Ida Vitale, la poeta de la generación del 45, la gran traductora y crítica que dirigió la revista Clinamen; la ensayista que colaboró con Marcha e integró el equipo de Vuelta, la crucial revista de Octavio Paz. La que da “fuego a sombra, en la ceniza llama” –como anotó José Bergamín–, y a la que Julio Cortázar le dedicó un sincero “Gracias por ser vos, por tu poesía ceñida y necesaria”, volvió a visitar Montevideo, esa que antes “era sencilla y verde / quebradiza de tanta línea recta”.
Autora de obras en prosa como El ABC de Byobu (2004), se exilió de 1974 a 1984 en México, donde siguió dedicada a la docencia y la escritura, y cuatro años después de retornar a Uruguay volvió a emigrar, esta vez con rumbo a Austin, Texas, donde se instaló junto a su segundo marido, el poeta Enrique Fierro (antes estuvo casada con Ángel Rama). A sus 93 años, Ida sigue esquivando la solemnidad: hace un tiempo comenzó a recibir una sucesión de destacadísimas distinciones, como los premios Octavio Paz y Alfonso Reyes, ambos mexicanos, y el Reina Sofía español –conocido como el Cervantes de la poesía–. Este año, fue la primera sudamericana en obtener el premio francés Max Jacob, aunque ahora ella mueva la mano espantando el halago.
La que recomienda “leer y releer una frase, / una palabra, un rostro, / sobre todos los rostros”; la que aguarda “mañanas de hojas nuevas bajo la lluvia / y tardes donde un canto futuro, / que hoy no alcanzo, / comience”, escribió su primer libro en 1949. La luz de esta memoria fue publicado por una editorial artesanal que habían montado Amanda Berenguer y José Pedro Díaz, y a los pocos meses Vitale fue incluida en una antología de poetas latinoamericanos organizada por Juan Ramón Jiménez. Desde entonces, su rigor formal, acompañado por versos eruditos, precisos, despojados de efectismos, compuso una personal resonancia poética, mediante trazos, pinceladas y paisajes que se convirtieron en indiscutidas certezas, marcadas por la memoria, el sueño incierto y el poder de la distancia. Sin renunciar jamás a su persistente búsqueda de la perfección: “Por no seguir caminos fraudulentos, / perdí quizás imagen y relieve, / perdí la prisa, quise pisar leve / en la historia, sin arrepentimientos”.
“A Uruguay –dice– le tengo que agradecer la formación, y después las posibilidades a México. Siempre digo que México es un país lleno de gente, y sin embargo son abiertos. Durante el franquismo recibió a numerosos exiliados españoles, y ellos crearon muchas cosas, como el Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica. Ese fue un momento en el que el país estaba más necesitado. Pero después estaba Octavio Paz con todo su equipo, y como Octavio, tanta gente y tantas líneas.
¿Cómo fue el trabajo con Paz en la revista Vuelta?
-Fue excepcional, porque era un tipo brillante. Él dejaba hacer y después juzgaba. Incluso alguna vez me tocó preguntarle si ya había visto tal cosa, y se puso furioso. Pero a veces, si tenía tiempo, se ocupaba mucho. Dependía, porque de repente tenía que salir la revista y él estaba de viaje. Pero no se desinteresaba de nada. Y además tenía una gran condición: estudiar a la gente de entrada. Lo que él detestaba era que lo adularan, le gustaba que la gente dijera lo que pensaba. Además tenía una cultura impresionante, y era alguien que estudiaba y que seguía leyendo e informándose. Era espléndido.
En ese contexto, usted aprovechaba para difundir a Felisberto Hernández, a Juan Carlos Onetti o a Enrique Casaravilla Lemos.
-Sí, eso era lo bueno de las revistas en general. Había muchas y de distintos niveles. Lo malo es cuando hay una o ninguna.
¿Cree que tantos premios han revertido aquello por lo que se sentía relegada del medio cultural uruguayo?
-Bueno, la verdad es que, en años, aquí leí una sola vez, en el Instituto Español. Años... Y eso debe haber sido en 1995, tal vez. No doy opiniones, sino hechos. Quizá es un medio que espera que la gente se coloque. Pero más bien que de eso aquí no me he ocupado. Además, pienso que también responde a la ausencia de revistas, de páginas culturales, de las que ahora hay un poco más. Supongo que eso lo acapara el teatro. O no.
¿Cómo es que llegó a la poesía atraída por un vacío?
-Porque iba a la escuela República Argentina, y arriba estaban los institutos normales. Una practicante nos leyó un poema de Gabriela [Mistral] muy simple, pero a los 12 años estás acostumbrada a que en la escuela te lean “blanca paloma en medio de la playa”. Todo era muy claro, pero ese poema no. La maestra no lo explicó y yo no lo entendí. Y no haberlo entendido fue muy bueno, porque me quedó la intriga; tiempo después seguía dándole vueltas, intrigada. Al otro año, en el liceo, ya leíamos otras cosas. Teníamos una gran profesora, Élida Miranda, y ella elegía textos de José Ortega y Gasset, de Gabriel Miró, de Azorín, y de Rafael Barrett, que de muy joven se dilapidó un dinero, se tomó un barco, se vino a Buenos Aires y se instaló en Paraguay. Y que también era español, pero de otro estilo. Eso te enfrentaba a maneras distintas de manejar la prosa. Ella [Miranda] lo manejaba muy bien, incluso siendo muy joven. Después terminó de académica.
Sobre sus trabajos, ha dicho que siempre estuvo más segura de lo que no quería. ¿Qué es lo que ha intentado evitar en su poesía?
-Que la poesía esté sirviendo para otra cosa, algo que se hace e incluso se propicia. Creo que la poesía tiene su tarea, su función, pero en ese sentido sería lo mismo que le pidieran recetas de buena salud, cuando a eso hay que buscarlo en otro lado.
Una poesía que “no requiere ideologías ni propicia fanatismos”.
-Sí, sí, claro. Es eso. Fanatismos en general se entiende como ideologías llevadas al límite. Pero hay otros fanatismos que se pueden tener por ciertas cosas: se puede ser fanático de lo contrario.
En su recorrido creativo, ¿cómo operan la duda y la frustración?
-La frustración siempre viene después. Y la duda está desde el principio. El único recurso es no dejar dormir las cosas y verlas como si leyeras las de otro. Es decir, con un poco de maldad. De pronto, en el momento en que uno escribe puede estar obsesionado por decir algo, y después se da cuenta de que eso está demasiado explícito, o de que no viene al caso. A veces tengo mucha confianza en el poema que sale bien desde el principio. Pero claro, uno lo juzga después. Cada uno se maneja con su material como puede. Gente como Pablo Neruda, por ejemplo, obviamente hace una literatura torrencial, más amplia. Hay una manera que es echar mano de todos los recursos, y otra que es tratar de prescindir de muchos, qué se yo. Son sistemas y épocas distintas. Y supongo que no corresponde tanto a una moda, sino a una expresión natural. Hoy podés plantearte el mismo estado de espíritu de un barroco, por ejemplo. Hay espíritus barrocos. Hay gente que no puede decir algo con tres palabras, y se satisface cuando llega a cien. Otros son lo contrario. Neruda es acumulativo, y ese es su modo de llegar a la perfección, que es muy distinta a la de César Vallejo. Cada uno tiene su manera, y eso es lo maravilloso de la literatura: pese a todo, no se repite. Porque uno siempre piensa que ya está todo dicho. Sin embargo, está todo dicho, pero no de todas las maneras posibles. Y hay otras cosas que comienzan a incidir. Supongo que en un momento en que la pintura y la foto no existían o no estaban tan divulgadas, el escritor tendía a colocar a sus personajes en un medio y a explicar muy bien cómo era todo. Ahora, si alguien nunca estuvo en una selva y se la explican, es una manera de participarlo de ese ambiente, pero en general no necesitamos que nos digan cómo es una calle de París, porque ya lo hicieron el cine o la fotografía. Claro que uno no ha leído todo un autor, o lo ha hecho rara vez. A veces te viene una especie de manía o de obsesión. Antes del nacimiento de mi hija, descubrí a Benito Pérez Galdós y me leí todos los Episodios Nacionales, todas las novelas, todo, todo, incluso las obras de teatro. Pero uno no siempre puede hacer eso. Y así se enfrenta a épocas o períodos más o menos explicativos.
En su caso hay un trabajo sobre la pérdida, lo que se desmorona, las inquietudes del desarraigo.
-Sí, puede ser, porque la llegada a México... Sobre todo porque en ese momento no fue que dejara atrás a una ciudad, sino a un montón de gente, de amigos. Y ya no era lo mismo. Me considero una sobreviviente. Mi último gran amigo que vivía era Carlos Maggi, y fue un amigo de toda la vida. Ayer alguien me decía: “Bueno, es que tú dormías primero en un séptimo piso, después te mudaste a un quinto, y ahora estás en el tercero”. Y yo dije, el próximo va a ser subsuelo. Es la vida.
Cuando falleció Maggi, usted nos dijo que lo veía como la encarnación del derecho romano.
-Es que él era muy justo, muy preciso. Hay dos Maggi: el escritor y el que actúa como un brillante abogado. Incluso llevó a toda su familia a Europa cuando, peleando él solo, consiguió ganarles a ocho abogados argentinos en el litigio por un edificio del Banco de la República. Era de una rapidez... Yo me peleaba locamente con él, y mi marido lo mismo, porque él se armaba vertiginosamente un esquema para llegar a ganarte como fuera. Le decía: “Sí, sí, tú te apoyás en un mármol y también en un piolín. El asunto es llegar”. Pero era muy coherente. Y muy distinto, por eso discutíamos mucho sobre los juicios de valor.
¿En qué se enfrentaban?
-Acerca de lo que valorábamos en escritores, de repente. Coincidíamos sobre Onetti, eso sí. Él era muy amigo. Y me acuerdo de que José Bergamín, que fue maestro de todos nosotros, decía “al amigo, con razón o sin ella”. Esa era la receta moral, y Maggi la heredó. También teníamos entusiasmos comunes, como Mario Arregui, que está un poco olvidado. Era un gran escritor y buena persona, dos cosas que no siempre van juntas.
¿Cómo era aquella época en la que compartían casa con Rama, Maggi y María Inés Silva Vila?
-Fue un proceso natural, porque resolvimos que nos podíamos casar, y a todos nos gustaba una casa linda, pero era imposible. Y creo que fue Maggi el que dijo: “¿Y por qué no buscamos una casa linda y con jardín que sea divisible?”. Aunque nunca lo es totalmente. “Eso sí –le dijo a Pocha [Silva Vila]–: el primer problema que tengas con Ida, esto se divide”. Jamás tuvimos problemas, pero sí se pelearon ellos, los maridos. María Inés era una persona encantadora, y una muy buena escritora. Éramos un grupo con ellos, y con Maneco [Flores Silva] y Chacha [Zulema Vila, hermana de María Inés]. Supongo que siempre hay grupos que se mantienen a lo largo del tiempo, aunque tengo la sensación de que en esa época la gente todavía miraba para atrás. Todo se enlentece. Me acuerdo de las practicantes, que tenían 15 o 16 años. Mi abuelo era italiano, pero mi abuela era de Rosario [Colonia], y ella a los 12 años fue maestra, porque terminó la escuela y no habría maestra, y ya la pusieron a enseñar primero y segundo. Había un modo de madurar a la gente más rápido. No sé, a los cambios los veo aceleradísimos, y no todo para bien. Creo que la enseñanza se ha deteriorado en el mundo.
Tantos años después, ¿cómo ve a aquel grupo de la Generación del 45?
-Igual que siempre, porque los valores no cambian mucho. Ya en esos momentos me interesaban unos y no otros. Lo de “la Generación del 45” fue más bien un ordenamiento pedagógico. Para el que va a explicar algo, siempre es el modo más simple. Es lo mismo que hablar de la Generación del 27 en España, ¿qué tiene que ver Federico García Lorca con Jorge Cernuda? O Jorge Guillén con Rafael Alberti... Personalmente, te puede gustar más uno que otro, pero el valor objetivo es igual. Y acá sucede lo mismo.
En una oportunidad dijo que los del 45 impusieron un sistema crítico bastante superficial, que era más bien un vuelo rasante de nombres.
-Sí, se había establecido el criterio de que todos los fines de año se trazaba el panorama. Y bueno, los panoramas no son muy detallistas. De todos modos, creo que había un criterio de darle importancia a todo lo que se estaba comentando, fuese literatura o música. No sé. Uno nunca sabe cuándo empieza a formarse o deformarse algo. La verdad es que la Generación del 45 vino después de otros movimientos importantes, y que uno de nuestros defectos como grupo fue no mirar a los que nos habían formado. No es que cada generación se desgaje. Sí puede haber cortes bruscos, como lo hubo en España con la guerra, son esos momentos en los que un país se desgaja. De España muchos se fueron y otros murieron. Y no es que haya que mirar para atrás y decir “¡qué maravilla todo aquello, cómo lo queremos!”. También tenemos que elegir, y siempre hay una cadena. Siempre discutíamos con Maggi –y ya se había convertido en una broma, porque sabíamos que nunca íbamos a coincidir– sobre José Enrique Rodó. Él lo detestaba. Y yo le preguntaba por qué, ya que de repente él podía ser el Rodó de su generación; porque cada una tiene a su pensador. Pero él le daba mucha importancia al humor –lo primero que hizo para vivir fue su trabajo en la radio–, y decía que a Rodó le faltaba humor. Pero tiene que ver con las épocas. A Maggi la solemnidad no le gustaba. Son momentos.
Yendo a sus años de formación, Bergamín le acercó a muchos autores, por ejemplo a Octavio Paz. ¿Cómo era ese vínculo, ese intercambio?
-Lo que pasa es que había muerto su mujer, él estaba acá con los chicos y se sentía un poco solo. Tenía relación con Susana Soca y con otros, pero los que estábamos con él en las clases éramos como sus pichones. Incluso muchas veces, los días que teníamos clase, íbamos con todo el grupo a comer con él. En un momento, cuando se casaron Maneco y Zulema, él se fue a vivir con ellos, porque sus hijos todavía no habían llegado, y estaba encantado de no estar solo, porque era un viudo exiliado en otro país.
Sus primeros libros, desde La luz de esta memoria, ya marcan su línea poética, con ese ser que se aventura en la tierra ajena. ¿Cómo los ve a la distancia?
-Los veo remotos. Nunca me he planteado si hay que hacer esto o aquello. Lo que sale, sale. Trato de que lo que salga sea vigilado y controlado, y que sea lo mejor posible. No sabría decirte cómo se forma una línea poética. Porque también hay algo que lleva a elegir a unos autores y no otros. Siempre se habla de Delmira Agustini y de Juana de Ibarbourou, por ejemplo. Pero no de María Eugenia Vaz Ferreira, y a mí me ha dado más ella que Delmira. Yo sé que Delmira es una poeta más perfecta, si se quiere apuntar a la forma y los temas, y su personalidad influyó mucho. Aunque también lo hizo la de María Eugenia: era una mujer más rebelde, quizá más moderna en su actitud, pero creo que ella hizo menos concesiones que Delmira. Cada uno elige por dónde va la cosa. En la misma generación de Juana para mí está Casaravilla, y yo entiendo que Juana es un producto más exportable, más redondo, más ubicable en algún momento. Pero a mí Casaravilla me da más. Es un hombre que se hizo él solo, con muy pocos amigos. En un país como este, a veces, al que no pelea no le va bien.
Después, ¿cómo fue ese ir y venir entre el exilio, el regreso y de nuevo la partida?
-Un país cambia, y una cambia cuando está afuera. De modo que la visión que una tiene del país también se transforma. Pero ahí, en ese caso, fue por el lado de Enrique que se resolvió todo. En un momento Julio María Sanguinetti dijo que a todo el que se hubiera ido por motivos ajenos a su voluntad, y quisiera volver, se le traería. El criterio era restaurar al país que había sufrido ese corte.
Siguió la desmemoria, “no se pierde sin castigo al pasado / no se pisa en el aire”.
-Claro, se trajo mucha gente, pero no sé cuánto se logró. La idea fue recuperar a los que se habían ido por la enfermedad que había padecido el país. Pero es muy difícil cuando pasan los años. Una sola vez hablé con Sanguinetti, por la situación de Concepción Silva –la hermana de Clara Silva–, que era un personaje adorable, como si hubiera quedado en la infancia. Su poesía es de muy buena estirpe. Incluso algunos franceses, interesados por Jules Supervielle, vinieron a verla. Estaban acá y querían ver a Concepción. Y cuando llegamos del exilio la quise ir a ver. Vivía en la Unión en unas condiciones terribles. Cuando llegué me dijo: “Ay, viniste a mi palacio”, y había una pared con una rajadura de arriba a abajo, por la que se veía el patio del vecino. Ella de joven no quería llegar tarde al trabajo, salía muy temprano y se sentaba en una plaza. Pasaba la gente, había sol, le encantaba y se iba demorando... Después de un mes le hicieron una junta médica, y por supuesto que no era normal. El dueño de la casa se desesperaba y la quería desalojar. Pero Concepción iba al municipio, donde trabajaba Nancy Bacelo, que conocía a alguien, buscaban la carta del señor [que le alquilaba] y la sacaban. Concepción, que nunca se enteraba de nada, vivía tranquila en su casa... Y el pobre hombre esperó años. Ella publicó varios libros, y sus poemas eran muy absurdos. Parecían un disparate y sin embargo tenían lógica. Practicaba mucho la elipsis, y era lo que me gustaba a mí, porque respondía a cierta cosa misteriosa, que si te la explicaba se desvanecía. Había uno que decía: “Los altos coroneles me llaman Concepción”. Los altos coroneles eran sus antepasados, que habían peleado en la Guerra Grande. Pero la llamarían por telepatía, porque nunca se llegaron a conocer. Y tenía una forma muy perfecta, aunque desconcertara. “¿Qué estará haciendo Pedro en la Argentina? / En ese hotel, al menos, no hay alfombras”..., así empezaba un soneto. Y esa era su manera de hablar.
En un momento contó que, unos años antes de la dictadura, un silencio sepulcral cubrió Montevideo, y entonces supieron que tenían que exiliarse.
-Fue así, un silencio... Tú estabas en el centro y no se oía nada. Ni radios ni gente. Fue cuando los tupamaros ya tenían a dos o tres presos: la Policía pidió un asesor de Estados Unidos para enseñar sobre sistemas de tortura [Dan Mitrione], y lo mataron después de que había convivido con ellos un mes. Sabía quién era quién y dónde se escondían. Y por esa época también mataron a un peón
Pascasio Báez [acota Iván Franco].
-Pascasio Báez. Fue porque descubrió una tatucera. En mi época había clases sobre moral, y nosotros las sentíamos un poco ridículas. Te proponían un problema: un bote se hunde, y el único que nada es el papá: ¿a quién salva? ¿A la mujer o al hijo? Y yo siempre pensaba que nadie que se esté ahogando se iba a plantear el problema desde una cuestión moral, salvará al que pueda, o al que tenga al lado. Y es que no todas las situaciones críticas vienen acompañadas del tiempo y la frialdad para juzgarlas.
¿Cómo cree que incidió el exilio en su obra?
-A mí me hizo mucho bien, porque me obligó a activarme. Uno acá vive en cierta conciencia o idea de que todo te va a caer: alguien te va a llamar, algo va a surgir. Tengo la sensación de que vivíamos en una especie de estado nebuloso. En un país que te marca pocas posibilidades, uno siempre tiene la ilusión de que va a sobrevivir. Después me encontré en un medio desconocido, y tuve suerte.
Pero escribió: “Sí, gracias, muchas gracias / por haberme llevado a caminar / para que la cicuta haga su efecto / y ya no duela cuando muerde / el metafísico animal de la ausencia”.
-Eso se corresponde con una realidad que, cuando la padecí, fue muy fuerte para mí. Porque sentí que porque me había ido, había desaparecido. Y yo volvía, aunque no fuera a golpear puertas. Esa sensación me vino después, cuando comparé con la situación de México. En aquellos 11 años [de exilio] no paraba un minuto en el día. Lo primero que hice cuando llegué fue ir al Fondo de Cultura Económica a pedir traducciones.
Después, en sus últimos libros, los pájaros, por ejemplo, ya no son las mínimas y sutiles redenciones de la belleza. Ahora, “en el árbol, / el pájaro / canta a solas su miedo / de estar solo”. En ese sentido hay una variante de la naturaleza.
-Sí, puede ser eso. Cuando uno siente a un pájaro que canta y canta desesperadamente, con seguridad está pidiendo compañía. No creo que la soledad sea una forma de la naturaleza. Sólo las fieras, a veces, están solas.
Cuando Roberto López Belloso le preguntó cuál era la palabra que la definía, usted dijo “sobreviviente”, y enseguida la corrigió por “memoria”. ¿La sigue eligiendo?
-A medida que tengo menos, la valorizo más. Sin memoria... Creo que es lo más importante que tenemos, siempre en ese criterio de mirar hacia atrás. La memoria no es memoria para el futuro. Supongo que soy práctica, y confío más en lo que rescato del pasado que en el futuro. Por lo mismo que mi próxima mudanza será al subsuelo. Sobrevivencia... quizá porque en parte tenemos que poner de nosotros para sobrevivir. Pero hay tantas palabras: “reconocer”, “esperar”, “agradecer”. Quizá la importante sería “gratitud”.