memoria, cualquier mención a Rey Tambor); alguna referencia verbal o sonora a su manera de tocar los sintetizadores (creo que no se escucha ninguno de sus solos de sintetizador analógico, ni siquiera los súper emblemáticos, como el de “Montevideo” o el de “Tal vez Cheché”); y, en cuanto a su desempeño como acordeonista, algo más que los fragmentitos en los que se lo ve tocando cuando era adolescente, y luego en la calle con un conjunto de decenas de ejecutantes de acordeón. No hay apreciación alguna sobre su posición en el panorama de la música uruguaya: ¿es uno más aunque especialmente bueno, o está totalmente despegado del resto? ¿De dónde viene, musicalmente hablando? Distintos músicos dicen que verlo tocar y, sobre todo, tocar con él es un enorme aprendizaje, pero ¿será que nadie pudo decir una cosa en particular que haya aprendido de él? Tampoco se da una idea sobre la cantidad inmensa de proyectos en los que se involucró y se sigue involucrando (era imposible abordarlos todos, pero habría sido factible hablar, justamente, de lo inabordable, y considerar la peculiaridad de una carrera tremendamente dispersiva).
Por supuesto, ninguna de esas carencias quita lo bueno, valioso y gratificante de lo que sí está, y que es bueno y gratificante no sólo por lo que muestra de y sobre Hugo Fattoruso, sino porque lo hace en un elaborado y gozoso armado documental.
Fattoruso
Dirigida por Santiago Bednarik. Uruguay/Brasil, 2017. Cinemateca Pocitos.