El infatigable Ken Loach tenía 79 años cuando concluyó esta película. En 2014, cuando ya había estrenado Jimmy’s Hall, anunció que se jubilaba. Por suerte, no se resistió a realizar este nuevo guion de Paul Laverty (su colaborador habitual desde 1996), y el resultado no sólo terminó siendo su mayor éxito de boletería en Reino Unido, sino que también recibió una andanada de premios, entre ellos su segunda Palma de Oro en el festival de Cannes (la anterior había sido por El viento que acaricia el prado –2006–). Loach y Laverty son prioritariamente cineastas políticos, de esos a los que algunos menosprecian por “panfletarios”, porque su punto de partida es la indignación frente a determinados hechos o su opinión sobre cierto estado de cosas, que luego vuelcan bajo la forma de ficciones cinematográficas ilustrativas. A partir del posmodernismo, se generó la idea de que ese tipo de actitud es subartística, o incluso vergonzante (“¡no, si yo quisiera plantear una tesis habría escrito un libro de sociología, tan sólo quise expresar mis sentimientos!”). La tradición de cine social británico nunca se debilitó ni dejó de tener su público, pero en el correr del presente siglo ha venido recuperando su prestigio (medible en premiaciones en festivales), que acompaña el fortalecimiento del “nuevo realismo” de los belgas hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne o del francés Stéphane Brizé.

En esta película, el foco de atención es el sistema de asistencia pública británico, muy recortado durante los recientes gobiernos dominados por el Partido Conservador, justo cuando se volvieron especialmente necesarios debido al incremento de la pobreza a partir de la crisis de 2008. El Daniel Blake del título es un carpintero veterano de Newcastle, al norte de Inglaterra. Sufre un infarto, y sus médicos dicen que no puede trabajar, al menos por un largo tiempo. Para pagar sus cuentas, se postula a un subsidio por enfermedad, pero su caso no puntúa lo suficiente para habilitarlo a recibir ese beneficio. Mientras pide una revisión de la evaluación (que puede demorar meses y cuyo resultado es incierto), su única alternativa es recurrir al seguro de desempleo, pero este sólo se concede a quienes puedan demostrar que dedican al menos 35 horas semanales a buscar trabajo, algo que, para él, consiste en recorrer la ciudad distribuyendo currículos como aspirante a puestos en los cuales, si lo seleccionaran, no podría desempeñarse, so pena de arriesgar su salud y su vida.

Daniel, interpretado por el cómico Dave Johns, es un personaje entrañable, y aun siendo gruñón con quienes se desvían de los códigos de convivencia (como los vecinos que no recogen la caca del perro en el parque o dejan basura en los pasillos del edificio), a la larga todos lo quieren, siempre está dispuesto a dar una mano, y sus tiradas malhumoradamente humorísticas contra los absurdos de la burocracia –pronunciadas con pintoresco acento geordie– ayudan a poner de relieve los aspectos kafkianos de la estructura asistencial. Algunos de ellos son inherentes a cualquier burocracia, así como la, al parecer inevitable, presencia de oficinistas insensibles y odiosos. Pero parte del problema parece derivar de las reestructuras operadas por el gobierno tory para reducir gastos sociales. Para complicar las cosas, el trabajo de Daniel nunca lo forzó a usar una computadora, y de pronto su “analfabetismo digital” salta como un importante factor de exclusión cuando debe lidiar con formularios en línea, armar currículos y esas cosas.

Para darle un poco más de generalidad a la exposición de la problemática, y también para catalizar un mayor involucramiento personal con Daniel, tenemos a sus dos amigos: el vecino China, que se da maña vendiendo productos traídos informalmente del país de donde deriva su apodo; y Katie, una madre soltera a quien conoce en una oficina pública y que tiene problemas aun más graves que los de él.

La manera de filmar de Loach es funcional y humanista. La fotografía y la paleta de colores son preciosas, pero nunca llaman la atención sobre sí mismas. La música se limita a unas pocas notas largas, que por momentos distinguimos poco del ambiente callejero. Los encuadres no se ocupan del paisaje, ni de proyecciones simbólicas, ni de tematizar formas abstractas, ni de producir impacto gráfico. Nunca son tan cercanos como para insinuar una primacía de lo psicológico/individual sobre lo social/estructural: en casi todos los planos hay una cercanía mediana, suficiente para distinguir la acción y las expresiones, pero también refiriendo siempre a los personajes con su entorno, en su relación con las personas que los circundan. Las excepciones más importantes son la primera y la última de las imágenes de Daniel. En la última, de fuerte contenido simbólico, lo vemos en el baño, y su reflejo está partido al medio por el marco entre las dos hojas del espejo. Al inicio, sobre los créditos de presentación (que transcurren con fondo negro) escuchamos el extenso, hilarante y exasperante diálogo entre él y la funcionaria de la agencia que otorga subsidios por enfermedad. Cuando concluyen los créditos, cortamos abruptamente a un primer plano de Daniel, conocemos su rostro y él pronuncia el último parlamento de la escena. A la funcionaria jamás la veremos: quedará como una especie de generalización de la barrera deshumanizada impuesta por el sistema, que será el asunto de la película.

Desde América Latina siempre es raro ver las películas europeas sobre problemas sociales. La casa del obrero Daniel es como la de alguien de clase media de por acá, y los absurdos del sistema que despiertan indignación son como detalles ante los que pocos por acá se acordarían de indignarse, porque existen desde hace mucho y hay cosas peores. Pero realmente no cuesta entender la seriedad de los problemas mostrados, que incluyen haber pagado toda la vida los altos impuestos británicos y de pronto encontrarse desvalido ante un Estado que busca desentenderse y que además, para no exponer de modo frontal los fundamentos de su política, enreda a quienes necesitan su protección en un laberinto burocrático absurdo y humillante para todos los involucrados. Vemos casos de gente obligada a vender todo lo que poseía para pagar las cuentas, o pasa frío por haber tenido que desconectar la calefacción, que se ve directamente amenazada por la posibilidad de terminar en la calle y en la indigencia, y que en algún caso directamente padece hambre (la escena del banco de alimentos destroza el corazón). Frente a ellos, funcionarios rígidos incapaces de dimensionar la gravedad de esas situaciones, y que sólo parecen registrar si se cumplen o no ciertas normas, sin contemplar eventuales motivos de su incumplimiento ni proponer alternativas sensatas. Pero vemos también una conmovedora corriente de solidaridad, apoyo mutuo y voluntariado, incluso una gozosa escena catártica (la de la pintada callejera), elementos que bañan de luz y esperanza esta película oscura y triste.

Ojalá que la observación del mundo sensible e indignada de Ken Loach y Paul Laverty nos siga abrazando y sacudiendo con más películas como esta.

Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake), dirigida por Ken Loach. Reino Unido/Francia/Bélgica, 2016. Con Dave Johns, Hayley Squires y Kema Sikazwe. Life Cinemas Alfabeta.