La primera impresión, promediando el primer episodio de GLOW, es que la serie debería promocionarse con la sonora frase “GLOW is the new Orange is the New Black”, porque las similitudes –tanto en concepto como en tono– entre esta nueva serie, sobre un conjunto de artistas de wrestling (lo que en estas latitudes llamamos “lucha libre”), y el éxito anterior de Netflix sobre un variopinto grupo de presidiarias, son tan notorias que da la sensación de que el canal está probando un reemplazo para Orange..., que luego de cinco temporadas ya da señales evidentes de cansancio. De hecho, si se puede esbozar un “estilo Netflix” entre las decenas de series que ha lanzado la empresa, GLOW tiene todas las huellas digitales y rastros de muchos de los productos que, a ensayo y error, ha intentado el canal de streaming, incluyendo además los elementos de nostalgia retro –y en ocasiones anacrónicos– de la fallida y costosa The Get Down y la excelente Stranger Things.

Las similitudes no son nada casuales, ya que una de las creadoras de la serie, Carly Mensch, ha sido productora y guionista de Orange is the New Black y de otras series centradas en personajes femeninos como Nurse Jackie y Weeds. La serie cuenta la historia de Ruth Wilder (Alison Brie), una actriz de teatro desocupada que, a mediados de los años 80, acude a un casting y descubre que es para un programa de lucha libre femenina dirigido por un cineasta de clase B, bebedor y cocainómano, llamado Sam Sylvia (Marc Maron). A pesar de su desconocimiento absoluto del wrestling, Ruth se suma al equipo, compuesto por otras 13 mujeres de distintas etnias y personalidades conflictivas, que llevarán adelante el espectáculo entre situaciones grotescas y tragicómicas, y algunas de las ropas y peinados más horribles que se hayan visto en los últimos siglos.

La premisa de ser una prolongación retro –con mucha licra, spray para permanentes y mallas deportivas demasiado caladas– de series corales y más o menos feministas ya un poco agotadas parece, en principio, una idea demasiado fácil y automática; pero, apenas se supera la algo esquemática disposición del tablero de situación y personajes, GLOW –siglas de Gorgeous Ladies of Wrestling, despampanantes damas de la lucha libre– se revela como una serie que, sin ser revolucionaria, resulta extraordinariamente divertida, ágil y sutil.

Cuando lo forzado es natural

Antes que nada, hay que destacar lo que viene haciéndose una (buena) costumbre en la televisión estadounidense actual: un cuidadísimo casting que combina tres o cuatro rostros conocidos con un montón de figuras nuevas que se revelan a lo largo de la temporada como actrices talentosas, sin ningún papel de relleno. El eje se forma alrededor de la superexpresiva Brie –una actriz que ha interpretado roles muy sensuales pero que deliberadamente desexualiza su personaje en GLOW, acentuando sus rasgos más ridículos (y pareciéndose mucho a una hermana menor de Kristen Wiig)–, de la imponente “rubia nacionalista” Betty Gilpie y de Maron, un gran comediante muy conocido por su programa de radio y sus shows de stand up, pero que no había tenido hasta ahora una buena oportunidad de lucirse en la pantalla. Sin embargo, en torno a ellos hay todo un elenco capaz de robarse una escena detrás de la otra, apoyándose en un guion filoso y lleno de observaciones domésticas y muy poco glamorosas a pesar de su inspiración (realmente existió un grupo de luchadoras llamado GLOW en los 80), y que le aportan una particular variedad a esta serie llena de personajes interesantes.

Programas como Orange is the New Black o sus equivalentes masculinos han solido caer con facilidad en la trampa de la diversidad forzada; es decir que, intentando apelar a una variedad amplia de personajes –y, de paso, llegar a un mayor número de públicos posibles y cubrirse ante acusaciones de olvidos identitarios–, construyeron mundos multiculturales a prepo y, aunque se intentara darle individualidad a cada uno de los integrantes de esos mundos, estos terminaron ocupando roles de identidad funcional (la negra, la asiática, la lesbiana, la trans, la loca, etcétera), tendientes al estereotipo. GLOW cuenta en este aspecto con una gran ventaja dada por su temática: la propia idea del casting ficcional del grupo de luchadoras es lograr una variedad forzada de personajes y darle a cada una de las luchadoras una imagen completamente estereotipada –e incorrectísima para los parámetros de hoy en día–, de modo que, asumidos los roles de imagen desde un principio, los personajes pueden distanciarse a piacere de los estereotipos que les son asignados por la producción de la troupe de lucha libre (y, de paso hacer mucho humor incorrecto; al fin y al cabo, los 80 eran así). En esta primera temporada la serie no ha tenido aún mucho espacio para desarrollar los personajes secundarios y jugar con ese aspecto, pero el espectro de posibilidades es enorme, y algunos apuntes indican que las guionistas se van a divertir bastante con la paradoja de identidades caricaturizadas que crearon.

No han visto nada todavía

En el sentido antedicho, también es destacable que situándose en un ámbito tan reaccionario, racista y machista por naturaleza como el del wrestling estadounidense, la serie no necesite tampoco forzar en términos de discurso su contenido antidiscriminatorio y antisexista. No hay ninguna necesidad de exagerar o caricaturizar un entorno caricaturesco de por sí, ni tampoco de subrayar en exceso un contenido feminista evidente en esta serie sobre mujeres, hecha por mujeres y protagonizada por mujeres, en la cual los escasos roles masculinos no son accesorios pero tampoco llegan nunca a ser centrales. Asimismo resulta un acierto que, aunque el contenido dramático de la trama haga pasar a los personajes por momentos difíciles, GLOW sea una serie curiosamente desprovista de sentimientos negativos o personajes odiosos; incluso el grosero y excesivo director interpretado por Maron es una figura muy matizada, y el productor y generador de la idea, un joven millonario yuppie, interpretado por Chris Lowell, parece más ingenuo que malcriado. De hecho, hasta lo más parecido a un personaje negativo, la ocasionalmente insidiosa imitadora de Madonna llamada Melanie (una genial Jackie Tohn, proveniente del reality American Idol, que al parecer realmente logró descubrir un talento), es al mismo tiempo quien aporta el sentido del humor más corrosivo y efectivo.

El conciso resultado final no se ve desmerecido por alguna resolución dramática un tanto previsible, ni por ciertos anacronismos y superficialidades en la reconstrucción de época, ya que otro de los méritos de GLOW es su acotada duración. Extenderse en demasía ha sido un error habitual en las series de Netflix (un ejemplo claro es el de las centradas en superhéroes), pero esta saga de luchadoras sólo tiene diez episodios, cada uno de ellos de media hora de duración. Eso la hace sencilla de ver en una maratón de fin de semana y, al administrar con mucha dosificación las delirantes peleas en el ring, que son uno de sus mayores atractivos, nunca llega a saturar ni a repetirse, y, de hecho, al culminar la temporada da la impresión de que todo apenas comenzó y de que recién el año que viene la serie va a alcanzar su pleno potencial. Teniendo en cuenta semejante gancho, y una estructura tan abierta que puede renovarse por tiempo indefinido mediante la introducción de nuevos personajes –sin apartarse por ello de lo normal e incluso razonable en los espectáculos reales de lucha libre–, el futuro de GLOW es tan brillante como su nombre, y su primera temporada redondeó una de las novedades más agradables en lo que va de este año.

GLOW

Creada por Liz Fehive y Carly Mensch. Netflix. 2017. Con Alison Brie, Betty Gilpie, Sydelle Noel y Marc Maron.