Tenía 13 años y se celebraba en mi liceo una especie de kermesse anual llamada “colegiada”, en la que competían varios grupos identificados por un color y una temática, participando en juegos variados y creando stands y locales de venta de comida. En mi caso, realmente no participaba en nada; estaba ahí por la comida barata, pero siempre encontraba algo fascinante en el empeño que algunos le ponían a la confección del lugar. Sin embargo, aquel año era distinto, porque mi grupo era Los Rojos Punks, y por primera vez tenía excusa para teñirme el pelo de rojo (con un spray que te dejaba el cuero cabelludo pintado durante casi diez lavados) y asemejarme a aquellos personajes que sólo veía en la televisión y en portadas de discos. Eran cerca de las tres de la tarde y estaba dentro del stand de mi grupo, una especie de boliche de paredes oscuras y luces de neón con grafitis genéricos estampando todo, donde se vendían hamburguesas y se pasaba música. A decir verdad, ya no estaba comiendo, pero me quedaba ahí porque sentía que lo más cercano a estar en uno de esos boliches que miraba de lejos y a los que deseaba entrar. En un momento sonó una guitarra distorsionada que se repetía una y otra vez, en forma de loop, hasta que de repente cayeron el bajo y una batería hiperactiva e hipnótica. Le pedí al barman (un gordo de pelos parados con gel que hoy probablemente sea agrimensor) que subiera el volumen, y sentí el beat latiéndome en el pecho. Ahí aparecía una voz que daba la impresión de escupir un montón de saliva en cada palabra; no cantaba, prácticamente gritaba, o amenazaba. El tipo decía “I’m a trouble starter / punkin’ instigator / I’m the fear addicted, danger illustrated”,y en realidad no entendía una sola palabra, pero ahí apareció el verso principal, que se me quedó tatuado en la corteza frontal, y entendí todo: “I’m a firestarter, twisted firestarter”. De golpe, mi pelo tenía sentido, todo mi alrededor de estudiantes católicos y padres responsables y hacendosos se convirtió en algo un poco peor, un poco más oscuro; aquel nailon negro grueso que oficiaba de pared adquirió densidad, y me olvidé por completo de que más allá, a pocos metros, era un día soleado y caluroso, con los otros grupos prontos a sumarse en una simpática y sana yincana.
Pregunté qué era, me dijeron “The Prodigy”, y salí de aquel bar sintiéndome extraño. Yo había vendido mi alma al rock, estaba en esa fase en que la existencia de guitarras era el mojón excluyente que medía todo lo que podía escucharse o no. De golpe, había aparecido esa banda en la que uno percibía que era todo loopeado y sintético, y entraba en una absurda crisis de fe.
Fue recién a los meses que me topé con el video de Walter Stern en MTV. Ahí aparecía Keith Flint, con su pelo rapado en el centro y levantado a los costados, como dos cuernos, deambulando en un túnel abandonado de subte, mientras repetía esas mismas palabras una y otra vez “I’m a firestarter, twisted firestarter”. Hasta hoy puedo considerar aquello una de mis experiencias más intensas con videoclips. No había nada muy conceptual, simplemente era el blanco y negro, ese buzo con la bandera de Estados Unidos estampada y ese estilo boxístico de enfrentarse a la cámara. No era que no hubiera visto cosas perturbadoras y atemorizantes –Trent Reznor y, después, Marilyn Manson ya hacían uso del shock value, creando una imaginería conceptual propia que podía retrotraerse hasta el David Bowie de Ziggy Stardust–. Sin embargo, cuando uno veía los videoclips de Marilyn Manson, sabía que, por tenebrosos que fueran, aquello era el montaje de miedos o fantasías horrendas llevado a la pantalla. Al ver a Flint escupiendo sus palabras, corriendo y golpeándose la cabeza, sentías que aquel peligro era real, que te podías cruzar con un loco así si llegabas a aventurarte por algún recoveco abandonado de Londres.
Todo lo corporal estaba ahí: un beat denso, esa guitarra sampleada de “SOS”, de The Breeders (la heroína Kim Deal sigue figurando en los créditos, sólo por ese detalle, como coautora del tema), y uno de los mejores drops (cuando en un tema electrónico se construye un lento in crescendo hasta que cae el bajo y la base hace estallar todo) que haya dado la electrónica. Música para boxear, para correr (pero, más que para hacer jogging, para escapar).
Luego apareció “Breathe” y el videoclip pasó de la imaginería expresionista y sucia a una más surrealista, con MC Maxim retándose a duelo de voces con Keith Flint a través del agujero en la pared de un hotel hecho pedazos. En el videoclip abundaban planos detalle de cocodrilos revolcándose entre las sábanas de una cama, cucarachas, moho creciendo en tiempo real y el negro MC Maxim con un maquillaje impactante y lentes de contacto negros que le tomaban todo el iris. Hay varios momentos de maestría audiovisual, con aprovechamiento de las luces parpadeantes y una cámara en riel que conjuga aceleraciones y enlentecimientos. Era posiblemente algo más cercano al universo fantástico a lo “Sweet Dreams”, de Marilyn Manson, pero en mi cabeza púber aquello, con las palabras “inhale, inhale, you are a victim” repetidas una y otra vez, parecía funcionar como un cuento de advertencias sobre lo que podía ser “el mundo de la droga”.
Los fascinantes videoclips me llevaron a buscar The Fat of the Land, el álbum que contenía aquellos dos hitazos. Para mi sorpresa, el disco no era una rareza, y la famosa portada del cangrejo haciendo “fuck you” con sus tenazas estaba en las bateas de casi cualquier disquería. En Uruguay, salvo entre los adictos a MTV o los entendidos en las movidas electrónicas de Milenio, no se conocía demasiado a la banda (quizá sólo una referencia a “ese tipo del pelo raro”), pero en 1997 el álbum fue un meteórico número 1 que rompió (en aquel momento) varios récords de velocidad de ascenso.
Éxtasis
Sin embargo, para entender The Fat of the Land y toda su mala onda empaquetada para explotar en la pista, es necesario hacer un repaso de lo que sucedía en Reino Unido por aquellos tiempos. Para empezar, The Prodigy es una banda que fue gestada en el útero de la cultura rave inglesa. Lugares como The Acid House eran espacios en los que Keith Flint se desempeñaba como asiduo bailarín y Liam Howlett (durante mucho tiempo, el único verdadero músico de la banda, cuyo tercer integrante, Maxim, es básicamente un MC y cantante) se fue llenando de ácido y aprovisionándose de su arsenal de beats.
La movida rave siempre ha sido un complejísimo fenómeno sociodemográfico, un movimiento cuya trayectoria estuvo tremendamente asociada con la explosión y el declive de una droga, el éxtasis, que tuvo su acotado “verano del amor” británico hasta que los mismos boliches underground en donde se consumía comenzaron a involucrarse más y más con dealers y gente a la que ya no le interesaba el carácter cariñoso y expansivo de los efectos. Además de subterráneo y a contracorriente, el rave tenía un carácter fuerte y peculiarmente británico, sumado a una curiosa transversalidad social, y en ese ambiente uno podía encontrar de todo (algo así como la legendaria discoteca neoyorquina Studio 54 en los años 70, pero con un componente mucho más interclase y menos artístico). Simplemente basta con ver a la gente que aparece en filmaciones de la época para darse cuenta de que el fenómeno distaba de poblarse de los frontmen bellos de la movida de “Madchester”, o de los fenómenos coloridos y artísticos de las bandas triperas: eran, en muchos casos, gente de clase media baja, colocadísima, queriendo saltar y sacarse todo de arriba. En aquel escenario, la mayoría de los integrantes de The Prodigy no provenían del epicentro londinense, sino de Braintree, un distrito en el condado de Essex, al suroeste de la capital, en el que, para eventual beneficio de la banda, había una presencia mucho más fuerte del hip hop, elemento que fue diferencial a la hora de generar un sonido insignia.
Luego de Experience (1992), un álbum en el que Howlett todavía estaba muy parado dentro de la electrónica clásica y fundía su sonido con elementos infantiles, como en el tema “Charly” (a tal punto que muchos decían que The Prodigy se dedicaba al “toy techno”), llegó Music for the Jilted Generation (1994), una especie de reacción virulenta a la Criminal Justice and Public Order Act (ley de justicia penal y orden público) de ese año, un conjunto de medidas represivas que significó para la movida del rave londinense algo similar a la política de “tolerancia cero” impulsada en Nueva York por el alcalde Rudolph Giuliani. Ya con algunos temas clásicos, como “Out of Space” (donde también se veían las credenciales de dub influyentes en una banda multirracial), pero todavía siguiendo un patrón bastante firme dentro del manual de la dance music (con bastantes influencias del jungle y el hardcore electrónico), que no se abría a los sonidos más rockeros como lo hizo su siguiente disco.
La grasa de las islas
Para comprender el significado de The Fat of the Land es necesario tener en cuenta otro elemento de contexto histórico. 1997, el año en que Tony Blair asumió como primer ministro, al frente del Partido Laborista, fue la coronación de un proceso de revalorización patriótica británica cuyos orígenes es difícil rastrear, pero que quizá, pensando un link entre política, sociedad y música, hizo estribo en el buen rendimiento de la selección inglesa en el mundial de fútbol realizado en Italia en 1990 y en el tema “World in Motion”, de New Order, lanzado el año anterior para promover la participación en ese campeonato, en el que hasta el delantero John Barnes metía un rapeo. Por una vez, hooligans y músicos se unían en un mismo himno, y quizá esto quedó flotando y se acopló luego con bandas más sofisticadas que fueron creciendo de a poco y firmemente, como Suede o Pulp.
Comúnmente suele considerarse al disco Park Life (1994), de Blur, el que cristalizó esa “britanicidad” autoconsciente que terminaría dando forma al britpop de los años 90. Por supuesto, a aquella explosión se sumó la puja entre la propia Blur, liderada por Damon Albarn, y la banda Oasis, de los hermanos Liam y Noel Gallagher, pero pronto todo se volvió un extraño movimiento juvenil que buscaba volver a las raíces de lo nacional, desde la herencia de bandas inglesísimas como The Kinks hasta el encanto ficcional del swinging London de los años 60, pasando por las diversas encarnaciones de la cultura mod, y con la bandera de Reino Unido por doquier.
Visto en retrospectiva, el britpop (en el que suele incluirse a las bandas nombradas y a otras como Delirious?, Elastica, Ocean Colour Scene, Sleeper, Supergrass y The Verve) fue un movimiento extrañamente conservador, no sólo en relación con todo lo que sucedía en la música a su alrededor, sino también con respecto a lo que había acontecido en la escena británica algunos años antes. Quizá cooptado por el renacimiento del Partido Laborista, que quería borrar los feos años de gobierno de Margaret Thatcher, aprovechando el envión del éxito comercial para dar un aspecto más joven a lo que se llamaría la cool Britannia, el britpop siempre pareció muy cómodo en su seguimiento del mainstream, sus valores y su punto de exposición.
Tan sólo observando los álbumes más relevantes de aquella época, se puede percibir la importancia de la cosecha de 1997 para Inglaterra. En aquel año se editó OK Computer, de Radiohead (que en cierto punto era una vuelta de tuerca inconformista e intimista de toda aquella movida expansiva), The Verve lanzó Urban Hymns (con la famosa “Bittersweet Symphony”), Blur lanzó su álbum homónimo, Oasis entró en contienda con Be Here Now, y la movida electrónica se volvió más fuerte y rockera que nunca, con The Chemical Brothers, Fatboy Slim y el primer álbum de Daft Punk (que sí, son franceses, pero se encaramaron en el mismo proceso).
Entre todo ese sentimiento colectivo y patriotero, The Prodigy pareció siempre ser el costado oscuro, el primo feo y deforme que grita todas las desgracias que la familia prefiere mantener ocultas. Es una banda que durante casi toda su carrera se la jugó, en cierto punto, a autosabotearse (como en el poderosísimo tema “Smack my Bitch Up”, que fue duramente atacado por colectivos feministas y que terminó redoblando la apuesta con un videoclip que sólo podía pasarse después de la una de la mañana en MTV), descubriendo que siempre, en alguna medida, las cosas terminaban saliéndole mejor así. Hoy en día, como sucede con todo lo verdaderamente bueno o relevante, The Fat of the Land parece un augurio inconsciente de la debacle de todo aquel optimismo joven vinculado con las promesas del laborismo.
Y, fundamentalmente, The Prodigy fue la primera banda que llevó al rock a la auténtica electrónica, no sólo como sonido, sino realmente como acto. Bandas del género que después se llamaría big beat, entre las que estaban The Chemical Brothers y la mencionada Daft Punk, ya incorporaban elementos netamente rockeros, pero The Prodigy fue todo acerca de la presentación, de la violencia que podía comunicarse en vivo. Fue una banda que explotó cuando a uno de sus bailarines se le ocurrió cantar, que descubrió que para ser tomada en cuenta sin los instrumentos había que ir más allá de lo que la mayoría de los tiesos y bien peinados músicos de su época pensaron que era cool, sexy o agradable. El 30 de junio se cumplieron 20 años de la edición original de The Fat of the Land, pero Keith Flint cantando en la soledad de aquel túnel abandonado sigue sonando igual de peligroso.
Después
The Fat of the Land fue el tercer álbum de The Prodigy, que no editó ningún otro antes de interrumpir su actividad en 1999. Volvieron en 2002 con el controvertido videoclip de la canción “Baby’s Got a Temper”, y su cuarto disco, Always Outnumbered, Never Outgunned, apareció recién en 2004 y dio lugar a una larga gira de dos años. En 2008 editaron Invaders Must Die y, hace dos años, The Day is my Enemy, precedido en 2011 por el álbum en vivo y DVD World’s on Fire. Howlett dijo en 2015 que probablemente la banda dejaría de lanzar discos de larga duración en estudio, porque eso lo aburre mucho, y se dedicaría a los EP. El vigésimo aniversario de The Fat of the Land no vino acompañado por una reedición, probablemente porque hubo una en 2012, cuando el disco cumplió 15 años, con el agregado de seis remixes.